ASÍ FUE LA VIVENCIA

La primera ostra

El día que vi a mi ex desangrarse abriendo una docena de ostras con una navaja Opinel, y otras experiencias conscientes con el más preciado y fascinante bivalvo

| 25/01/2019 | 5 min, 30 seg

VALÈNCIA. Las ostras, para mí, son la primera y vital bocanada de aire después de bucear a pulmón libre hasta el límite de lo humanamente posible. Es la dulce privación de oxígeno al bajar tres metros, ponerse de espaldas al lecho marino y entrar en un estado de trance mientras se alucina con el reflejo del sol en las partículas sólidas embebidas por el mar. Ahí, en ese estado de suspensión mental y corpórea, están mis primeras ostras. Aquellas engullidas en un verano de extrañeza postadolescente, muda e inconfesable en el que el yodo era el medio. Las ostras son abstracción y satisfacción: hay paz en atrapar entre la lengua y el paladar la pureza salina de una ostra y morderla delicadamente para que se manifieste todo su sabor. Porque lo total, lo puro, crea certidumbre.

"Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes". El entrecomillado es de Ernest Hemingway, en un París que era una fiesta, y en el que el vacío y el miedo al mismo humedecía los bulevares y llenaba de humo y alcohol los cafés. Como en la actualidad, pero sin que la Ley 42/2010 en vigor. 

Anthony Bourdain describió en 'Confesiones de un chef' que su primera ostra fue bajo un sol de justici,a en una excursión a bordo de un pequeño bote de madera en La Teste-sur-Mer, un pequeño pueblo pesquero al sudoeste de Francia. Ahí, instigado por monsieur Saint-Jour, pescador cascarrabias de cara coloreada por la ingesta de burdeos, se atrevió a saciar su juvenil hambre con un molusco recién extraído del limo: ·Arrogante como nunca antes en mi corta vida, me levanté en el acto con sonrisa desafiante y me ofrecí para ser el primero en probarlas. Y, en ese inolvidable momento estelar de mi historia personal, en ese momento más vívido en mi memoria que tantos otros iniciáticos —el  primer coño atisbado, el primer porro, el primer día de instituto, el primer libro publicado o cualquier otro ‘primer’— disfruté de mi día de gloria (...) Sabía a agua de mar... a salmuera... a carne... y, de alguna manera, a futuro. Ya todo fue diferente. Todo".

Me hubiera gustado ir en el mismo convoy que Néstor Luján de camino a Arcachon, escuchando el acento de las landas girondinas que empujó a Bourdain a tragarse el viscoso animal. Me apuesto una caja de Spéciales Fines de Claire a que el gastrónomo catalán me habría hablado de las primeras ostras de los celtas en Francia, de las del Helesponto consumidas por lo griegos y del emperador romano Vitelio, que a modo de tentempié se zampaba sin pestañear 1.200 ostras. O eso dice la anécdota historia. 

De camino a Dénia, el restaurador Andrés Soler, de Ostrarium, rememora su experiencia inicial: "Mi primera ostra fue en un viaje a París a principios de los 90. Trabajaba en Moët & Chandon. Me llevaron a un sitio espectacular, uno de los mejores restaurantes de pescado de París. ¿Mis sensaciones? Bueno, todo lo que precede a una ostra: intriga, emoción. Por aquel entonces desconocía su complejidad. No sabía nada y era algo muy exclusivo en España, salvo en el Norte. Una ostra es como tu primer caviar, tu primer Dom Pérignon".  

Salva Barres, de Ostras Pedrín (locales en València y Madrid), no guarda un recuerdo sobresaliente de su primera ostra: "Sinceramente, mi primera ostra no me gustó. Luego sí, es ese sabor a cuando estás en el mar, te hundes y tragas un poquito de agua". Tampoco Leyre Gómez, directora comercial de Ostras de València, la comercializadora que cría Les Perles de València: "Hacía poco que había comenzado a trabajar en la empresa de las ostras y vino La Sexta a hacer un reportaje sobre nosotros. Para el final nos dijeron que brindásemos con champán y comiéramos una ostra. No me hacían mucha gracia, pero claro, eso no lo podía decir. Me la comí y, bueno, no me disgustó. Después de esa, me fueron gustando más hasta hoy en día, que me las como a pares".

Gloria, bióloga de la misma empresa, cuenta que cuando acabó la carrera fue a un congreso de acuicultura en el que regalaban ostras. La curiosidad le llevó a la cola del stand, era el correcto momento iniciático en el que adentrarse en la carne trémula del bivalvo. Fue llevársela a la boca, analizarla y volver a hacer la cola hasta tres veces. 

Como a otras muchas personas, la primera vez que fui al Observatorio de Patraix me metí en El Astrónomo, restaurante colindante de la misma estirpe familiar. La pizarra del local anunciaba una interesante oferta de ostras, que al salir de mi error y dar con mi mesa reservada se evaporó. Rememorando esas ostras fallidas le he preguntado a Sergio Mendoza, capataz del Observatorio, por sus primitivos recuerdos del molusco: "Mi primera ostra fue en Francia, en un viaje con mi madre, su marido y mi hermana. En Saint-Malo, Bretaña. Él pidió ostras. Mi madre dijo que ni de coña, que le daban asco y yo que no las había probado y dije 'pues bien, como no pago yo'. Fue como volver a ser niño en La Caleta en Jávea. Como pegar un trago de agua de mar. Tal cual".

PS: No comentaré nada sobre el sangriento recuerdo de la entradilla para proteger el honor del desventurado malherido, salvo que esa media de ostras fue el mayor aperitivo carnal, dulce, cremoso, mineral, salobre y picante de mi historia.

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