Zidrou y Aimée de Jongh han dibujado una historia que reivindica el sexo a partir de los 60 años y trata sin tabúes ni moralinas los problemas de la soledad en los mayores. El gran valor de la obra reside en que los personajes tienen conductas que no son aceptadas por la moral actual, pero el guionista no los corrige ni reconduce hacia la virtud. Su historia se muestra con aristas, sin intenciones de agradar ni ofrecer enseñanzas morales. Aire fresco.
VALÈNCIA. Destacamos hace unos años que si los guiones de Zidrou tenían una virtud era que tocaban puntos sensibles que nadie solía atreverse a abordar. Cruzaban las líneas rojas de la complacencia y el confort que exige el lector contemporáneo para validarse con sus lecturas. De forma muy sencilla, sin escándalo, el francés siempre logra perturbar a la vez que conmueve y emociona. Es, no cabe duda, uno de los grandes guionistas de cómic de nuestro tiempo y ha logrado que su estilo sea tan inconfundible como no exento de sorpresas, lo cual es tocar el cielo en una disciplina creativa.
Oberon lanzó en España hace seis meses una de sus últimas obras, La obsolescencia programada de nuestros sentimientos, dibujada por Aimée de Jongh. El planteamiento de la historia comienza cuando Ulises, el protagonista masculino, es prejubilado en el negocio de mudanzas en el que trabaja. De pronto se encuentra sin nada que hacer, sin rutinas que le exijan estar en algún lugar a una hora y constata que está solo. Es viudo, nunca se ha quitado la alianza del dedo, y sus hijos van a lo suyo. Hay detalles que lo muestran con dureza, como cuando en la cola del supermercado se pone en la más larga para ver si puede al menos intercambiar unas palabras con la cajera que ya conoce o cuando le dan pánico los ancianos que están sentados en el parque sin hablar, lo que le hace acelerar el paso. La monotonía empieza a consumirle y no es capaz de gozar en solitario -como los dioses o los locos, reza el dicho- porque aborrece el pernicioso vicio de la lectura.
Como protagonista femenina está Mediterránea. Mujer de 62 años de extraño nombre que ha pasado los últimos años cuidando a su madre y se encuentra con el vacío cuando esta muere. Trabaja en una fábrica de quesos y ve, día a día, cómo la vida se le consume y se le acaba sin aprovecharla. De Jongh brilla cuando nos la muestra frente al espejo analizando, parte por parte, cómo ha ido envejeciendo su cuerpo que de joven había llegado a ser portada de una revista erótica. Sin embargo, nunca se ha casado y eso la ha marcado.
Lógicamente, el relato se inicia en el momento en el que el azar quiere que estos dos personajes se crucen y se enamoren. Un amor que extrañará a los que les rodean. En el mundo de lo predecible y encorsetado, lo normal sería esperar un romance entre personas mayores, a punto de ser ancianos, un canto a la vida y una lista de motivos para desprejuiciarnos sobre las relaciones a esas edades de la vida. Es un cuento moral que ha sido llevado a la literatura y también al cine en numerosas ocasiones.
Pero se trata de Zidrou y si algo aporta este escritor son sorpresas. Efectivamente, el punto de vista de los artistas es subrayar que nunca es tarde para el amor y que en cualquier momento de nuestras vidas podemos encontrarle sentido. No obstante, con inteligencia el autor le pone a los personajes sesenta años, no ochenta ni noventa, lo que habría sido "muy de novela gráfica", y destaca sobre todo un aspecto de su relación: el sexual.
De manera aséptica, sin moralinas, el protagonista recurre a la prostitución cuando está solo. Están muy logradas las pocas viñetas en las que se resumen estos encuentros, con la soledad del putero y los impactos emocionales que tienen que suponer encontrarte en la mesilla de la cama donde estás con la prostituta una fotografía de su marido y sus hijos.
Una historia que pretenda presentar un romance en teoría extemporáneo, pero amable, entrañable, nunca pondría al protagonista como alguien que tiene una conducta rechazable en cuanto a lo más sagrado, la explotación de las mujeres. Dudo que algún guionista español se atreviera a plantear algo así sin castigarle o reconvertirle en la misma historia a la virtud.
Aquí no ocurre eso. Ese contraste es una de las aristas de un relato de contenido sentimental con el que se supone que hemos de emocionarnos. En cuanto a la mujer, su personaje también tiene una gran profundidad psicológica, la que da de sí unas pocas viñetas, pero la muestra aterrorizada por envejecer. Está traumatizada desde pequeña por la bruja de Blancanieves y esa fobia infantil vuelve ahora que es mayor porque ante el espejo en lugar de su imagen cree encontrarse ante el dibujo animado de la factoría Disney.
En este cuento la pareja le tiene pánico a envejecer y no hay ninguna moraleja ni enseñanza en la historia que les corrija. Ellos siguen en su huida hacia delante, ignorando su edad incluso en asuntos realmente graves que no pueden ser destripados aquí sin que la obra pierda su capacidad de sorpresa, que es bastante elevada. Lo quieren todo y lo quieren ahora porque han experimentado la nada.
Si bien el dibujo no es espectacular, sí que resulta muy convincente cuando muestra los cuerpos desnudos de los personajes y las escenas sexuales. Es algo que deliberadamente los autores querían reflejar para romper con los tabúes, aunque no tuvieran necesidad alguna de enviar ningún mensaje. Al menos eso dijeron en entrevistas, como si transmitir lo lacerante que son las rutinas conforme se envejece y la pesadez de la vida cotidiana no fueran ya de por sí un mensaje lo suficientemente abrasivo. La intensidad de la existencia es lo único que importa y con esa cuestión no hay comodidades que puedan engañarnos, ni conseguiurán que nos autoengañemos, porque la edad todo lo saca a flote en el coco. Es una ley inexorable.