VALÈNCIA. ¡Viva WhatsApp! ¡Muera la televisión! Se trata, sin duda, de una exageración que no se corresponde con la realidad, pero bien podría resumir cómo han encarado algunos partidos y sus líderes estas elecciones desde el punto de vista comunicativo.
En una sociedad líquida como la nuestra, en mutación permanente, quemamos etapas a una velocidad de vértigo, y eso se traslada también a la política y, muy especialmente, a la comunicación política. De tal modo que, si en el ciclo electoral de 2015 y 2016 la televisión, y particularmente los programas de entretenimiento, se convirtieron en terreno abonado para los líderes políticos y sus equipos, que entendieron que los platós eran the place to be, el lugar donde había que estar para acercarse al electorado, ahora el foco se ha trasladado a las redes sociales y a las aplicaciones digitales. Dicho de otro modo, si para conocer a los políticos en profundidad antes había que acudir a Cita con la vida, de María Teresa Campos, hoy en día nos basta con acceder al Instagram.
Este desplazamiento se debe, en buena medida, a que nos informamos cada vez más a través de las redes sociales, o eso dicen algunos estudios. Pero a nadie se le escapa que la irrupción de Vox y su estrategia comunicativa está condicionando al resto de partidos. Algo ciertamente inusual en un partido político que no dispone de representación parlamentaria, pero constatable si nos atenemos a su capacidad para marcar los tiempos del debate público gracias al uso de plataformas como Twitter, WhatsApp o Instagram, que le permiten amplificar un mensaje desinhibido y descarado, trufado de un lenguaje ofensivo e irreverente, con el que consiguen llamar la atención y causar indignación en medios y ciudadanos. Ya lo dejó meridianamente claro su líder, Santiago Abascal, en una de las escasas apariciones televisivas que ha ofrecido, en casa del showman Bertín Osborne: «Los medios nos tratan con mucha injusticia, no los necesitamos, llegamos a la sociedad con las redes sociales». En efecto, Vox es el partido que recibe más menciones en Twitter y, con más de 200.000 usuarios, este partido también es el más seguido en Instagram.
Esta indiferencia hacia la televisión supone toda una novedad en el ámbito español, pero refleja muy bien el momento que estamos viviendo en términos políticos y comunicativos. Donald Trump, por ejemplo, hizo algo muy parecido para ganar las elecciones en los EEUU. Su estrategia se fundamentó en lanzar provocaciones e ideas simples y emocionales, o directamente bulos, a través de las redes sociales, a las que Clinton y los medios convencionales no tenían más remedio que reaccionar, muchas veces de forma airada. A más interacciones, aunque éstas sean negativas, mayor visibilidad. Al final, se acabó hablando de lo que quería Trump. También el brasileño ultraderechista Jair Bolsonaro ganó las elecciones con mucha comunicación en redes y WhatsApp, desde donde consiguió marcar la agenda mediática a pesar de contar únicamente con ocho segundos de presencia televisiva al día y de no participar en ningún debate, habida cuenta de que no contaba con representación en el Parlamento.
Por distintas razones, tampoco el candidato socialista a la Presidencia del Gobierno, Pedro Sánchez, se ha prodigado en exceso por los platós televisivos, prefiriendo claramente las entrevistas informativas a las charlas «amistosas» del «infoentretenimiento». ¡Hasta parece esquivo a participar en el clásico debate televisado junto al resto de líderes! Si en las anteriores elecciones, Sánchez estaba «desatado» y entró telefónicamente hasta en Sálvame, el talk show de Telecinco, referencia en las tardes, en esta ocasión ha estado mucho más huidizo, prefiriendo limitar al máximo el contacto con el medio.
Tal vez se trate de un signo de normalidad, cuando la presencia de los políticos se reducía a los espacios informativos. O tal vez tanto él como su equipo entienden que tiene más a perder que a ganar, en un momento en el que las encuestas le son favorables. En todo caso, las críticas que está recibiendo en prime time por parte de los presentadores no le hacen ningún bien. Como pasó con el «plasma» y las ruedas de prensa de Rajoy, «desaparecer» no siempre es la mejor solución. A pesar de todo, la presencia de candidatos en programas como El Hormiguero (Antena 3), Mi casa es la tuya (Telecinco) o El Programa de Ana Rosa (Telecinco) y sus entrevistas infantiles, han dado buenos momentos televisivos desde la óptica del entretenimiento.
Para empezar, Pablo Motos entrevistó en El Hormiguero a Pablo Iglesias, Albert Rivera y Pablo Casado, por ese orden. Ni Sánchez ni Abascal han querido acudir al programa, como bien se lo ha recriminado el presentador. Lo cierto es que, a diferencia de las entrevistas anteriores a políticos, que recibieron muchas críticas por el tono y el sesgo del presentador, claramente favorable a Rivera y Soraya Sáenz de Santamaría en detrimento de Sánchez e Iglesias, Motos estuvo más comedido, más «neutral», y se agradeció. Aunque su «ojito derecho» sigue siendo el candidato de Ciudadanos, algo que parece imposible de ocultar. Seguramente, a ello contribuyó que las entrevistas fueron más informativas que las realizadas en ocasiones pasadas, donde Motos intercalaba preguntas serias con chorradas monumentales, conformando una escaleta difícil de catalogar. Ya se sabe que en el prime time la audiencia no puede pensar ni cinco minutos seguidos, y en El Hormiguero se sigue esa máxima a rajatabla. En estas entrevistas, en cambio, se ha optado por dejar las preguntas más «divertidas» y personales a las hormigas, y se ha reducido la participación de los políticos en el resto de secciones, ahorrando a la audiencia buena dosis de bochorno. En resumen, el programa y Motos han salido ganando.
Por su parte, a Mi casa es la tuya, el programa de entrevistas «campechanas» de Bertín, acudieron a comer Casado, Rivera y Abascal, cada uno por su cuenta. En los tres casos se repitió la misma estructura y el montaje alternado funcionó, en especial para comprobar que existen, a su pesar, más semejanzas entre ellos que diferencias. No aceptaron la invitación ni Sánchez ni Iglesias, como recordó el mismo presentador siempre que pudo. El ambiente, en ese «casoplón» de familia de derechas, no es el más propicio para estas formaciones, aunque el anfitrión se esfuerce en parecer friendly con todos. Sí que se evidenció la complicidad de Osborne con los tres, sobre todo con Casado. Es posible que el chuletón de Ávila que trajo tuviera algo que ver, si lo comparamos con la empanada de atún de Rivera y los pimientos rellenos de quinoa de Abascal que había cocinado su mujer, «naturalmente». En todo caso, las entrevistas se movieron entre las propuestas políticas y las cuestiones más íntimas y personales, en la línea del programa. También hubo momentos de «cuñadismo» puro y duro. Como cuando Bertín les inquirió sobre las virtudes de España y Casado soltó un “¡Tenemos un «pedazo» de país!” que bordeó el sonrojo. Lo más destacado, de todos modos, fue ver a un Abascal relajado en prime time, y cómo iba desgranando con pasmosa seguridad su ideario reaccionario sin parecer un demonio con rabo. Pocas frases, pero con absoluta confianza, que apelaban a las emociones, la identidad y el sentimiento. Más aptas para los 140 caracteres de Twitter que para un speech televisivo, pero muy efectivas comunicativamente.
En tercer lugar, nos queda El Programa de Ana Rosa, a donde acudieron Iglesias, Casado y Rivera (estos dos últimos se apuntan a un bombardeo) para ser entrevistados por un grupo de niñas y niños menores de 12 años con aspecto de colegio de pago. La verdad es que las entrevistas tuvieron cierta frescura, y los niños se mostraron mucho más interesados en cuestiones personales de los políticos, sobre todo de su infancia, que por cuestiones de la actualidad política, cuyas preguntas se notaba que habían sido preparadas en casa o por la redacción del programa. Algo bastante lógico, por otra parte. Aun así, los candidatos quedaron retratados más de una vez, como cuando a Casado se le «escapó» su visión poco igualitaria sobre los roles de género y adjudicó las Princesas Disney a las niñas y los coches a los niños; o cuando Rivera se puso de «perfil» a la hora de valorar la Guerra Civil, algo muy de su partido, y solamente supo definir el término «liberal» como un amante de la libertad; o cuando Iglesias no supo explicar por qué Superman es «de derechas» y Batman «de izquierdas» en tanto que defensor de los derechos LGTBI, y utilizó a veces un lenguaje demasiado elevado para sus interlocutores, más propio de un profesor universitario, que parece le cuesta abandonar.
Por último, no queríamos terminar sin mencionar cómo ha sido la presencia de los políticos en los programas de entretenimiento de À Punt, la televisión pública valenciana. Hay que señalar que los candidatos a la Presidencia de la Generalitat de las principales fuerzas políticas han pasado por el programa de humor Assumptes Interns, presentado por Pere Aznar. Un signo de normalidad política y comunicativa que hay que celebrar, y la verdad es que han dado «juego». Entre otras cosas, ya no seremos los mismos después de saber la querencia de Isabel Bonig, la candidata del PP, por el grupo de rock radical vasco Eskorbuto. Sin duda, habrá que analizar estos programas con detalle, puesto que existe un gran interés en conocer cómo se están abordando estas elecciones autonómicas por parte de la nueva televisión valenciana. Y lo tendremos que hacer cuanto antes, no sea que las televisiones sean irrelevantes en política. Una posibilidad que, tal como se suceden los acontecimientos, puede llegar más pronto que tarde.
Àlvar Peris Blanes es profesor de Comunicación Audiovisual de la Universitat de València