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Bitácora de un mundo reinventado  / OPINIÓN

La locura de intentarlo

25/06/2021 - 

Sin recursos, sin cabeza, sin red de apoyo. En la indigencia y al borde de ser analfabeta, Anita no debía soñar con volverse un ser humano ordinario. Debía pedir su receta con diligencia y agachar la cabeza. Encadenar ayudas sociales, cursillos inútiles para justificarlas, novios tóxicos del barrio social, maltratos seriados. No debía arriesgarse ni tampoco nosotras con ella. Pero no cumplía ni los treinta años. En la hoja de ruta nos salía una dirección inútil porque ella no vivía allí: alternaba terrados, coches y casas “de patada”; el hospital a domicilio había que adaptarlo a la paciente nómada. Durante años, a menudo tuve que oírme en el equipo que estaba alimentando una quimera. “Esta chica lo que necesita es un ingreso…” Pero internarla implicaba separarla de sus dos amores: Perla y Braun, dos chuchos de acogida. Cuidarlos era un acto de reparación y el eje de su vida, porque ella también era mestiza y callejera. Rehabilitarla era tiempo perdido. Entre mis colegas, provocaba esa incredulidad despectiva con la que se mira al que está tomando riesgos que parecen molestos. ¿Qué irrita tanto cuando se sigue una ilusión? Posiblemente se enfrente la pasividad de los demás o su pesimismo endógeno. Se les ponga en evidencia.

Pero no era mi sueño, insistía yo, sino el de ella. Y me desgañité explicando que sí, que todo podría irse al garete y nadie, yo menos aún, tenía la respuesta. Que el alquiler que habíamos negociado para la chica podía quedar impagado, y el trabajo precario en despido (como así fue). Quién sabía. Pero no saber no implica no hacer. Al fin y al cabo sería su fracaso, el fracaso al que ella merecía exponerse, como cualquier enfermo mental, como cualquier persona. 

En estas tardes raras que llueve tierra y el cielo de junio se hace marrón, me digo si ya estamos en esa película distópica en la que el planeta se llenaba de polvo. Si el abatimiento nos ha clavado en el sitio, ¿hemos perdido la noción de riesgo? En la era del Big Data, nadie se la juega. En las escuelas ya no se enseña la incertidumbre, en las casas tampoco. Compramos el relato del control y la previsión, por eso el riesgo no es vida sino locura. Aventura. Temeridad. En este país, quien alimente lo contrario al pesimismo o la pasividad está fácilmente bajo sospecha. Quien emprende es un idiota. Loco perdido.

Los indultos del procés toman estos días los titulares cuando aún nos sacudimos las cifras de la pandemia. A pesar de un año y pico de sobresaltos, la neurosis de control todavía sigue en pie y nadie quiere moverse sin saber el resultado. Ya no hay que mirar al cielo antes de salir de casa: el algoritmo nos dirá si hoy llueve, con qué probabilidad y a qué hora. Pero se olvida a menudo que el afán de control lleva a la furia. O a la parálisis. Y la parálisis se parece mucho al reino mineral, no al nuestro.

¿Quién sabe a dónde llevará esta mano tendida a los presos catalanes? Javier Cercas, en una lúcida reflexión que publica El País, duda de que el mismo Gobierno lo sepa. No es lo determinante. El acento está en moverse, en cambiar el relato. No juzga a quienes opinan que el gesto es inútil o peor que inútil. No puede saber si lo es, ¿quién lo sabe? Pero destaca muy bien el nerviosismo entre las filas de quienes sacaban fuerza del lamento. “La víctima es el héroe de nuestro tiempo señala Daniele Giglioli en Crítica de la víctima─. Ser víctima otorga prestigio, exige escucha, promete y fomenta reconocimiento, activa un potente generador de identidad, de derecho, de autoestima. Inmuniza contra cualquier crítica, garantiza la inocencia más allá de toda duda razonable. ¿Cómo podría la víctima ser culpable o responsable de algo?” Así advierte sobre cómo los populistas rentabilizan el sufrimiento, nos dicen que no somos lo que hacemos sino lo que hemos padecido.

No soy jurista, ni sé gran cosa de política. Pero he comprobado a menudo cómo una medida de gracia rompe el juego de la víctima y el verdugo. Cambia el equilibrio de fuerzas. En las familias mal avenidas, apenas se practica. Sin embargo, todo aquél que se hable aún con sus parientes podrá hacer recuento de las veces que ha indultado a los suyos. Confiar. Perdonar. Una locura con la que salir del bloqueo y los sentimientos polarizados, contra la coraza del resentimiento. 

Hoy, en un correo que me escribe, Anita adjunta por fin su contrato de camarera fija discontinua. Me escribe orgullosa tres años después de empezar las visitas. Todavía hay días malos, muy malos, y quiere que hable con su jefa porque teme que la eche a la calle por ser tan lenta. Pero ha movido ficha. Se ha atrevido a saber. Ya no habla de los demás como causantes de su infortunio: ahora es ella. Víctima o verdugo de sí misma. Lo que quiera. Y desea seguir equivocándose. Le gusta la lucha ordinaria, la del que madruga y padece, paga facturas, teme no llegar a fin de mes. No sabe cómo llegar a fin de mes. 

Pero ya no está quieta. Y no depende. Ni del resentimiento ni de los servicios sociales. 

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