“Si te cae mal el paciente es que no lo has escuchado bastante”. Los médicos de primaria arrugan la nariz cuando me lo oyen y es natural que los frustre. Aquí viene la psiquiatra, rumian sin decírmelo, la del “revele Usted su rollo”, la que lo consiente todo y no se escandaliza por nada. Aquí la del buenismo y las consultas que nunca acaban. Y ellos lo que menos tienen cada vez es tiempo, ni calma, ahora todo se les reduce a una llamada que a veces ni se escucha bien. Sé muy bien lo que les pido y no espero que lo cumplan, se lo confieso entre risas, intento no desalentarlos. Pero es imposible congeniar con una persona o un lugar sin escuchar la historia completa. Mi propuesta es contraintuitiva en los tiempos de la medicina corre-que-te-pillo y yo misma falto a mis propios mandatos; cuando un paciente es difícil recurro a alguna triquiñuela tecnológica o diagnóstica para quitármelo de encima (o entretenerlo, al menos).
Pero escuchar le da un nuevo relieve a la historia de la gente, le aleja a uno del juicio y lo adentra en el entender. No conozco muchos médicos que no disfruten entendiendo a sus pacientes. Que no sientan el “eureka” de la ecuación despejada, de los cabos sueltos cuando se atan y dan sentido a una queja. Escuchar mejor al más antipático es de las pocas normas que nunca fallan en este oficio y no la he aprendido en los manuales. Es el gran antídoto contra el burnout. Un paciente incómodo puede serlo por la impotencia que despierta o por lo desafiante, caótico e imprevisible de sus demandas. A menudo por lo poco que nos respeta, a nosotros o a nuestros consejos. ¿Por qué iba una persona a pedir una ayuda que después pisotea y desprecia? Hay mil opciones pero todas se reducen a una: es un ser humano que intenta abrirse paso. A menudo de la forma más incompetente.
Estos días en que la curva respira un poco por aquí me he preguntado por África y he vuelto a visitar el prodigioso TED de Chimamanda Ngozi Adichie sobre El peligro de la historia única, que va por los 25 millones de descargas. Con casi un quinto de la población mundial, la mortalidad del continente negro aporta sólo un 3,5 % del total del planeta. África esquiva al coronavirus y estos titulares apenas se abren paso en las cabeceras. Se sabe ya que el milagro no obedece sólo a la inexactitud de las cifras, no más escurridizas que las de otros gobiernos. Tampoco la demografía (jóvenes) lo explica todo. El Finnancial Times ha elogiado ya el buen hacer y la coordinación de sus políticos pero apenas ha trascendido a este lado del globo. Envejecidos, sobrealimentados y abotargados, con un estilo de vida de puertas adentro, esta pandemia parece dibujar la caricatura del europeo medio e ir más allá: nos lanza una advertencia mortal. Ahora somos nosotros los que debemos de inspirarle una lástima condescendiente al africano, pero nadie parece caer en la cuenta.
En su charla viral, la escritora nigeriana describe la forma en la que las historias sesgadas que impone el Imperio retiran la dignidad a los pueblos y provocan una constelación de emociones que no sólo es simplista, sino injusta. Chimamanda es contadora de historias, por eso se ha interrogado con más ahínco sobre las realidades que levanta una ficción. Desglosa con naturalidad sus primeros pasos con la lectura y cómo la historia hegemónica, la del canon europeo que poblaba los libros a su alcance, la iniciaba con siete años en la escritura de unas ficciones obtusas para ella, pobladas de rubios con ojos azules que comían manzanas en vez de mangos y discurrían sobre el clima y la irrupción de los días soleados. Chinua Achebe, Camara Laye y otras voces poderosas de la literatura africana que ha sido su inspiración reivindican un “equilibrio de historias”. Ella misma, apoyándose en anécdotas de su propia cosecha, confiesa sus prejuicios superados sobre la familia pobre de su criado Fide o la atmósfera de vida entre inmigrantes mexicanos (tan distinta de la cosificación a la que los había sometido el debate monolítico en EEUU). Comprobó que todos ellos podían hacer cosas, sonreír, hablar por sí mismos o perseguir sus sueños. “El problema con los estereotipos ─resuelve─ no es que sean falsos, sino que son incompletos”. Una sola mirada sobre África, igual que sobre el enfermo mental, o sobre el diferente o el exótico, impide pensar al que mira que el objeto de su curiosidad pueda parecerse a él de alguna forma. Impide la identificación y las sorpresas. Y lo que es peor: impide que el objeto de la mirada se convierta en otra cosa. A menudo le digo a la enfermería o a los residentes que la lista de sueños que tiene un enfermo mental es todo menos alocada; no desean viajar a Marte sino tener un trabajo, una pareja, una familia. La gente de Nigeria sufre un montón de irritantes incomodidades, confiesa la escritora en su TED, pero emprende y fracasa, o no fracasa, “a pesar de su gobierno y no por causa de su gobierno” Se me hace inevitable pensar en la resiliencia de mis padres y de tantos otros españoles de posguerra. Construyeron el país que tenemos sin esperar a que llegase una democracia feliz: simplemente iban detrás de lo que querían, caían y se levantaban. Vivían.
“¿Escuchaste ya mi canción?”, pregunta una las pacientes más odiadas del centro. Ha sido víctima de mi norma y ha sido bien historiada durante la pandemia. Antes no había compañero que no pusiera los ojos en blanco al mencionar su nombre. Durante años nos abordó de forma irregular y constante con exabruptos y demandas, hacía cócteles imposibles con nuestras recetas, nada le servía para nada. En abril no podía más y la cité cada semana para enterarme bien de lo que traía entre manos. Hablar. Escuchar. Aproveché el vaciamiento de las salas de espera y su rabia se fue adelgazando como un caramelo retenido en la boca. Su puesta en escena era terrible antes que eso: soberbia, ególatra, exigente y despectiva. Fijamos un intercambio y un encuadre. Me proponía enseñarle normas sociales, empatía, una forma distinta de hablar y escuchar, más operativa, que la sacara de la lenta destrucción que nos hacía atestiguar cada semana.
Ocho meses después sigue con una larga lista de problemas pero está cambiada y agradecida. No puede obsequiarme como otros pacientes porque no tiene un huerto de naranjas ni un terrenito de secano, pero me insiste en una canción y un autor: Jorge Drexler. Nunca me acuerdo de su petición pero ella ya no se irrita con mis olvidos.
Una jornada ni más ni menos dura que las demás me detengo antes de arrancar el coche y la busco en Spotify antes de conducir a casa. Las estrofas del uruguayo llenan pronto la cabina y me envuelven, me sobrecogen. “Supe que de algún rincón lejano, de otra galaxia, el amor que me darías, transformado volvería algún día, a darte las gracias…” Nada es más simple, nos recuerda el artista en su genial estribillo, nombrando juguetonamente las leyes de la física. “No hay otra norma, nada se pierde, todo se transforma”.