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La sociedad POV

14/03/2022 - 

Es probable que no esté familiarizado con la expresión POV. Hasta no hace tanto, o era cineasta o tenía esta querencia al ver porno. En el primer caso, porque contar a través de este punto de vista, el Personal Objective View, permitía a los espectadores ponerse en la piel de los protagonistas. O de los antagonistas. Lo recordará de obras maestras como La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock, o Días extraños, de Kathryn Bigelow. En el porno, venía a decir, que llegó a ser cine en paralelo al verdadero negocio que siempre lo ha rodeado, fue una de las tendencias más habituales cuando el ‘consumo’ del mismo dio el salto a internet.

El punto de vista sobre la sociedad del que les vengo a hablar tiene que ver con la segunda de esas familiaridades. La industria del sexo, cuya historia cabe entre el visionado de Secrets of Playboy (Alexandra Dean y Arlene Nelson) y la lectura de Escúpelo (Ismael López Fauste), fue la más rápida a la hora de interpretar internet: los consumidores únicos eran un mercado mucho más lucrativo que las familias, las parejas, los amigos. La intimidad, un espacio más propicio para las pasarelas de pago (comida a domicilio, suscripciones, caprichos). El porno se ajustó a esa mirada de forma natural. Por eso era fácil encontrar millones de videos POV en los albores de PornHub. Lo sigue siendo hoy. La cuestión es que POV, hoy también, es una expresión constante en redes como TikTok, en boca de adolescentes. Y no es casualidad.

Como ya había previsto la filosofía, el hiperindividualismo se ha impuesto. Pero lo que no pudo atisbar Gilles Lipovetsky es que su profecía llegaría a extremos como preferir el cine con unas gafas Oculus o redescubrir la radio como vehículo cultural pleno solo si se disfruta con auriculares (los podcast). Solas, solos, por completo, en presente. Y ahora, la perspectiva sobre la Guerra en Ucrania, la posible retirada de mascarillas en interiores o la crítica cultural, toda cosa se enfrenta al escrutinio POV del mundo. Como diríamos en valenciano, todo el mundo, desde muy distintas generaciones y experiencias, está acostumbrado a dir la seua (dar su opinión).

El POV como forma de estar. Como si nuestra mirada, como individuos, tuviera interés, aportara algo, fuera equiparable a la de otras al peso. Una forma de existir que nos aleja de nuestros padres, de nuestras abuelas, porque a nadie en su sano juicio hace 20 o 50 años se le hubiera ocurrido que, ante cualquier reto social, ante una obra de arte, frente a un titular o después de escuchar un testimonio, lo que tuviera que decir, lo que le pasara por la cabeza, fuese a aportar algo sí o sí. Ya no como reacción natural a cualquier tema, no como uso de la libertad de pensamiento (que sigue amenazada en este siglo), sino construyendo relatos desde la más profunda ignorancia. Y por relatos vengo a decir tuits, stories, tiktoks y demás.

Las redes han propiciado este caos. Le contaba Arturo Pérez Reverte al youtuber Jordi Wild que, precisamente, las redes aúpan los mensajes emocionales frente a la razón. Porque son los mensajes que nos golpean en el estómago, nos emocionan, nos enfadan, los que tienen la capacidad de propagarse. En un universo menos democrático para los medios como lo fue el nuestro pre internet, con un acceso restringido de las empresas que podían tener una licencia para imprimir un periódico, emitir en FM o –ni que decir tiene– hacer televisión, ha acabado resultando que había una autoexigencia de mesura. Porque no valía lo más bajo. Por pacatería, miedo, influencia judeocristiana o, simplemente, supervisión pública. Las teles, el cine, la radio y los medios todos, al no competir contra mensajes emocionales a cada segundo, no tenían por qué rebajarse a la fisiología básica. Pero ahora comparten mercado y su canal de distribución, las grandes tecnológicas, facturan la siembra del odio y del miedo entre creadores profesionales y amateur.

Las redes llevan algo más de una década prestigiando el POV como punto de vista. Hoy, si una crítica de cine ve un preestreno y avanza en un tuit las sensaciones sobre una peli todavía por estrenar, por supuesto, cientos de anónimos le contradicen, le puntualizan o le matizan; efectivamente, no han visto la obra, pero qué importa. La forma de estar en sociedad pasa por un punto de vista subjetivo y constante, porque lo POV no admite contradicciones o rectificaciones; es una expresión unidireccional, que no busca respuesta, que lanza el mensaje y pasa al siguiente. El hiperindividualismo radical es solo unidireccional.

La sociedad POV es incapaz de discernir entre escuchar –más y mejor que nunca– todas las voces –especialmente, las minorizadas y no las que se autodeclaran canceladas– y la idiotez de que todas las opiniones son válidas. Hemos bajado hasta ese nivel. Como si estuviéramos dispuestos a que cualquier persona tuviera la capacidad de legislar, decidir o transformar a su imagen y semejanza. Y el problema es que no se atisba cómo podría corregirse esto, porque si la solución acaba siendo una vigilancia constante vía autoritarismo… bienvenida sea la banalidad de lo POV. En presente, es patético que periodistas, artistas y hasta guionistas, conscientes de esta forma torcida de contar las cosas, creen al estilo POV, preocupados por confundirse entre la corriente más lucrativa. Es casi tan terrorífico como aquel clásico POV del cine de videoclub, El proyecto de la bruja de Blair (Daniel Myrick y Eduardo Sánchez). A algunos nos deja con las mismas sensaciones: agobiados, irritados y deseando que todo acabe cuanto antes.

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