VALÈNCIA. La emisión en TV3 del documental Las cloacas de Interior, tan comprometedor para el actual gobierno que ninguna de las cadenas nacionales quiso y se atrevió a emitirlo (la mayoría de ciudadanos no residentes en Cataluña sólo pudo verlo días después en GolTV o en YouTube), ha puesto de manifiesto la perduración de órganos, personas y usos franquistas en ciertas áreas clave de la estructura administrativa del Estado.
La persecución policial y judicial de políticos o activistas catalanes favorables a la independencia de Cataluña, incluyendo la invención de delitos fiscales que carecían de fundamento alguno, como el de tener 12 millones de euros en una cuenta bancaria suiza atribuido en falso al ex alcalde de Barcelona Xavier Trias, parece devolvernos a la vieja adhesión sumisa de la Administración a los intereses particulares del gobierno o del partido en el poder.
Más allá de la reciente y loable concepción del funcionario como servidor público que nada debe al gobierno de turno, la justicia y el resto de organizaciones y administraciones del Estado han sido siempre deudoras del empresario público que las contrataba; antes el Rey particular, después el anónimo Estado. Como mostró Max Weber en Economía y sociedad, el cuadro administrativo sirve en todos los tipos de dominación para asegurar la permanencia del dominio político.
En la época moderna de la dominación legal, la Administración burocrática es un instrumento del Estado, del mismo modo que la Administración anterior era un instrumento del señor o del rey. De ahí que el funcionario tenga la obligación de cumplir la orden recibida aun cuando disienta de ella. Este deber de obediencia incondicional constituye el verdadero “espíritu del cargo”. Cuando la Administración pública quebranta la docilidad al soberano para la que fue creada, sin embargo, cuando se constituye de hecho como poder de oposición al gobierno, no siempre lo hace a favor de la neutralidad o en defensa de los administrados, como es o debiera ser de rigor, sino que en ocasiones defiende intereses particulares aún más espurios: el de un gobierno o estado de cosas previo, por ejemplo, al que debe su alto estatus.
Así impidió la Administración pública prusiana la supresión de la servidumbre ordenada por Federico II, o la canadiense de tendencia conservadora la conversión del estado de Saskatschevan en 1945 a las políticas socialdemócratas; así la estadounidense estuvo a punto de echar por tierra las reformas keynesianas del New Deal, sólo ejecutadas tras nombrar el presidente Roosevelt un nuevo equipo funcionarial casi completo. La alternativa perversa entre la obediencia ciega a las órdenes gubernamentales y la desobediencia a favor de los propios intereses corporativos está relacionada con el hecho de que los magistrados y funcionarios judiciales participan, en sus hábitos y forma de vida, de las elites de cualquier otra administración del Estado.
Ese ambiente elitista favorece que los desclasados que llegan a la judicatura desde los estratos sociales más bajos tiendan a olvidar pronto los abusos que sufrieron sus mayores para ponerse de parte de sus nuevos jefes, colegas o amigos. Ello explica en parte el componente social de clase baja en la inmensa mayoría de la población penitenciaria de larga duración. Es así como ya los plebeyos ricos admitidos en el Senado romano se mostraban tan hostiles al pueblo del que procedían como amables con los grandes terratenientes que ahora los admitían entre su número.
La supeditación en nuestro país de las fuerzas del orden a los intereses del gobierno de turno, como muestra la perpetuación de la Brigada Político-Social franquista que saca a la luz Las cloacas de Interior, es preocupante, pero todavía lo es más la supeditación del poder judicial al político. No es aceptable que los órganos que dirigen la actividad de los jueces sean nombrados por el Gobierno, como ocurre en España. En contraste con la atmósfera irrespirable del despotismo, el absolutismo o el fascismo (en el caso español, del franquismo que dominó España cuarenta años y mantiene su larga sombra hasta el día de hoy), la única forma tolerable de gobierno es la del cultivado sistema de poderes en contrapeso.
Me refiero al poder reducido, troceado y desintegrado en el mayor grado posible (la “división de poderes” no significa sino choque inducido de poderes). La mejora y el avance políticos van siempre en el mismo sentido: la participación estable de la sociedad en la toma de decisiones tanto legislativas como ejecutivas. Ello se consigue no sólo con la conocida división tripartita de los grandes poderes legislativo, ejecutivo y judicial, en relación a la que España acumula tantas deficiencias.
También ayuda a lograrlo el fraccionamiento horizontal bajo el espíritu del federalismo o la descentralización en diversos niveles territoriales, desde el estatal al local pasando por el regional, y todavía más importante, con el fraccionamiento vertical en una pluralidad de instituciones políticas inclusivas y de organizaciones civiles independientes que permitan el escrutinio de la actividad gubernamental por parte de unos electores vigilantes.