Si en el último concierto de la Orquesta de la Comunidad Valenciana, acompañando a Plácido Domingo, se escuchó a una formación desganada y en declive, la actuación de este sábado nos devolvió la imagen original: seda en las cuerdas, colorido en los vientos, empaste como grupo y sutileza en el fraseo
VALÈNCIA. Dirigía Roberto Abbado, quien, tras la dimisión de Fabio Biondi, es –al menos durante este año- el titular de la orquesta. Se ha comentado mucho la famosa encuesta donde ninguno de los profesores de la orquesta había propuesto al maestro milanés como candidato para la futura dirección. Tampoco a Biondi. Este optó, al enterarse, por la dimisión. Pero Abbado se quedó este año (el que le resta de su contrato), y se responsabilizó de llevar la batuta en tres óperas (I Masnadieri, Rigoletto y Lucia di Lammermoor), además del concierto que hoy nos ocupa.
Y los músicos, afortunadamente, volvieron a tocar como antaño. Ignoramos si se han solventado los problemas que, en su día, propiciaron la baja aceptación de Abbado en la encuesta o si, simplemente, le respetan como director, poniendo sobre el tablero toda su técnica y musicalidad. Lo cual no es poco.
Empezó el concierto con la Cuarta Sinfonía de Gustav Mahler, un compositor que sonará seis veces en València esta temporada, contando las sesiones que se le dedican en el Palau de la Música y en el de Les Arts. En concreto, la misma partitura del sábado fue interpretada por la Filarmónica de Luxemburgo y Gustavo Gimeno el pasado mes de noviembre, en una magnífica versión presentada en el auditorio de la Alameda.
También lo fue la escuchada el día 12 en Les Arts. Quizá algo menos dramática que la de Gimeno, algo más preciosista, pero coherente de principio a fin. Desde los primeros compases se apreciaron el fraseo elegante, la expresión sin amaneramiento y una gran transparencia, que otorgaban un lujoso marco a los excelentes solos instrumentales que hubo durante toda la sinfonía.
En el segundo movimiento, los dos violines del concertino (uno de ellos afinado un tono más alto) provocaron en el oyente la desazón voluntariamente buscada por el compositor, que enmarca tal discordancia en el carácter algo grotesco que muestra aquí la partitura.
El tercero fue presentando, una a una, todas las secciones de las cuerdas: violonchelos sobre pizzicato de contrabajos, violas, segundos violines y, por último, violines primeros. Cada una de ellas se esmeró en cuanto a fraseo y sonoridad, dando paso luego a unas refinadas maderas que acudían a las dramáticas llamadas de las trompas. Fue girando y girando, con infinita melancolía, hasta desembocar, sin interrupción, en el cuarto. Es aquí donde aparece la soprano (Elin Rombo) para contarnos las delicias terrenales (comida y bebida estupendas) de la vida celestial, con los santos preparando y sirviendo exquisitos manjares. Abbado eliminó cualquier deslizamiento hacia la blandenguería con los secos trallazos orquestales entre estrofa y estrofa. La soprano sueca cantó con gusto, aunque no favorecida por las dimensiones de la orquesta y las características acústicas del auditorio superior de Les Arts. Fue, con todo y por parte de todos, una bella y coherente lectura de Mahler. Lectura cuya comprensión –también en el aspecto estilístico y musical- aumentó gracias a la proyección traducida del texto cantado en la pantalla disponible sobre el escenario.
Vino después una entrañable obra de Samuel Barber, compositor norteamericano nacido en 1910 y fallecido en 1981: Knoxville: Summer of 1915, op. 24, una nostálgica partitura, con pinceladas descriptivas, escrita en 1947. Al escucharla resulta difícil no recordar el espíritu también presente en varios films de los años 50 y principios de los 60, donde las pequeñas poblaciones americanas, con sus personajes y –sobre todo- sus niños y adolescentes, reciben e interiorizan los estímulos y temores que provocan en ellos la Naturaleza y la gente que los rodea.: aquellas inolvidables imágenes de “Matar a un ruiseñor”, por ejemplo, o las también exquisitas de “La noche del cazador”. La traducción del texto se proyectó asimismo, como debería hacerse siempre, en la pantalla. Cantaba la misma soprano, Elin Rombo, cuya voz, grata, natural y muy apropiada a la música, resultó favorecida esta vez por una notable disminución de los efectivos orquestales.
Se escogió para acabar la Tercera Sinfonía de Schubert, obra encantadora aunque su ubicación en el programa, tras Mahler y Barber, pudo resultar extraña.. Compuesta por un Schubert de 18 años, nos parece encontrar ella rasgos de Mozart, Haydn y Beethoven. Se ha hablado incluso de los ecos de Rossini que se observan en el cuarto movimiento, ecos que también podrían rastrearse en el primero. Más lejana parece la música del propio autor, sobre todo si pensamos en sus últimas sinfonías.
Esta obra proporciona indudables ocasiones de lucimiento a los solistas individuales, y oboe, clarinete y fagot mostraron limpiamente sus habilidades. También trompas y flautas. Y la orquesta como grupo, con la energía del primer movimiento, la gracia de los intermedios y el vértigo del último, restituyó al público el virtuosismo y la expresividad que estábamos empezando a olvidar.
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