'Documentos TV' presenta un reportaje de entrevistas a profesionales de pompas fúnebres
Hace ya más de diez años que La2 de Televisión Española estrenó A dos metros bajo tierra, una de las primeras series de la revolución de HBO sobre una familia que tenía una funeraria. Para no perder la costumbre, la serie fue programada por algún psicópata peligroso. Se echaron la primera y la segunda temporada a razón de un capítulo semanal, los jueves, y tras una larga pausa en la que nada se supo de la serie, cayeron el resto a horas intempestivas y alterando el orden de algunos capítulos. Viva España.
El recuerdo de los Fisher, que así se llamaba esta familia, es imborrable. Es difícil no pensar en ellos en determinadas situaciones de la vida ni pisar un tanatorio, situación que por desgracia nos ocurre y seguirá pasando de vez en cuando, y tenerles a todos ellos presentes.
Que vuelva a hacerse una serie de esa calidad y que toque tanto la fibra sensible del espectador, los fans más acérrimos lloramos como madalenas cada vez que recordamos el final, está por verse. Parece que a HBO le está dando más dinero las peleitas con espandinchis y tal, y nuestra querida Mad Men también se ha acabado. Pero en lo que se refiere a funerarios, el otro día Documentos TV tuvo el detalle de colarnos un documental canadiense sobre su vida que recordaba a los perfiles de Nate, David, Ruth y compañía.
Se llamaba Vivo o muerto y entrevistaba a varios profesionales del ramo. Todos ellos, con un poco de desgracias y vida interior que se desarrollase, daban para un remake con smartphones de 'A dos metros bajo tierra'.
Por ejemplo, Jean Claude Rochon es un pensionista que trabaja de director de funeraria porque dice que si no en casa se siente inútil y se aburre. En un momento de la entrevista dice compungido que le gustaría poder ver a todos sus amigos uno por uno antes de morir. Es el más alegre de los que salen, cuenta chistes de funerarios a la cámara, como que los clientes que tendrá ese día, presume, "estarán ahora mismo dando un paseo por la calle".
Sobre ese aspecto tan tabú, como es el negocio de la muerte, también habla Erika, una tanatopráctica, la que maquilla los cadáveres. Se queja de que llevan una semana sin clientes y está deseando que entre algo. "No es que le desee la muerte a nadie", se justifica, pero no quiere estar de brazos cruzados.
Nathalie, que casi parece a propósito que su nombre sea el femenino de nuestro Nate, aparece bailando la danza del vientre en un gimnasio en sus ratos libres. Es inútil ser sombrío en esta profesión, viene a decir. Su caso es el de una verdadera profesional. Ha maquillado a 10.000 cadáveres a lo largo de 21 años de profesión. Y se queja, como Federico, de que no está bien pagada porque considera un arte lo que hace: "Cuando mueres no tienes buen aspecto, vestir y maquillar a un muerto para que esté presentable... eso sí que es gratificante".
En lo que todos también coinciden es en que se tienen que enfrentar al qué dirán constantemente. Erika dice que cuando no está rodeada de cadáveres está con su familia y con su gente, que no por trabajar con la muerte no es capaz de apreciar el lado vital de la existencia. De hecho, explica, su curro le hace pensar cada día en que tiene que aprovecharlo como si fuese el último.
Su caso es bastante cómico en lo que respecta a los vecinos. Como los Fisher, vive en la funeraria. Su habitación está justo encima del horno crematorio y las malas lenguas dicen que lo utiliza como calefacción para el invierno.
También aparece un comercial que explica que maqueándose todo o que puede, cuidando su aspecto, logra más contratos. Como las mujeres, sostiene. En él todo son modales y saber estar. Recuerda mucho a David. Sobre todo cuando le toca el marrón de ponerse los guantes de plástico e ir a recoger con la policía un cuerpo en avanzado estado de descomposición y lo hace sin despeinarse ni poner un mal gesto -va peinado como el rubio de Modern Talking en su comeback de los noventa-.
La parte que ya es clavada a la serie es cuando Erika revela que habla con los muertos que maquilla. Dice que los trata lo mejor que puede porque no quiere morirse ella y que en el más allá venga alguien a decirle que le "zarandeó" indebidamente cuando manipulaba su cuerpo. Muy práctica.
Habrá a quien le parezca que un documental así puede ser aburrido. Por mucha funeraria que haya, se trata tan solo de narrar vidas cotidianas a ritmo de música indie. Poca novedad encontrará quien siguiera la obra de arte de HBO, pero para el profano será de interés esta pequeña ventana a la vida.
Solo la televisión pública pude permitirse el lujo de programar algo así. En esta casa ver esta entrega de Documentos TV coincidió con la de El caníbal de la jungla, que se estrenó este verano. Nos fue recomendado como lo más de lo más. Se trata de un documental de Animal Planetsobre una supuesta expedición en Indonesia de unos ornitólogos que terminaron dando no solo con una eslabón perdido de humanos, sino que además eran caníbales y, vaya, se los comieron. A todos menos a uno.
Se supone que el pobre, además del trago, fue acusado del crimen y acabó en prisión. Luego otra expedición descubrió que la versión del hombre era verdad, que estaba encerrado por error, que él no se comió a sus amigos, sino que fueron estos tipos de un metro de altura denominados graciosamente hobbits.
El documental es una patraña de mucho cuidado. Ellos lo llaman "ficcionado". Y cada uno es muy libre de hacer lo que le dé la gana, pero apena que se invierta una buena suma en un producto de esta ralea, pues la factura es impecable. Pero da pena porque otra cosa no puede dar. El caníbal de la jungla, a juzgar por su presencia en internet, ha tenido que ser un éxito. No obstante, los que nos acercamos a la pitopausia ya tuvimos bastante con las leyendas urbanas alrededor de Holocausto Canibal, del italiano Ruggero Deodato, que en 1980 venía a contar lo mismo, sembrando al misma confusión, pero al menos con buenas escenas de sexo, ya que no en vano estaba protagonizada por un actor porno. Lo mínimo que se puede pedir a un engañabobos como este.