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LA LIBRERÍA

Las mujeres ‘Matrioskas’ de la guerra, de Marta Carnicero

La escritora catalana trae al presente el horror de la violencia sexual genocida que sufrieron mujeres y niñas en la guerra de Bosnia, y que sufren en todas las guerras

6/02/2023 - 

VALÈNCIA. Leer no es divertido. O mejor dicho: leer no es divertido per se. Leer —y no nos referimos al mero proceso de decodificar mensajes escritos en un código conocido: aquí, en este contexto, estamos hablando de leer (vivir) literatura— puede ser una experiencia dolorosa. La literatura puede ser entretenida, aunque por lo general nos acercamos a ella en busca de otras experiencias diferentes en lo sustancial a lo que, desde el consenso, consideramos entretenimiento. Leer es entrar en la cabeza de otra persona. Calzarnos su piel, sus órganos y su historia y redescubrir el mundo desde sus ojos, impresiones e interpretaciones. El viaje es siempre distinto. Nadie experimenta la existencia como nadie. Sucede que la literatura es una de las formas más depuradas de contarnos y darnos sentido de todas aquellas con las que ha dado para este fin el ser humano. 

La literatura nos sirve para ponerle palabras a lo que no queremos que quede olvidado entre las inconcebibles páginas de las moiras. Esas cosas que queremos fijar pueden ser epifanías leves y delicadas como un haiku, o densas nebulosas emocionales en las que algunas estructuras se condensan y brillan, y otras colapsan formando profundas simas negrísimas. A veces leer es sinónimo de sufrir, sin paliativos. Hay lecturas que nos castigan el hígado capítulo a capítulo. ¿Por qué las leemos, entonces? La respuesta es que leyendo, exploramos lo que significa ser: lo hacemos en toda la amplitud que nos permite nuestra capacidad de expresarnos. Al gran misterio —o eso nos parece— le dedicamos todo lo que escribimos. Muchos territorios de los que holla nuestra especie solo los conoceremos leyendo, algunos por suerte, otros por desgracia. ¿Es cierto eso de que de la alegría y la felicidad no generan obras tan trascendentales como las que propician la tragedia o el desamparo? Todo parece apuntar a que sí, a que es cierto. 

Aunque al inicio de la guerra de Ucrania hubiese quien asegurase que Europa vivía en paz desde la II Guerra Mundial —sorprendentemente (o no) no fueron ni uno ni dos quienes repitieron semejante idea—, la verdad es que en los noventa, otro conflicto catastrófico abrió una herida que hoy día aún sigue sin cerrar e infectada. Una sucesión de guerras que arrasaron los Balcanes a todos los niveles y que culminó con la desintegración de Yugoslavia (un bello nombre que significa tierra de los eslavos del Sur [yug: sur], y que no tiene nada que ver con el instrumento de madera o con la obediencia obligada), bombardeo de la OTAN ordenado por Solana sin agresión previa a país miembro y sin aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU incluido. Diez mil toneladas de bombas durante setenta y ocho días que causaron miles de muertos. Es curioso que expertos en historia europea puedan olvidar no solo estos hechos, sino el resto de atrocidades que se cometieron durante una década. 

Atrocidades como las que sucedieron en el hotel Vilina vlas durante la guerra de Bosnia de 1992, y cuyas consecuencias ha logrado transformar Marta Carnicero en literatura en un libro durísimo y complejo que publica Acantilado y que lleva por título Matrioskas (de Matriona, un nombre que en Rusia se asociaba con la imagen de la madre de una gran familia campesina). Allí, en aquel edificio que posteriormente acogería de nuevo a turistas sin avisar de los horrores que habían tenido lugar entre sus paredes, se violó sistemáticamente a mujeres y niñas bosnias que habían sido secuestradas por paramilitares serbobosnios y serbios que en muchos casos, eran sus propios vecinos, cuando no amigos. Muy pocas sobrevivieron, bien porque fueron torturadas y asesinadas, bien porque se suicidaron. Los horrores de la violencia sexual que sufrieron las mujeres bosnias de Vilina vlas y de tantos otros lugares (las violaciones no ocurrían solo en estos campos de concentración-violación, sino en cualquier sótano o piso) respondían a un plan genocida: se buscaba destruirlas, borrarlas, y con ellas, a toda su comunidad, y una forma de hacerlo era, además de humillándolas, condenándolas a engendrar hijos de sus violadores. Muchos de esos niños fueron abandonados. Otros corrieron peor suerte. 

En Matrioskas asistimos al dolor de las cicatrices desde dos puntos de vista: el de las madres que no fueron madres, y el de las hijas e hijos que fueron víctimas desde su propia gestación. Es tan grande el talento de la autora para empatizar y para reconstruir el infierno de la humanidad desde los escombros que ya se han olvidado o blanqueado, que en determinados momentos hay que hacer serios esfuerzos por seguir leyendo: “Has empezado a recoger el pelo de Nina en una trenza, con la esperanza de ocultar los diecisiete que ha cumplido. El trabajo en la cocina no os protege, pues de noche, cuando los soldados aparecen buscando jaleo, vosotras estáis ya de vuelta en la nave. Cualquier ruido, después de que oscurezca, enciende las alarmas: los portazos, el motor de los camiones que vienen y van. No parece que la elección siga patrón alguno, como si fuese el azar, y ningún otro factor, lo que convierte en premiado uno u otro boleto. A medida que las van tocando, las mujeres se levantan y se marchan sin volverse, por si la despedida implicase el fin y lo esencial fuera garantizar el retorno, a cualquier precio”. 

No es una lectura fácil, desde luego, sin embargo, pese a cómo afecta al ánimo, se quiere seguir adelante, saber más de lo que ocurrió, no permitir que lo que pasó, lo que se hizo, caiga en el pozo de la desmemoria. La violencia sexual contra las mujeres se ejerce en todas las guerras, en cualquier parte del mundo, a cada momento. Ahora mismo está pasando. Da igual quiénes se maten: las mujeres van a sufrir una violencia muy específica y extremadamente cruel. Las guerras yugoslavas no fueron una excepción. Excluirlas del recuerdo oficial por los intereses que sean repercute de nuevo en ellas (en todas), y en nosotros todos como especie, como eso a lo que llamamos humanidad, y que paradójicamente empleamos como sinónimo de sensibilidad o compasión. No nos lo hemos ganado. 

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