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crítica de cine

'La tana': Muerte entre la naturaleza

Culturplaza analiza los largometrajes de la Sección Oficial de Cinema Jove 2022

22/06/2022 - 

VALÈNCIA. Giulio (Lorenzo Aloi) vive una apacible existencia en el campo con sus padres. Es verano y se ocupa con mimo del jardín mientras en familia comen ensaladas de pepino y tomate de la huerta. No tiene demasiadas preocupaciones a pesar de su juventud hasta que aparece Lia (Irene Vetere), que regresa al hogar de sus padres, a la casa adyacente, después de que haya estado deshabitada durante muchos años. Seguramente jugaron juntos cuando eran pequeños, pero no se acuerdan. Lia aparece y el pequeño mundo en el que habitaba Giulio se pondrá patas arriba. La verá en la distancia y su siguiente encuentro será en el lago, donde ella le sigue, desnuda e invitándole a besar su sexo. Lia tiene un aspecto salvaje e indomesticable. Es una auténtica incógnita para Giulio, y junto a ella se atreverá a hacer cosas que le dan miedo, como caminar hacia atrás junto a un acantilado o conducir por senderos inhóspitos con las luces apagadas. Pero el germen del deseo se ha instalado ahí y ya no hay marcha atrás. 

¿Qué esconde Lia? ¿Por qué es tan hermética? La tana es la ópera prima de la italiana Beatrice Baldacci y fue desarrollada dentro del programa de la Biennale College Cinema, estrenándose en la pasada edición del Festival de Venecia. Surge de un cortometraje anterior autobiográfico en el que la directora utilizaba grabaciones caseras para recordar su infancia y su relación con su madre, que sufría un proceso mental degenerativo. La identificación entre la propia autora y el personaje de Lia es claro: ambas luchan por mantener vivo un recuerdo que ni siquiera es el suyo propio pero que, a través del cine, se puede simbolizar y reproducir. 

En La tana (que significa ‘la guarida’, donde se esconde Lia del mundanal ruido), la naturaleza lo envuelve todo, es el refugio de Lia, pero también su condena, porque sabe que no podrá capturar por más tiempo esa belleza para su madre marchita. Mientras, ella se irá consumiendo. Por eso al principio utilizará a Giulio como catarsis, jugará con él, lo introducirá en un juego sexual malsano y tóxico del que ninguno de los dos será demasiado consciente. 

Beatrice Baldacci juega con el misterio, con las atmósferas, con el ambiente suspendido y tenso, con el erotismo y la muerte. Lia no quiere compartir con nadie sus miedos, prefiere tomar un camino casi autodestructivo frente al dolor, la enfermedad y la pérdida que la invaden. Al principio, la narración adquiere el punto de vista de Giulio, pero todo se vuelve más interesante a partir del momento en el que Lia deja de ser un enigma y toma las riendas del relato. 

Es realmente revelador de qué manera yuxtapone la directora la exuberancia de la naturaleza salvaje con la presencia de la muerte, así como, al mismo tiempo, adquiere una importancia fundamental esa totémica y perturbadora actriz hipnótica que es Irene Vetere (que ya demostró ser el centro de atención en la estupenda Noches mágicas, de Paolo Virzì). Así, se contrapone el paraíso con el infierno, la delicadeza con la podredumbre, la luz con la oscuridad, la felicidad del pasado con el dolor del presente, la libertad, con la represión. 

Beatrice Baldacci, con una sola película, profundamente personal y minimalista, se consolida como una narradora con un estilo propio, interesada en el relato personal, pero también en el cinematográfico, extremadamente sensorial y telúrico, apelando a la esencia y la raigambre, a los cuerpos indefensos, a la necesidad de escape. 

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