El autor de Matadero 5, con una vida por temporadas tan intensa como literaria, se viste de ficción para escribir una historia de soledades y recuerdos tras la resurrección de su suicidio frustrado.
VALÈNCIA. Casi por norma, casi todos los libros de ficción que leemos son colecciones de biografías fantásticas, paisajes repletos de existencias fabulosas que no fueron, que no serán, árboles genealógicos que nunca han brotado más que en las páginas de esos automóviles para leyendas que son las novelas, transportes regionales, aeronaves transoceánicas si hay suerte y la acogida es mejor de la que se esperaba. Crear un personaje no del barro, sino de la blancura digital de una pantalla, es un acto de fe: ¿se obrará el milagro? ¿Podremos gritar con euforia aquello de “está vivo”? No existen números para contar las vidas que han emergido de la invención para estrellarse poco después en el muro de la apatía, del estancamiento, de la falta de tiempo -la primera causa de muerte violenta para protagonistas en la carretera secundaria de la literatura-. Muchos son abortados siendo solo embriones que crecen línea a línea. Otros llegan a madurar pero acaban confinados en esas residencias de la incertidumbre que son las carpetas con escritos sin publicar, o peor aún, en carpetas de discos duros a los que a medio plazo ya ni siquiera podremos acceder: esos discos duros donde quedaron fotografías de las primeras etapas de la fotografía digital -qué borrosas las vemos ahora, cuánta ilusión nos hacía entonces, cómo confiábamos en la tecnología del momento-, algunos documentos que considerábamos imprescindibles y que ahora no son más que basura en unos y ceros que solo nos inspira pereza, y escritos descartados que cada lustro, con suerte, son leídos con una mezcla de morriña y de vergüenza.
Son tantos los personajes que han perecido en la antesala de ser útiles que podríamos hablar de genocidio. Un genocidio silencioso, discreto, como suelen preferir los genocidas. Un genocidio perpetrado por miles y miles de personas que decidieron que no era mala idea jugar a ser dios, que se dice. Personas que consideraron oportuno o placentero poner una letra al lado de otra y así, ladrillo genético a ladrillo, hacer ser lo que era nada. Una letra, otra, otra y unas pocas más y de pronto tenemos a Gregorio Samsa. Una letra, otra letra, otras letras más, la Maga. Un buen puñado de letras dejadas caer con mayor o menor intención: Hans Castorp, Melmoth, Clara de Glencairn, Juan Muraña, Baltasar Espinosa, Lemuel Gulliver, Faustine y Morel, Anselm el pintor de Sitka, Roger Lobus, Isaac Erikson-Vargas, Stefano Lenz, Solange Heddar, Dmtri Maliánov, Randolph Carter, Drácula, Mina Harker, Abdul Alhazred, Herber West, Funes, Herbert Quain, Sumire, Bartleby, Ancas, Ijon Tichy, Harry Purvis, Hamid Parsani, Patrick Hannahan, Marcel Coscat, Simon Merrill, Prasanta Ramanujan, Arthur Dobb, Golem XIV, Cezar Kouska, Wilhelm Klopper, Kuno Mlatje, Alistar Waynewright. Todos ellos han nacido, eso sí. Han tenido suerte. Como Rabo Karabekian, aunque es difícil precisar si este último opinaría lo mismo.
La biografía de Karabekian sí discurre paralela a la de Vonnegut a veces, pese a que Karabekian era un pintor septuagenario con una vida cómoda, lenta y llena de memoria y perspectiva, un pintor fracasado por un accidente químico embarazoso que destruyó sus obras en diferido pero poseedor de una valiosísima colección de arte, y Vonnegut un veterano condecorado con el Corazón Púrpura que trataría de suicidarse sin éxito con una combinación no letal de alcohol y somníferos antes de escribir la autobiografía de Rabo Karabekian. Ambos, Karabekian y Vonnegut, comparten una visión sobre la vida vivida propia de quien ha sabido de cerca de la naturaleza trágica de ese verbo que lo contiene todo y cuyo gerundio es siendo, que es verdad solo hasta que deja de serlo. En Barbazul, el color azul de la portada se transfiere al mar junto al que se levanta la mansión heredada que habita Karabekian y cerca de la cual se esconde su cámara de los secretos, ese color azul luego sigue permeando y empapando la novela de Hermida Editores hasta que sale por el otro lado una vez hemos puesto fin a esta historia del periodo azul de un Vonnegut siempre malherido y sangrante pero entero en su crítica y vigente en su humor lánguido. Escogió Vonnegut a los armenios en uno de sus últimos gestos literarios como símbolo del dolor y de la belleza de la resistencia. Ser o no ser. Linem kam chlinel.
Colectivo Bruxista publica esta historia del escritor, guionista y músico que desciende hasta las oscuridades más matéricas del fanatismo cuando asesina la infancia
El catálogo de divulgación científica de Alianza Editorial es una estación cósmica, y cada novedad, un billete de ida y vuelta a los límites del conocimiento más asombroso