GRUPO PLAZA

TRIBUNA LIBRE / OPINIÓN

La pederastia eclesiástica

30/08/2018 - 

Un antiquísimo problema de la Iglesia católica ha vuelto a golpear las conciencias del mundo entero: los abusos sexuales continuados realizados por sacerdotes a niños y su ocultamiento sistemático por las autoridades religiosas en todos sus niveles hasta llegar al mismo Vaticano. En esta ocasión se trata de los abusos sufridos por menores en el Estado norteamericano de Pensilvania, donde el informe judicial que se ha hecho público en estos días identifica a más de 300 "curas depredadores" que violaron y torturaron durante setenta años a unas mil víctimas, sólo en los casos que han salido a la luz.

Los investigadores del FBI que se ocupan del asunto han establecido que el ocultamiento de los abusos por parte  de los prelados se remonta a más de medio siglo. Pero el problema viene sin interrupción de muchos siglos atrás. Como detalla John Cornwell en su estudio histórico sobre la confesión al oído católica The Dark Box. A Secret History of Confession, fue ya con el fin de atajar los escándalos sexuales ocurridos en la confesión auricular por lo que el Concilio de Trento (s. XVI) auspició la instauración del mueble que conocemos con el nombre de confesionario.

El padre jesuita Giacomo Carvajal, comisionado para redactar un informe sobre los abusos sexuales en la diócesis de Milán antes de la Contrarreforma, había terminado por admitir que las agresiones eran demasiado abundantes para poder enumerarlos. Cuando el cardenal Carlos Borromeo inventa esta garita confesional, lo acompaña de unas Advertencias a los confesores (1574), una de las cuales prohíbe explícitamente al confesor hacer proposiciones sexuales y vender absoluciones, tan comunes hasta ese momento en la administración íntima del sacramento sin barreras de por medio. El mueble confesionario impulsado por Borromeo establecía precisamente una barrera que encerraba al confesor entre tres paneles y dejaba la puerta frontal abierta para que su actitud corporal quedase a la vista de los fieles. El panel que separaba al confesor del penitente, además, disponía de  una rejilla u una cortina que impedía el contacto visual.

El acoso sexual continuó, sin embargo, debido a la intimidad del diálogo y a la necesaria revelación de secretos sexuales a un hombre célibe. La martingala eclesiástica para eternizar una situación tan explosiva fue la metonimia perversa en virtud de la cual el confesor representaba "el oído de Dios", un órgano neutro tan fiable como el mismo Señor de los Cielos que oía desde arriba las embarazosas intimidades. "Quien actúa en obediencia de un confesor pío y prudente", escribía Alfonso María de Ligorio en El camino de la salvación y la perfección (1767), "actúa no sólo sin dudas, sino con la mayor seguridad que puede haber sobre la tierra; según las divinas palabras de Jesucristo, de que aquel que se confiesa con sus ministros es como si se confesara con él". 

El terrorismo confesional sobre los niños que a partir del Papa Pío X (encícica Quam Singulari) se extendió desde 1910 a lo largo del siglo XX por toda la cristiandad al rebajar la edad de la confesión de los 12-16 años a los 7-8 años se vio favorecido por la eliminación del confesionario. Volvieron entonces a menudear los tocamientos y acosos anteriores a Trento. La magnitud de los abusos físicos y morales de este sacramento basado en la patraña que deifica a los médicos del alma demasiado humanos sólo ha podido conocerse en tiempos recientes, con las declaraciones de sus víctimas en un ambiente propicio, las investigaciones académicas y los procedimientos jurídicos. Los testimonios de quienes fueron a confesar de niños suelen recordar una intimidad violada por la amenaza o la intimidación. El confesor solía preguntar a los menores si se masturbaban o tenían experiencias sexuales en el seno de la familia, y en general sobre asuntos y prácticas de los que nunca antes habían oído hablar. En otros casos, la amenaza de condena eterna por tocarse los genitales o tener pensamientos impuros causó estragos en las mentes adolescentes e indujo en ellas una ansiedad conocida como "escrúpulos de conciencia", un tipo de conciencia obsesiva basada en terrores prospectivos sobre el pecado mortal y el fuego eterno. 

Los abusos sexuales de niños que vienen sucediéndose en la historia de la Iglesia debidos al celibato de los sacerdotes, la impronta religiosa de la educación y el contacto íntimo sin testigos propio de la confesión fuera del confesionario (en la sacristía u otros lugares privados dentro y fuera del templo) han encontrado en la confesión del pecado a otro clérigo y en la absolución de este una vía de descarga de la conciencia que permite al abusador continuar indefinidamente con sus inicuas prácticas. El "asesinato del alma" con que se ha definido el abuso sexual de los niños por adultos es muy frecuente. Así lo ha mostrado por vía negativa la oposición de la Iglesia en España, Italia, Bélgica o Alemania a la investigación de los casos denunciados, y por vía positiva el John Jay Report que ya había dado cuenta de la existencia entre 1950 y 2002 de 6.700 acusaciones de abusos contra 4.329 sacerdotes de Estados Unidos, una pequeña fracción de la gran cantidad de incidentes que se sospecha no han sido denunciados por miedo o vergüenza. Los clérigos mantienen oculto este océano de iniquidades gracias, entre otros medios, a la confesión entre clérigos.

El sacerdote australiano Joseph McArdle, que sufrió seis años de prisión por sus abusos a niños, hizo saber que había admitido en confesión unas 1.500 veces sus abusos sobre centenares de niños. Treinta confesores distintos habían escuchado y absuelto sus actos pedófilos a lo largo de veinticinco años. "Cuando los niños se iban después de haberlos agredido, sentía una tremenda sensación de tristeza y de remordimiento [...] Me sentía tan afligido que iba a confesar todas las semanas". McArdle admitió que el único consejo que había recibido era que se arrepintiera e hiciera penitencia en forma de oración. Después de cada confesión, reconoció, "era como si hubiera caído sobre mí una varita mágica".

La socióloga Marie Keenan, del University College de Dublín, dirigió un proyecto que incorporaba a sacerdotes encarcelados por abusos, y a través de ellos quedó desvelada la estructura simbiótica que une por una parte el engaño mutuo que les beneficia a ambos y el autoengaño tanto del penitente como del confesor. John Cornwell resume el complejo proceso que sacó a luz la investigación de Marie Keenan: 

La mayoría de los sacerdotes que fueron entrevistados para el proyecto dijeron que habían ido a confesar sus "pecados" rutinariamente a un colega sacerdote, seguros de que sus crímenes estarían protegidos por el secreto de confesión: el padre "A", por ejemplo [explicó]: "Después de cada abuso, me sentía lleno de culpa y a la primera oportunidad buscaba la confesión y la absolución". [...] Admitía que, pese a que sus confesiones tenían "buena intención", había un sentido en que el asunto se desarrollaba a través de un "proceso mecánico". La absolución provocaba cierto grado de "alivio y sensación de un nuevo comienzo" `... Parecía inducir en mi conciencia la idea de que verdaderamente estaba haciendo un esfuerzo por cambiar y dejarlo [...] yendo a la confesión [...] no tenía que, ya sabes, contar toda la historia". 

Diciendo que no tenía que "contar toda la historia", el padre A estaba diciendo que había encontrado la forma de contarlo que le permitiera obtener la absolución sin ser totalmente franco con el sacerdote que estaba escuchando su confesión [...] Así, en vez de decir "Abusé sexualmente de un niño de nueve años en un acto de sodomía, y yo soy un sacerdote", podía decir: "Llevé a cabo un acto impuro con otra persona". [...] De tal forma, el penitente podía decir el pecado y sin embargo no decir el pecado, en una especie de doblepensar orwelliano [...] El incidente hace pensar en el papel de los confesores que conocían o sospechaban qué estaban confesando sus penitentes, y no reaccionaba como debían. En un momento de la entrevista, el padre A admitió su sorpresa por no haber sido reprochado más a menudo ("De todas las veces que me confesé haber abusado de un menor sólo una recibí una reprimenda o consejo para que no lo hiciera" [...] ¿Qué había en la mente de los confesores para impedirles la debida reprimenda? Mis intentos de averiguar el punto de vista del confesor no han prosperado. Sólo uno [...] admitió haber confesado en más de una ocasión por abuso sexual. "¿Qué le dijo?", le pregunté. "Nada. Le dije que rezara tres avemarías o algo semejante... En aquella época no pensábamos que estas cosas fueran tan terribles".

En el reciente caso de Pensilvania, el informe policial revela que existía en las distintas diócesis una especie de manual para encubrir la verdad, y entre sus diferentes técnicas figuraba la de los eufemismos en las investigaciones internas. Como hemos visto arriba, la técnica del eufemismo se afianza cuando todos los actores del drama están interesados en ocultar la verdad. Y esta que nos ocupa es una situación óptima, pues los obispos y cardenales encubridores saben que el alto riesgo de abusos y violaciones es intrínseco a la condición sacerdotal, y, en concreto, al celibato. El problema de fondo que la institución se niega a enfocar es que el instinto sexual es demasiado fuerte como para que pueda ser suprimido con un mero acto de voluntad (el voto de castidad) formulado a edad temprana. La Iglesia sólo podrá atajar este problema renunciando al celibato sacerdotal, como ya hicieron las confesiones protestantes o evangélicas siguiendo el viejo consejo de San Pablo: "Más vale casarse que abrasarse" (1 Cor, 7, 9). Todo lo que no sea modificar la causa del problema sólo llevará a la reiteración, siglo tras siglo, de los mismos escándalos que asoman como punta del iceberg ocultando el inmenso y frío témpano que se mueve, implacable, por debajo.

Noticias relacionadas

next

Conecta con nosotros

Valencia Plaza, desde cualquier medio

Suscríbete al boletín VP

Todos los días a primera hora en tu email


Quiero suscribirme

Acceso accionistas

 


Accionistas