Tras la I Guerra Mundial se le impuso a Alemania como potencia vencida una paz humillante obligándoles a pagar unas reparaciones de guerra a todas luces inalcanzables. Durante las negociaciones del Tratado de Versalles hubo un asesor del gobierno británico que dimitió negándose a participar en aquello y que escribió poco después un libro advirtiendo de que el trato al que se sometía a Alemania alimentaría el resurgimiento del nacionalismo militarista. El autor se llamaba JM Keynes y el título de ese libro Las consecuencias económicas de la paz.
En su parte final Keynes trataba la cuestión del embargo económico de las potencias occidentales contra la Unión Soviética y decía: “Si el comercio con Rusia no se reanuda, el trigo en 1920-1921 (a no ser que las cosechas sean especialmente abundantes) será escaso y muy caro. El bloqueo de Rusia últimamente proclamado por los aliados es, por tanto, una medida estúpida y de imprecisión; no estamos bloqueando a Rusia, sino que nos bloqueamos a nosotros mismos.”
Años después la recién formada Liga de las Naciones recurrió a las sanciones económicas como forma de evitar las agresiones militares de determinados países frente a otros. El momento decisivo llegó con la invasión de Etiopía por parte de la Italia fascista en 1935. Se impusieron sanciones, aunque a medias, que por supuesto no detuvieron el ataque. En aquel momento Keynes escribió una carta dirigida a la Liga de las Naciones en que advertía de que las sanciones no iban a funcionar y proponía que se le enviara ayuda logística y financiera a Etiopía. Nadie le hizo caso, pese al peligro del fascismo, las potencias occidentales, al fin y al cabo imperios coloniales, temían más el ejemplo que hubiera supuesto la victoria de un país africano en una guerra de liberación nacional.
Keynes acertó en ambos casos. La amenaza de sanciones económicas ha funcionado a menudo como forma de prevenir una agresión militar pero una vez iniciada no pueden, por sí solas, detenerla. En contraposición, es necesario prevenir las consecuencias que estas acciones pueden tener entre los países sancionadores. Por otra parte, dado que las sanciones no son suficientes resulta necesario el apoyo al país agredido aunque, al menos en el caso de Etiopía, Keynes excluía la ayuda militar.
Hace unos días leí al portavoz económico de Ciudadanos, Luís Garicano, un comentario sobre las sanciones económicas que debían ser masivas para doblarle el brazo a Rusia lo antes posible y amortiguar así los efectos sobre nuestra propia economía. Probablemente si le pudiéramos preguntar al Ministro de Finanzas ruso, Anton Siluanov, nos respondería exactamente lo mismo pero por motivos opuestos: a Rusia le resultaría más fácil soportar unas sanciones masivas para las que se han preparado siempre y cuando no se alarguen en el tiempo.
Es cierto que las sanciones económicas actuales son cualitativamente diferentes y han traspasado los cauces convencionales hasta el punto de convertirse en lo que Adam Tooze ha denominado una “guerra financiera”. Los costes para Rusia están siendo enormes con el hundimiento del rublo, la escasez de divisas y la amenaza de colapso de su sistema financiero que ha tenido que ser rápidamente rescatado por el Estado ruso.
Ahora bien, cuáles son los efectos que buscan generar las sanciones económicas sobre Rusia? Según los expertos son dos: minar la capacidad militar del agresor y promover la oposición de su propia población contra la guerra. En cuanto al primer factor, es dudoso que pueda tener efectos en el corto plazo, y, en cualquier caso, la desproporción de medios entre Rusia y Ucrania es demasiado grande. En cuanto al segundo punto, que duda cabe que las sanciones están afectando ya gravemente a la población pero esto no implica que se vaya a generar una ola de movilizaciones contra el gobierno de Putin. Más bien al contrario, el ejemplo de otros casos demuestra que las sanciones económicas suelen generar un sentimiento de agravio y alimentan el ultranacionalismo.
De lo dicho hasta el momento pudiera parecer que estoy cuestionando las sanciones económicas contra Rusia. Nada más lejos de la realidad, estas son absolutamente cruciales como lo es prestar toda la ayuda necesaria a los ucranianos, tal como planteaba Keynes para Etiopía en 1935. Pero de lo que también deberíamos ser todos partidarios es del principio de realidad y de no confundir el análisis con la propaganda de guerra.
Rusia es un estado autoritario con fuertes mecanismos de control social, un fuerte nacionalismo alimentado por décadas de agravios y una población lamentablemente acostumbrada a la crisis económica y a la guerra. Las imágenes de miles de rusos huyendo hacia países vecinos como Finlandia, Georgia o Uzbekistán son un signo de que las sanciones funcionan pero también lo es de que su efecto sobre el ánimo de la población rusa no es en estos momentos el de incitar movilizaciones masivas susceptibles de poner en jaque el gobierno de Putin.
Pero mirémonos por un momento a nosotros mismos. Europa no se encuentra bien pertrechada para afrontar las consecuencias de la “guerra financiera” ni en términos económicos ni políticos. La realidad es que no nos hemos preparado adecuadamente para una situación como esta. La dependencia energética y de materias primas respecto a Rusia está teniendo efectos severos sobre la inflación a pesar de que las sanciones han excluido el gas y el petróleo, lo cual, para más inri, ha redundado en ingresos extraordinarios de las exportaciones rusas.
Los efectos para la moral de nuestra propia población y para la todavía débil arquitectura europea pueden ser muy peligrosos si no se toman medidas enérgicas con agilidad. En Las consecuencias económicas de la paz, Keynes advirtió de que las sanciones contra la Unión Soviética afectarían especialmente a Alemania y alimentarían la desesperación de la sociedad y la tentación del autoritarismo militarista. Las sociedades europeas no están exentas de ese riesgo. Paradójicamente, la confrontación contra el autoritarismo ruso podría redundar en un crecimiento de las opciones políticas autoritarias en Europa. VOX, que admira discretamente a Putin y se ha beneficiado indirectamente de su financiación, parece haber leído esa oportunidad: emular a Putin en nombre de la guerra contra Putin.
La falta de preparación unida a la inflamación de la retórica bélica lleva a situaciones como la vivida estos días en el Parlamento Europea. La semana pasada el alto representante de asuntos exteriores, Josep Borrell, realizaba un discurso ardoroso contra Rusia que muchos medios de comunicación no dudaron en calificar de histórico. Esta semana el mismo Josep Borrell solicitaba en una nueva intervención en el Parlamento que los ciudadanos europeos bajemos la calefacción para dañar las exportaciones de gas ruso. El contraste entre la grandilocuencia de la oratoria y el patetismo de los hechos no podría ser más elocuente ni más desolador. Podemos pagarlo muy caro.
Llevamos no años sino décadas advirtiendo que debíamos reforzar nuestra soberanía energética con el despliegue de las renovables para reducir la dependencia de los combustibles fósiles y estamos sufriendo las consecuencias. Llevamos años reclamando una reforma del sector eléctrico que evite súbitas subidas de precios asociadas al aumento del precio del gas como consecuencia del sistema marginalista de regulación de precios y ahora quienes decían que era imposible empiezan a darnos la razón. Los partidos reaccionarios han criticado agriamente que el gobierno estadounidense dé un giro pragmático a sus relaciones con países como Irán o Venezuela para aislar a Rusia y mejorar el suministro de crudo. Es difícil tener una perspectiva de los acontecimientos más sesgada por los apriorismos ideológicos.
Por un lado, parece evidente que Europa ha hecho un balance inadecuado de la efectividad y la celeridad que van poder tener las sanciones contra Rusia y la ayuda al pueblo ucraniano. Por otro lado, no ha habido una preparación adecuada en el terreno económico y social para paliar el impacto de estas acciones sobre nuestras propias sociedades lo que nos debe obligar ahora a una intervención de las instituciones rápida y eficaz singularmente en el sector energético. Todo ello se ha acompañado de un discurso que ha puesto el acento en la épica bélica pero que no está respaldado por los hechos. El discurso bélico se corresponde bien con una política autoritaria y con el fomento del ultranacionalismo pero se corresponde mal con una lógica pluralista y democrática, y con la atención de los problemas sociales provocados por la guerra. La movilización de las sociedades europeas no podrá sostenerse ideológicamente desde el nacionalismo como en el caso ruso sino solo desde los valores de la solidaridad y de la paz. Es desde ahí desde donde podemos concebir una política eficaz y realista contra la invasión rusa y a favor del pueblo ucraniano, y es desde ahí desde donde podemos concebir una intervención de las instituciones europeas y estatales para minimizar el impacto de la guerra sobre nuestras sociedades.