El Poder Judicial es un poder del Estado. Un poder al que se le atribuye independencia para que pueda aplicar la ley siguiendo el criterio profesional de sus integrantes. Sólo una instancia judicial superior puede modificar lo que un órgano inferior ha determinado en sus sentencias y resoluciones.
Al mismo tiempo, como poder del Estado, sus miembros forman parte de éste y, en su fuero interno, no pueden aislarse de la influencia de sus decisiones. El intérprete de la Ley no trabaja en un laboratorio. Nos lo dice el Código Civil: “Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.”
Pues bien, la realidad social del tiempo en que se expresará la sentencia sobre el procés puede estilizarse en torno a los siguientes hechos:
Sólo la contemplación de los anteriores hechos invita a considerar una tesis básica: ni España ni su Estado serán más fuertes cuanto más se deteriore la situación política, social y económica de Cataluña. Forma parte de los intereses generales del conjunto de los españoles que se avance hacia soluciones mutuamente aceptadas.
Si lo anterior se deduce de la realidad social a la que alude el Código Civil, veamos ahora los antecedentes históricos.
En nuestro reciente devenir democrático, sólo ha existido un golpe de Estado: el producido el 23 de febrero de 1981. El delito de rebelión cometido por los golpistas cumplió a rajatabla sus requisitos básicos: existió un levantamiento armado, se violentó la soberanía nacional representada en el Congreso, los máximos representantes de los Poderes Ejecutivo y Legislativo fueron conminados por la fuerza de las pistolas y se orquestó una operación que, con toda probabilidad, perseguía la derogación, de facto, de la Constitución Española.
Conducir la consulta catalana del 1 de octubre a un escenario parangonable con el anterior no dispone del fundamento objetivo necesario, como pudimos contemplar en el juicio celebrado en el Tribunal Supremo. La fuerza armada de la Generalitat (“los Mossos d’Esquadra”) estaba dispuesta a detener a los miembros del gobierno catalán, con anterioridad al referéndum, si el Poder Judicial así lo decidía. Los Mossos presentaron un plan de actuación para el 1 de octubre detallado, a diferencia de los restantes cuerpos judiciales, que no fue objeto de reproche por la Fiscalía.
En oposición a lo expresado por ésta durante el juicio, resulta hiperbólico afirmar que en Cataluña se produjo un golpe de Estado si nos atenemos a lo realizado por quienes tenían la fuerza de las armas y, por lo tanto, la mayor capacidad de coacción posible que puede darse legítimamente en una democracia. No se intentó, por los Mossos, ni por los ciudadanos y los dirigentes políticos o sociales que presuntamente instrumentaban a estos últimos, ningún asomo de ocupar dependencias del Estado, controlar las comunicaciones y los medios de opinión ni asaltar lugares en los que se custodiaran armas.
Hubo, en cambio, una clara desobediencia, ambigüedad calculada y evidente resistencia pasiva. Existieron injustificables dosis de deslealtad e imprudencia desde las instancias políticas y las que encabezaban importantes organizaciones sociales, con su apoyo expreso a una acción que negaba la legitimidad del Estado de Derecho y ocultaba el peligro que podían sufrir los ciudadanos ante la intervención de los cuerpos de seguridad.
Pero no se puede hablar de un estado generalizado de violencia y coacción. Cualquiera puede repasar las imágenes de aquel día y contrastarlas con las de las agresivas manifestaciones que se han producido en tiempos democráticos, sin que apenas existiera reproche jurídico, con uso de lanzadores de rodamientos metálicos e incluso el desarme de agentes de la Guardia Civil.
Si los anteriores son antecedentes a tener a cuenta, tampoco olvidemos lo que el Código Civil nos recuerda respecto al contexto de los hechos procesados. Un contexto de humillación, tras la sentencia del Tribunal Constitucional aplicada al nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña; un Estatut aprobado por el Parlament, el Congreso y el Senado y previamente apoyado en referéndum por la ciudadanía catalana.
Un contexto del que ha formado parte el inmovilismo del Gobierno de España y, ciertamente, una acelerada y temeraria precipitación de las instituciones catalanas que ahondó su irresponsabilidad.
Incluida la aceptación del “tenemos prisa” de algunos sectores sociales, que dio pronto paso a la descalificación de quienes buscaban vías pactadas y a su enjuiciamiento sumario como si se tratara de apestados traidores; o la aprobación de leyes al margen del principal acervo jurídico de Cataluña, representado por su Estatut.
Ante las equivocaciones y los desbordamientos que se produjeron en torno al 1 de octubre, Cataluña necesita un periodo de reflexión tranquila, en la que el seny disponga de un espacio del que ha carecido en los últimos tiempos. Precisa que las fuerzas políticas recuperen la superioridad moral erosionada por sus propios actos y por la posición de aquellos que consideran las decisiones y arriesgados métodos alternativos de algunos movimientos sociales el paradigma de la auténtica democracia.
Cataluña requiere, asimismo, de una nueva atmósfera que permita a sus instituciones implicarse activamente en los restantes problemas de la sociedad catalana y, en particular, en aquellos que forman parte de sus competencias autonómicas. Jamás el patriotismo será el Santo Grial que solucione, mágicamente, las necesidades educativas, sanitarias, sociales, económicas y financieras de su territorio.
A su vez, las instituciones españolas y sus fuerzas políticas están llamadas a desarrollar su propio espacio de reflexión. Cataluña no puede ser el comodín que se emplea de forma oportunista para ganar votos en el resto de España, aunque sea a costa de perder cualquier legitimidad en el territorio catalán.
Cataluña no puede ser exhibida disfrazada de estereotipos que incitan a la xenofobia y ocultan, entre otros hechos, que los mayores niveles de renta per cápita y crecimiento no se encuentran en Cataluña, sino en otras Comunidades Autónomas.
Cataluña, y todas las CCAA, necesitan que exista el desarrollo mutuo de la lealtad entre sus instituciones y las del Estado. Una lealtad que mida tanto los incumplimientos de Cataluña o de otras CCAA, como los de aquel. Porque la experiencia de cómo se gestionó la crisis por el Gobierno de España, liofilizando las CCAA, constituye un ejemplo de mal gobierno que merecería una lectura propia.
Cataluña tiene que pasar de ser un espacio de confrontación a un espacio de diálogo. De un diálogo que exige paciencia, admitiendo de entrada que será lento y trufado de avances y retrocesos. Un diálogo que, como ya expresara Isaac Rabin a sus interlocutores palestinos, sólo obtiene frutos sólidos cuando las partes negociadoras son tildadas de traidoras por una parte de sus apoyos sociales.
Regresemos al principio. Los magistrados del Tribunal Supremo, como parte del Estado, asumen la responsabilidad de emitir una sentencia justa y, al mismo tiempo, coherente con los intereses generales de España.
Tales intereses no son únicamente los expuestos en la Sala durante el juicio. Forman parte de aquellos que el Estado y Cataluña dispongan de un espacio adecuado de maniobra para restablecer la convivencia entre esta y España y entre los propios ciudadanos catalanes.
Espacio de maniobra, asimismo, para que la política del sentido común y de la moderación se abran paso con los menores obstáculos posible. Y siendo la política la vía hacia soluciones reales y pacíficas, conviene que los políticos catalanes procesados no sean presa fácil para la elevación de nuevos martirologios, sostenidos por quienes subsumen la política bajo tentaciones próximas al autoritarismo excluyente. También en la evitación de este resultado cobra relevancia el sentido de Estado que los magistrados del Tribunal Supremo inyecten en su sentencia.
Manuel López Estornell, Doctor en Economía