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la encrucijada / OPINIÓN

La otra guerra: Putin contra Rusia y contra nuestro tiempo

15/03/2022 - 

¿Qué abrevia el camino hacia la irracionalidad? ¿Qué la hace tolerable e incluso deseada? ¿Por qué su extensión entre los seres humanos del siglo XXI? Confortados por el recorrido global de la Ilustración y del progreso conseguido por muchas de las sociedades desarrolladas, una dura pugna mental se opone a aceptar el avance de la irracionalidad. Y, en el corazón de sus dominios, la que hace que el territorio siga siendo objeto prioritario, e incluso único, de las actuales guerras. Se podrá decir que tal hecho resulta obvio en un orden mundial basado sobre Estados cuya primera expresión concreta reside en la fijación de fronteras, en superficies delimitadas que dan pie a la determinación de soberanías excluyentes.

La anterior afirmación no obsta para que nuestra actual percepción del mundo acoja una nueva constatación: la creciente erosión de las fronteras tradicionales como contenedores de aquella soberanía. Los aviones pueden volar y los deportistas practicar sus respectivas disciplinas porque existen estándares internacionales que fijan las mismas normas con independencia del territorio concreto en que aterrice el avión o se juegue el partido de fútbol. Los científicos pueden colaborar entre sí porque comparten lenguajes comunes que posibilita a un científico nipón la comprensión de las aportaciones de su colega valenciano. Los médicos y otras profesiones han desarrollado un conjunto de códigos conceptuales y teóricos que allanan el camino al diagnóstico compartido.

Las anteriores normas, lenguajes y códigos en ningún caso han sido un resultado espontáneo: han precisado de una extensa y paciente tarea de colaboración entre los países y sus gentes, facilitada por la creación de instituciones internacionales con capacidades delegadas que demuestran la superioridad de la colaboración frente al aislamiento de los Estados: la compartición de reglas proporciona una eficiencia extraordinaria que es bien conocida, asimismo, en los intercambios económicos.

Tampoco las fronteras constituyen el criterio delimitador del espacio virtual. La inconmensurable extensión de la digitalización se ha producido merced a la reducida altura de las barreras estatales, con la salvedad de aquellos países que no soportan las libertades como extensiones de la plenitud vital y cívica. La fuerza de lo constatable se añade a lo anterior cuando observamos otros fenómenos que testimonian la obsolescencia de las fronteras físicas. La crisis financiera de 2008 no admitió aislamientos estatales para combatirla. La pandemia de la covid ha hecho estallar los límites subrayados en los mapas políticos. El carácter mundial se encuentra presente, asimismo, en el cambio climático: los flujos atmosféricos y los gases que acumulan disponen de una dinámica propia y la permanencia de las fronteras físicas, cobijando cientos de soberanías con intereses diferentes, constituye el primer problema actual para neutralizar el avance de la huella de carbono.

La cooperación entre los países, la colaboración entre los creadores del saber científico y tecnológico, la difusión de la igualdad real de los seres humanos más allá de su género, etnia u otro factor de la lotería natural y la protección de los bienes comunes que permiten el hecho de vivir sin erosivas zozobras, constituyen objetivos vinculados al espíritu del siglo XXI. Más allá de los estereotipos culturales que tienden a recordar la diferenciación, se necesitan mareas de fondo que recalquen la debilidad del ser humano cuando se clausuran o entorpecen las vías que lo enlazan con otros miembros de su especie.

El desguace progresivo de las fronteras por vías pacíficas es la respuesta que espera la nueva Ilustración a forjar en nuestro siglo. Por esa misma razón, una de las mayores amenazas del tiempo presente reside en el alejamiento entre las construcciones políticas aislantes o agresivas y la naturaleza de las amenazas descontroladas y globales que cercan el futuro de las personas. Una distancia que ahora se intensifica con la invasión rusa de Ucrania y el redoble de sus tambores: una decisión de guerrear que subasta a la baja el valor de la vida humana, descoyunta los acuerdos pactados años antes e introduce el matonismo como argumento disuasorio; algo provocado cuando los grandes problemas del planeta reclaman los mayores esfuerzos de colaboración jamás conocidos, las mayores acumulaciones de diálogo y negociación internacionales, la mayor necesidad de crear instituciones globales de gobernanza que se adapten a las circunstancias de nuestro tiempo.

Los juicios sobre la infame invasión de Ucrania ya se han expresado en múltiples variedades y matices. Asombra, en particular, la irracionalidad concreta que habita en la mente de un gobernante de extensa experiencia como Vladimir Putin. Ha despreciado los argumentos y pruebas empíricas que avalan la colaboración como senda de las mejores políticas internas y externas. Ha preferido regresar a las heces de la historia para reencontrarse con nuevos rostros fascistas, carroñeros de la mentira y enemigos de esa esencia humana que llamamos pluralidad. Su apuesta es por la del territorio como símbolo de poder, cuando éste se encuentra concentrado en un puñado de ciudades y áreas urbanas, colmenas de riqueza y talento, cuya superficie es su característica menos resaltada: ciudades y áreas que, en todo caso, no han florecido en Ucrania ni en Rusia. Putin es un gobernante de ideas viejas, atrapado por una melancólica soberbia; un personaje que bucea en las nieblas de una historia que no puede permitirse reediciones porque los Estados encuentran su presente y futura utilidad en las aportaciones que realicen al reforzamiento del ser humano como especie; no a la del ser humano como titular de un pasaporte individual, excluyente y amenazante.

Putin no guerrea a favor de una Rusia con aspiraciones de credibilidad y dignidad. Más aún: lucha contra los intereses de su pueblo que, en el siglo XXI, son los del conjunto de la Humanidad. Lucha contra el bienestar de su país, inyectándole lo que será levadura de desprestigio externo y malestar interno. Algo que recaerá sobre un pueblo, el ruso, que ha sufrido, en los últimos 100 años, la acumulación de insufribles plagas de violencia, dolor, destrucción y anulación del ánimo vital. Ante este hecho, la Unión Europea deberá ser firme, pero nunca insensible: sus restricciones merecen atar corto a los de arriba, pero evitando que su efecto golpee a los de abajo; estamos contra Putin, no contra una ciudadanía rusa, mayoritariamente trabajadora y frágil, a la que se le ha arrebatado la capacidad de influir democráticamente sobre el presidente de su país.

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