Llevamos ya diez días en los que todos quienes formamos parte del sistema judicial (magistrados, fiscales, abogados, procuradores y ciudadanos), soportamos la huelga indefinida de los LAJ´S (Letrados de la Administración de Justicia) figura muy relevante en un juzgado o sala, dado que dependen de ellos multitud de actuaciones.
Según los organizadores de la huelga, hasta ayer había disminuido un 90%, la emisión de mandamientos de pago o, lo que es lo mismo, se encuentran casi paralizados los pagos que los juzgados hacen a los ciudadanos derivados de haber ganado los juicios en los que estos se ven inmersos; y se han suspendido 90.000 señalamientos en todos los Juzgados de España. Si la Justicia ya lleva retraso, encajar esas decenas de miles de señalamientos posteriormente generará un atasco mayor.
Según parece, al Ministerio de Justicia, que es el “empresario” de los LAJ´s, ni está ni se le espera tratando de llegar a un acuerdo que desconvoque la huelga.
Es mi opinión que la percepción que de los servicios públicos tienen los ciudadanos tiene que ver más con cómo se les atiende, no tanto con el resultado. Si voy al médico de mi ambulatorio, y en ese momento me escucha y me da solución, entenderé que los servicios de salud van muy bien y están bien gestionados. Sin embargo, si acudo al centro de salud y me exigen que pida cita y que la próxima libre es dentro de veinte días, diré (con razón) que el servicio público sanitario está mal, fatal gestionados.
Este patrón se reproduce en la mayoría de servicios públicos que se prestan al ciudadano: los colegios públicos, la policía, la administración local… Sin embargo, este modo de valorar un servicio público quiebra brutalmente en la percepción que tiene el ciudadano de la Administración de Justicia:
En todo procedimiento —sobre todo en los civiles y laborales, que son los que afrontan la mayoría de ciudadanos, aunque en la jurisdicción contenciosa pasaría algo parecido (y dejando aparte la penal)— hay siempre, como mínimo, dos partes: demandante y demandado, y uno de ellos ganará y el otro perderá el juicio. A uno se le dará la razón en todo o mayoritariamente, y al otro se le quitará. Y, además, este último deberá pagar los gastos procesales de la parte vencedora. Ese es nuestro sistema y así está previsto.
Ello trae consigo que la percepción ciudadana sobre el servicio público que da la Justicia se apoya en el resultado del pleito: si mi juicio ha tardado cinco años en resolverse, pero me han dado la razón y mi vecino se ve obligado a pagarme lo que me debía, la Justicia va bien. Si han tardado seis meses en resolverme, pero he perdido y encima tengo que pagar los gastos de la otra parte, la Justicia va fatal y seguro que hay una mano negra.
Llevo casi treinta años de abogado y este esquema se reproduce, básicamente, casi siempre. Y, la consecuencia de dicha percepción es que ni la Administración invierte lo necesario para que la Justicia funcione mejor, ni, por descontado, a la Sra. Ministra de Justicia le importa nada negociar con los huelguistas.
Porque por mucho (o poco) que se invierta en el sistema judicial, al final la percepción del ciudadano no dependerá del buen servicio, sino del resultado que obtenga en su pretensión particular. Y esa falta de inversión, a lo que se ve, no da votos. O uno que se gana por otro que se pierde: resultado neutro, cero grados, ni frío ni calor.
Otros servicios públicos, cuando sufren una huelga, consiguen una rápida respuesta de la Administración, no vaya a ser que el ciudadano se cabree más de la cuenta y luego no vote al político que gobierna, pero eso aquí no nos pasa ni nos pasará.
La gestión de la Justicia requiere, por tanto, de olvidarse de su consideración como servicio público y configurarla como derecho fundamental, para así obligar a las administraciones a gestionarla adecuadamente, y que sea rápida y efectiva como derecho del ciudadano. Mientras eso no llegue, al ministro de turno le van a importar una higa las huelgas, los retrasos y las tercermundistas carencias en la Justicia.
Triste pero real.