Hoy es 10 de octubre
VALÈNCIA. Desde el día en que nació, a la música pop la vivimos como una nueva religión. No en vano los artistas se convierten en ídolos y sus seguidores, si se lo toman muy a pecho, entonces se convierten en fanáticos. Desde que los Beatles irrumpieron en escena, ciertos discos pasaron a ser biblias y la admiración por determinados artistas adquirió la categoría de culto religioso pagano. Lo que diga, por ejemplo, Bob Dylan, no es que vaya a misa, es que es misa. Dylan tiene seguidores y tiene creyentes, lo mismo que los tienen John Lennon, Lou Reed o Madonna, que estuvo muy acertada cuando eligió el nombre artístico.
Hay en la música negra una profunda raíz espiritual. El góspel es música para comunicarse con Dios y el soul, tal como su propio nombre indica, es la música del alma. Y fue nada menos que Brian Wilson quien describió la música que estaba haciendo en ese momento –el álbum Smile de Beach Boys- como “sinfonías adolescentes para Dios”. Pero el público nunca se conformará con abrazar las referencias místicas. Hay quienes contemplan al artista como un ser divino, que antes resultaba inaccesible. A través de las redes sociales, las muertes y los cumpleaños van fabricando diariamente una iconografía y un relato muy similar a los que rodean a las antiguas deidades.
Un artista X cuelga una foto o un vídeo en las redes y a continuación aparecen docenas o centenares de comentarios que recuerdan mucho a las cantinelas que se oyen si asistimos a una ceremonia católica. Es como si el o la artista X dijeran roguemos al Señor y el público contestara, te rogamos, óyenos. Las redes están repletas de comentarios de admiración que, ante todo, lo que muestran es una devoción casi ciega. El ídolo da detalles de su vida, su trabajo, las fiestas a la que va, y sus fieles dicen amén y entre todos le cantan un góspel pagano. En mi tierra, el segundo domingo del año, la Virgen de los Desamparados sale de la basílica para encontrarse con una multitud que quiere admirarla y, a ser posible, tocarla. Lo que diferencia a la geperudeta de los ídolos de la canción o la televisión es que no necesita guardaespaldas ni que le acoten el recorrido con vallas de seguridad, como pasa en los photocalls y las alfombras rojas.
A la geperudeta y a Beyoncé les gritan lo mismo: ¡Guapa! ¡Bonica! (bueno, lo segundo es improbable que se lo digan en Los Ángeles o en Londres o en Madrid, pero llegado el momento, seguro que existe una expresión similar). Lo que ocurre es que la geperudeta es un símbolo, representa algo sobrenatural creado por el ser humano para sublimar su espiritualidad, mientras que los ídolos que pululan por las alfombras rojas son humanos y, además, a modo de penitencia, sufren lo que no está escrito por culpa de los tacones. El santoral de la religión del pop no acepta por igual a personas que han muerto y a muchas que siguen vivas.
John Lennon, Elvis Presley y Kurt Cobain son santos que entran dentro de la categoría de mártires. Pero ahora mismo no existe dios pagano cuyo poder sea comparable al de David Bowie, que, al morir en pleno apogeo de las redes sociales, Bowie fue inmediatamente canonizado. La industria del entretenimiento se ha encargado de fomentar ese culto hacia su figura que se antoja inagotable, de la misma manera que la iglesia católica se encarga de que siempre haya crucifijos, estampas y velas a disposición de los feligreses. Entre sus adoradores ya no hay solamente gente que conoce sus discos. Se adora su imagen y lo que para cada cual representa, sin necesidad de entrar en más detalles.
Los conciertos son los equivalentes de las misas y la eucaristía aquí se lleva a cabo con vinilos. Y como en el resto de los casos hasta ahora enumerados, nada de esto es ajeno al dogma de fe. Lo que es divino no se discute, se cree en ello o no se cree. Ahora mismo y más que nunca, los ídolos pop son presencias incuestionables. Se les adora sin discusión alguna porque el hecho de adorarlos y de tenerlos como referente hace que estemos conectados a algo superior que le da sentido a nuestra vida cotidiana. Antes del asesinato de Lennon, el gran dogma de fe eran los Beatles. A los Beatles no se les discutía nada. Eran perfectos porque eran divinos, y si había alguna mácula que reprocharles, pues ahí estaban Yoko Ono y Linda McCartney, las maría magdalenas de dicha historia.
En el siglo XXI, a los ídolos ya no se les cuestiona, simplemente se les adora. La posibilidad de que se produzca el milagro siempre está a la vuelta de la esquina. El milagro de que, algún día, los hermanos Cano resuelvan las diferencias que entre ellos puedan tener, y resuciten a Mecano. Y si no, quizá ese vacío espiritual quede resuelto por medio de la inteligencia artificial y así Mecano puedan resucitar sin tener que irse de gira y tener que aguantarse los unos a los otros. Ese tipo de milagro ya lo instauraron Abba el día que anunciaron que los veríamos actuar en directo sin necesidad de estar subidos a un escenario. Y a sus seguidores les pareció bien porque siempre es mejor recibir algún tipo de señal que no recibir ninguna.
Atrás quedaron los tiempos en los que las desavenencias personales y artísticas eran superadas y, un buen día, volvían del más allá Velvet Underground, los Eagles o los Pixies. La inteligencia artificial resucitará a Michael Jackson y quien sabe, quizá también a David Bowie. Y aunque haya feligreses que lo vean como una herejía, siempre habrá una mayoría que exclamen ¡aleluya! Esas apariciones marianas que son los anuncios de los carteles de los festivales. ¡Aleluya, hermanas y hermanos porque vendrán Blur y lo veréis pequeñitos y en pantallas gigantes, contagiados por el fervor religioso de otros miles de fieles. Tal vez haya que empezar a contemplar la música pop desde una mirada agnóstica, aún a riesgo de terminar como Galileo.