Las clases de literatura no sirven para nada, solo para acumular nombres y fechas que olvidaremos en una semana, me dicen a menudo mis alumnos del instituto. Yo les respondo que eso no es cierto y acto seguido me preguntan: ¿Pues para qué sirve estudiar literatura? Y la pregunta proviene solo en parte de ellos. En realidad es una pregunta que está en el aire. Mis alumnos la respiran y luego la expulsan. La respiran de sus padres que distinguen entre asignaturas “marías” (que según ellos son prescindibles, y que suelen coincidir con las artísticas y humanísticas: dibujo, filosofía, teatro...) y asignaturas importantísimas que les ayudarán a conseguir un buen trabajo. La respiran de una sociedad en la que lo útil es lo importante. Y curiosamente llamamos “útil” a todo aquello que nos haga ganar dinero. Si nos ayuda a estar mejor con nosotros mismos, a ser más críticos con la información que recibimos o a pensar con más profundidad no se considera útil. Y es que no nos equivoquemos, ser crítico o pensar demasiado no son características que un jefe quiera en sus empleados: le sirven mejor calladitos y obedientes.
Útiles al jefe. A la empresa. A los políticos. A los que mandan.
¿Para qué tenemos que estudiar literatura?, me preguntan mientras clavan sus pupilas en mi pupila marrón. Y yo les confieso que me da igual si en unos años recuerdan las obras de Espronceda o el nombre del caballo de Don Quijote. Que mi propósito es conseguir que aprendan, a través de los textos, a mirar el mundo con madurez. Y esto significa darse cuenta de que si observamos a nuestro alrededor seremos capaces de ver quiénes somos como personas y como sociedad. La ropa que usamos, las canciones que escuchamos o las series que consumimos son signos claros para quien dedique un poco de tiempo (si nos dejan) a observar. Por ejemplo, el Cid no es solo un héroe épico medieval. El Cid representa, como todos los ídolos de una época, las aspiraciones de su sociedad. El Cid es católico, valiente y leal al rey porque eso es el ejemplo de la perfección en el mundo medieval. De ahí llega la inevitable pregunta: ¿Qué héroes tenemos hoy en día? ¿A qué aspiramos como sociedad? Gil y Gil, Belén Esteban o los concursantes de Gran Hermano fueron los héroes de la década del pelotazo español. Nuestra aspiración era enriquecernos sin esfuerzo alguno. Y sin ética ninguna. Comprar pisos y revenderlos, dejarse los estudios para ganar 3000 euros en la obra, meternos en política y poner sobrecoste a las rotondas…
Analicemos las “celebrities” actuales (youtubers, futbolistas, kardashians...) y veremos con claridad qué tipo de sociedad tenemos y qué papel queremos representar en ella...
Otro ejemplo: los poemas del Romanticismo son incomprensibles sin la Revolución Francesa y su idea de libertad. Pero también se explican por la ley del péndulo, siempre presente en la historia. Esta ley dice que cada generación se aleja de la anterior. O sea, lo que ya sabemos: que los hijos reniegan del mundo de sus padres. A la razón del siglo XVIII (el siglo de las luces) se opone la irracionalidad y el sentimentalismo (a veces barato) de sus hijos, los románticos del XIX.
Del mismo modo, el péndulo volverá al otro lado una generación más tarde, cuando los románticos sean los antiguos y la generación siguiente ponga de nuevo el foco en la razón. Los escritores realistas crecerán hartos de la sensiblería romántica, rancia y viejuna desde su punto de vista. E influenciados por el método científico se propondrán llevar la objetividad (que tantos frutos está dando en la ciencia desde la Revolución Industrial) a la literatura.
¿Y adivinan qué? Pues eso, que la siguiente generación, los modernistas, volverán al sentimentalismo para oponerse a sus padres realistas...
La ley del péndulo es infalible. Cada generación quiere matar simbólicamente a sus padres. El punk de los 70 con sus crestas verdes o las camisetas heavys de calaveras y diablos de los 80 (no olvidemos que no hay nada nuevo: escritores simbolistas como Rimbaud se pintaron el pelo verde y Lord Byron era satanista como forma de ser antisistema) son solamente una forma de escandalizar a los adultos cargándose la ética y la estética que ellos crearon (oponiéndose en aquel entonces a la de sus padres). Y esto explica tanto lo macabro y morboso del movimiento Romántico como el cine de destape como los tatuajes en la cara de los cantantes de trap.
El “Lazarillo de Tormes” no es solo la novelita de un pícaro que se busca la vida. Al igual que el cine kinki de los 80 o series actuales como La casa de Papel o Vis a Vis, nos habla del descrédito social ante el poder, sea este la Iglesia o el Estado. En épocas de bonanza económica observamos productos culturales que no ponen en entredicho el sistema: la música pop hablando de naderías o series de médicos y policías (funcionarios). Pero en épocas de crisis los protagonistas (héroes a los que aspiramos) están fuera del sistema: yonkis, ladrones o presas.
O superhéroes. La moda de los superhéroes es el ejemplo más claro de la poca confianza en el sistema que tenemos hoy día. Un sistema que necesita que venga alguien de fuera a salvarlo pues por sí mismo no funciona.
Y hacen falta superpoderes para arreglarlo...
Los poemas a la virgen del monje Gonzalo de Berceo son pura propaganda cristiana. Marketing del poder como las películas y libros del sueño americano son propaganda capitalista: ¡Si te esfuerzas, lo conseguirás! ¡Si quieres, puedes! Falsa meritocracia que culpabiliza al individuo de su fracaso en la vida sin problematizar un sistema en el que si no te puedes pagar un máster, a ser posible en Estados Unidos, nunca accederás a ciertos trabajos. En el que el empresario suele tener un colchón familiar porque, seamos honestos, pocos se arriesgan a perder lo que no tienen. La pobreza no es pereza como piensan los ricos más miopes.
La pobreza es miedo.
Y así podríamos poner mil ejemplos más de cómo la literatura, como todos los productos culturales, habla de su época. De cómo los textos literarios nos pueden enseñar a mirar el mundo. Y entonces entenderemos por qué los protagonistas de la mayoría de series y películas actuales son mujeres desde el éxito de la revolución feminista, generando roles y modelos de “ser mujer” hasta ahora pobres o inéditos en la representación cultural. Por qué las distopías surgen en épocas de crisis señalando el colapso del sistema si nada cambia. Por qué la música trap habla de drogas y sexo, al igual que lo hizo el punk, porque ambas eran/son una generación sin futuro, que probablemente vivirá peor que sus padres (sin trabajo, sin sueldos decentes, abocada al alquiler) y ante la falta de expectativas se lanza a vivir el presente hasta el tuétano. O se lanza a la nostalgia del pasado ante la crisis de futuro, y entonces surgen Calderón de la Barca o VOX aferrándose a los valores del sueño imperial español.
La seguridad de la tradición y la religión frente a un mundo caótico sin asideros.
Entenderemos que la obsesión por el oro, las marcas de ropa y todas esas canciones que hablan de enriquecerse son el ejemplo más claro de la pobreza que nos rodea. Porque el rico no necesita fardar. El rico sabe que es rico. Y sus marcas, carísimas, son a menudo desconocidas por la mayoría. Es el pobre el que necesita llevar oro, excesivo oro hasta lo cutre. Grandes logotipos de marcas de pobre que muestra, a quien sabe mirar, su pobreza.
¿Para qué sirven tus clases de literatura?, me preguntan. Y yo les repito que la literatura es una forma de mirar el mundo. Que la literatura nos atraviesa como individuos y como sociedad. Somos la simpleza ideológica, casi eslogan coucher, de la poesía adolescente que adorna las redes. Somos la falta de futuro del trap y la nostalgia de un pasado (idealizado como forma de enfrentarse a la inseguridad de los tiempos) de la novela “Feria” de Ana Iris Simón o del marxismo ya pasadete de algunos sectores de Podemos. Los medios de comunicación, como el narrador de “Don Quijote de la Mancha”, han dejado de ser fiables porque ha caído La Verdad (medieval o postinternet). Las películas de zombies nos muestran como una masa imbecilizada por el consumismo y el populismo. Black Mirror, como la novela “Frankenstein” en el XIX, nos alerta de los peligros de la revolución tecnológica de su época.
Etc, etc., etc.
Así que la pregunta correcta sería: ¿Para qué NO sirven las clases de la literatura?