El investigador italiano nos ofrece en esta maravillosa obra de divulgación científica el relato de cómo descubrimos una nueva forma de ver el universo y a nosotros mismos
VALÈNCIA. A poco que uno se adentra en los entresijos de las ciencias que tienen como objeto de estudio el cosmos, descubre con asombro que nada es como pensaba, y que de hecho, para entender lo inimaginable, además de datos, hace falta mucha imaginación. Es admirable lo que hemos logrado desde Galileo hasta ahora en lo que a herramientas para observar el espacio se refiere. Con todo y con eso, ver, lo que se dice ver, vemos, pero no como la gente suele idealizar. La astronomía es poco agradecida. Hermosas imágenes de cuerpos celestes y otro tipo de estructuras tenemos, pero muy pocas para lo que existe, que está tan fuera de nuestro alcance concebir que dejaremos las cifras para otro día [como apunte: hay más estrellas en el universo que granos de arena en las playas de la Tierra]. No solo eso: la inmensa mayoría de lo que encontramos e identificamos está tan lejos que nunca llegaremos siquiera a acercarnos un poco. Lo estrella más cercana, Alfa Centauri, está a 4,3 años luz. Es decir, a la distancia que recorrería la luz en ese tiempo: 41,2 billones de kilómetros. Y nosotros no nos movemos por el espacio tan rápido: la sonda que ha alcanzado mayor velocidad lo ha hecho acelerando hasta 587 000 km por hora. Nada que ver con los 300 000 kilómetros por segundo de la luz. Y hablamos de una sonda no tripulada. Así que consagrar una vida a la astronomía es hacerlo a algo asombroso pero inalcanzable. En cuanto a ver, se ve sobre todo a través de señales y cálculos, por medio de diferentes métodos. Uno es la espectroscopía: se analiza el espectro de luz que recibimos de los astros y en función, por ejemplo, de las bandas oscuras de dicho espectro (las líneas de absorción), sabemos la composición del objeto en cuestión por la longitud de onda que absorbe cada elemento. El efecto Doppler, como el del sonido de los vehículos en marcha cuando pasan cerca y los oímos llegar y alejarse, nos permite saber acerca de objetos cósmicos en movimiento.
Uno de los métodos más sorprendentes de los que disponemos para percibir el universo tiene que ver con una predicción de Einstein de hace un siglo. La historia de cómo trabajamos en conjunto para demostrar la predicción, y con ello a la vez que somos mucho más capaces cuando trabajamos codo con codo, es la que narra el físico italiano Matteo Barsuglia en Las olas del espacio-tiempo: La revolución de las ondas gravitatorias, que publica Alianza Editorial con traducción de Miguel Paredes Larrucea. Las obras de divulgación científica, las buenas, son pura literatura: una mezcla emocionante de aventura, suspense y poesía. Las leemos en la piel de unos animales que han crecido mirado al cielo nocturno, preguntándose qué hay ahí arriba, cómo, por qué, desde cuándo. La divulgación científica no tiene parangón porque de un modo u otro nos habla de las grandes preguntas de la existencia desde la perspectiva de los éxitos tratando de responderlas. Esto es así especialmente en lo que concierne a la física, porque no hay mayor misterio que el universo y su funcionamiento. ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Qué es el tiempo? ¿Cuántas dimensiones existen? El descubrimiento de las ondas gravitacionales por parte de LIGO (Laser Interferometry Gravitational-waves Observatory) el catorce de septiembre de dos mil quince, detectadas también posteriormente por el centro europeo Virgo —en el que Barsuglia ha desempeñado un papel esencial como director de investigaciones del CNRS de Francia en el laboratoire Astroparticule et Cosmologie—, es un paso más en la dirección de la complejísima gran respuesta. Esa primera detección es fruto de un trabajo colectivo internacional asombroso que culminó un esfuerzo de cincuenta años, una epopeya científica que Barsuglia narra en este libro de un modo apasionante, haciendo que no podamos parar de leer hasta terminarlo. ¿Hay algún tema literario que pueda igualar el fenómeno que provocó esa primera detección, lo que implica el descubrimiento, y la odisea hasta crear un detector con una sensibilidad tan increíble como la de los interferómetros que la captaron?
“Tenemos así dos monstruos cósmicos, agujeros negros o estrellas de neutrones, que bailan uno en torno al otro durante millones de años, aproximándose entre sí tímidamente. Las ondas gravitatorias emitidas son aún demasiado débiles para ser detectadas. Lo que se capta hasta ese momento es una frecuencia pura, una nota muy grave. Al seguir girando, las ondas se hacen más intensas y agudas. La espiral se torna más nítida. Los astros giran ahora a velocidades cercanas a la de la luz. Y finalmente resuena ese gorjeo final, suficientemente intenso y agudo como para ser detectado por Virgo y LIGO, justo antes y durante la fusión. A continuación vienen algunas vibraciones residuales del objeto que acaba de formarse, y después el espacio-tiempo vuelve a ser un océano en calma”. Insuperable. La divulgación científica debe ser considerada el gran género de nuestro tiempo: lo hitos actuales en la ciencia son mucho más extraños que la magia. Un agujero negro es el gran ejemplo. Dos agujeros negros girando casi a la velocidad de la luz, un ejemplo mucho mejor. Hay que reconocerlo: los italianos tienen un don para el género. Tenemos a Barsuglia, y tenemos, por supuesto, a Carlo Rovelli y El orden del tiempo, del que ya hemos hablado en esta sección. La detección de estas ondas, que nos abren los ojos a fenómenos que hasta ahora no habíamos podido ver, nos demuestra otro factor clave: seguimos teniendo la capacidad de ponernos de acuerdo para alcanzar un fin común que nos sacó de las tinieblas, esa que ha sido protagonista de nuestros más maravillosos hallazgos, porque nunca lo olvidemos, la ciencia no se hace sola y nadie es una isla, ni siquiera en este vecindario cósmico en el que no se ha recibido respuesta alguna a la llamada de la humanidad. De momento.
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