VALÈNCIA. “Las películas pueden ser tristes, oscuras, violentas, pero a la larga te hacen bien”, dice el personaje que interpreta Vicky Krieps en un momento de la película. Cine y vida. Es un binomio indispensable para entender la carrera de Mia Hansen-Løve, una directora que siempre ha utilizado las ficciones para verter muchas de sus experiencias personales y mirarse a través de ellas. Como en un espejo. Este juego especular está también presente en La isla de Bergman, incluso en su esencia narrativa. Los personajes se miran en aquello que imaginan hasta el punto de que no sabremos dónde empieza la realidad y dónde el relato.
Este dispositivo, en este caso, tiene que ver con la propia naturaleza de la película, un homenaje al cine de Bergman y de cómo su legado ha sido absorbido por las nuevas generaciones a través de diferentes sensibilidades, pero sin perder su esencia, la de escarbar en las contrariedades del ser humano, en sus miedos y sus fantasmas. La esencia de Bergman se encuentra presente de manera tanto metacinematográfica como física, a través de los paisajes que habitó, de los espacios en los rodó. Por eso, la directora establecerá vínculos muy sutiles en torno a esos lugares y cómo afectan o los perciben sus personajes. El más evidente es sin duda la habitación en la que se rodó Escenas de un matrimonio, donde se evidenciarán algunas de las fracturas que comenzarán a ponerse de manifiesto entre la pareja que conforman Sarah (Vicky Krieps) y Tony (Tim Roth).
A partir del momento en el que pisen Farö, la isla de Bergman, la noción de separación, de ruptura de lazos se irá haciendo cada vez más fuerte. Los dos se dedican al cine, él es director, ella guionista. Ambos aman el cine de Bergman, pero solo es ella quien cuestiona algunas cosas. ¿Si hubiera sido mujer habría podido desarrollar su carrera de la misma forma? ¿Qué separa la calidad humana de la cinematográfica? ¿Por qué era tan cruel con sus personajes femeninos? El pragmatismo y hermetismo de Tony chocará con la necesidad de Sarah sumergirse en una espiral de introspección que le hará replantearse los propios cimientos de su vida a través de aquello que está escribiendo. Su vulnerabilidad le hará abrirse en ese relato a sus propias dudas e insatisfacciones
La isla de Bergman se abre como una especie de viaje mitómano de verano, de excursión cinéfila a partir de la que recrear la vida y obra del cineasta, que incluye una caravana por todos los lugares emblemáticos en la que participará, como crítico especialista, nuestro Jordi Costa. Esa connotación turística también servirá para poner de manifiesto las diferencias entre Tony y Sarah. Ella iniciará su propio itinerario de autodescubrimiento, y la isla le servirá para exorcizar sus fantasmas, un concepto, que pululará a lo largo de la película, como si los espíritus que quedaron, tanto ahí en ese espacio como en el imaginario colectivo, ejercieran un poder revelador para la protagonista.
En un determinado momento, la película se desdoblará, añadiendo nuevas capas a la historia entre Sarah y Tony y poniendo de manifiesto de qué manera ella ha cristalizado la necesidad evocadora a partir de su sensibilidad. La imaginación como fuente de cristalización de nuestros deseos ocultos o reprimidos. Su historia habla de una chica, Amy (Mia Wasikowska) que llega a Farö para asistir a la boda de una amiga, a la que también está invitada su expareja, Joseph (Anders Danielsen Lie). Ambos tienen ahora sus respectivas vidas, pero ella no ha dejado de amarlo. Durante tres días compartirán celebraciones, encuentros y desencuentros. Es un relato tan pequeño como emocionante, repleto de melancolía y desazón, en el que se certifica la imposibilidad de mantener vivos los sueños de juventud en la edad adulta. También es una historia de decepción que abre la puerta a las brechas del destino, a los errores del pasado, al deseo y la necesidad de recuperar ilusiones que nos marcaron. Amy es en realidad el reflejo de Chris, de su decepción en el presente, de su vulnerabilidad y la materialización de su propia insatisfacción. Al principio de la película, la protagonista se pregunta por qué Bergman no fue capaz de hablar de la felicidad en un entorno tan idílico, pero lo cierto es que ella tampoco ha sido capaz. Algo en esos paisajes la ha atrapado y ha hecho surgir de forma reveladora sus verdaderas inquietudes.
La isla de Bergman parece surgir como un mecanismo para reflexionar sobre el cine, su herencia y nuestra propia vida. Sobre cómo nos afectan las ficciones, sobre cómo las incorporamos o nos sirven para identificarnos con ellas. Pero también es una película profundamente personal e introspectiva sobre la ruptura, los baches emocionales y la necesidad de encontrar una propia voz, de liberarse del yugo masculino y también de los referentes para volar sola.
Mia Hansen Love ofrece un relato luminoso en la forma y nostálgico en el fondo. Siempre transparente y honesto, herido.
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