En Xàbia, Benitatxell, Teulada y Calpe

Las últimas pesqueras de La Marina

Este arte de pesca, que aún se practica en los acantilados de la Marina Alta, está a punto de desaparecer. Una forma ancestral de subsistencia que conectó el mundo rural con la pesca artesanal.

| 07/04/2023 | 9 min, 23 seg

Atardece en el cabo de la Nao (Xàbia). El sol, que apenas una hora antes brillaba con una fuerza excesiva para esta época del año, se retira hacia el oeste. Todavía quedan dos horas y media de luz. Descender por los riscos y acantilados del extremo más oriental del litoral alicantino, con la claridad de las cuatro de la tarde de un lunes de febrero y sin acarrear nada de peso, no resulta demasiado complicado si miras por dónde pisas. Pero imagino a los hombres que bajaban por esos peñascos, se quedaban allí durante horas, y luego ascendían esos cincuenta o sesenta metros de noche, completamente a oscuras, con el pescado que habían capturado y quince kilos a sus espaldas. Imagino a sus mujeres, a sus madres,  aguardando en casa a que volvieran al romper el alba, muertas de miedo. Me parece una hazaña que no deberíamos olvidar. 

Toni Creus tiene los ojos del color del aguamarina y la piel morena, surcada por esas arrugas que concede el mar a las personas que han pasado mucho tiempo junto a él. Tiene aspecto de marinero, pero fue agricultor, uno de los últimos que vivió exclusivamente de la agricultura en Xàbia antes de que el turismo arrasase con todo. Es delgado y ágil. Podría bajar ese tramo del cabo casi con los ojos cerrados. Es el camino que conduce hasta la pesquera que lleva su apellido, la pesquera de Creus. La primera vez que bajó tenía siete u ocho años. Lo hizo con su padre que ya pescaba allí. «Hoy en día choca que un niño baje por estos barrancos, pero yo agradezco a mi padre cada día que me llevase», asegura.  Toni explica que es de los últimos que queda, por herencia familiar, en tener una pesquera y, orgulloso, explica que a su hijo de once años «le encanta pescar y me pide bajar, pero no quiero que lo haga hasta dentro de unos años». Y es que, es consciente del riesgo que esconde el paisaje.

Apenas quedan tres pescadores que siguen practicando este arte de pesca, que comenzó como una forma de supervivencia para los agricultores más humildes, que entre diciembre y febrero, cuando la tierra rebajaba su producción, se aventuraban hasta la costa para llevar a casa algo de comer y vender el resto para ganarse «unas perras que completasen el jornal», siempre insuficiente. A aquellos hombres se les conocía como encesers, por la luz que llevaban consigo para atraer a los peces.  Al parecer este tipo de pesca comenzó a mediados del XIX y se popularizó sobre todo en la posguerra, cuando la necesidad apretaba. Sin embargo, Toni cuenta que existe un documento de defunción de 1570, donde figura que un vecino de Xàbia murió pescando a la passa o a la luz.

Los cañizos para el secado de la pasa

Los agricultores bajaban por los acantilados de Xàbia, Benitatxell, Teulada y Calpe con la ayuda de cuerdas y escaleras que ellos mismos fabricaban con los únicos materiales que tenían a mano: madera de pino, cañas y esparto. Todavía quedan muchos restos en las rocas de aquel pasado no tan lejano, huellas que se divisan al navegar desde las embarcaciones y también en tierra, asomándose a los distintos miradores que salpican la costa. Lo abrupto del terreno les obligó a idear una forma para sostenerse y poder pescar durante las largas noches de invierno. Los cañizos que utilizaban para secar la uva moscatel y transformarla en uva pasa —la producción de esta uva fue la principal fuente de riqueza de los pueblos de la Marina Alta durante más de doscientos años— les dio la solución. Convirtieron aquellas cañas en una plataforma que colocaban perpendicular al acantilado y sujetaban a las rocas con cuerdas, a dos o tres metros del mar desde donde aguardaban para capturar, sobre todo, sepia y calamar, y también peces de roca.  

Por encima, cien metros de abruptas paredes verticales; por debajo, la imponente oscuridad de las profundidades marinas que, en algunas pesqueras, llega hasta los veinte metros. No sé qué intimida más. Seguramente, para aquellos agricultores que no sabían nadar, el mar suponía una amenaza mayor. Las historias de caídas y accidentes son habituales entre los pescadores que frecuentan la zona. «Tengo un tío que es de los únicos que se salvó de una caída de treinta metros pescando en La Ferradura. Lo salvaron unos pescadores y, al poco tiempo, se encontraron a uno de ellos en el agua, muerto con el rall, una dorada y el capazo», cuenta Toni Creus.

El rall, la llença y la fitora

El capazo al que se refiere Toni es el que llevan los hombres a la espalda para transportar los diferentes utensilios de pesca y el cebo, jurel y caballa. Elaborado con esparto, el capazo que todavía hoy se utiliza tiene un sistema de sujeción que, en el caso de una caída o un traspiés, con solo tirar de uno de los extremos uno puede librarse de él y de su carga. Para atraer a los peces, los hombres se valían de una fuente de luz que deslumbraba a los animales en el agua. Normalmente, eran lámparas de carburo o de aceite que, con los años, y ante el riesgo añadido de que prendieran las cañas, se sustituyeron por linternas. Otro elemento imprescindible a la hora de pescar es el rall, una red en forma circular que se lanza al agua encima de los bancos de peces que se acercan atraídos por la luz. La que utiliza Toni era de su abuelo y pesa ocho kilos. La imagen del pescador lanzando el rall desde el cañizo es seguramente la más icónica de este arte pesquero. La llença es otro de los utensilios que se sumergen en el mar y queda amarrada al cañizo a la espera de que pique la presa. También los pescadores empleaban la fitora, una especie de tridente de hierro, con un número mayor de púas, que se lanza al mar al divisar el pez. La que utiliza Toni era de su padre; la de su abuelo está en un museo en València. «Con la fitora no soy tan bueno; he tirado cien veces y he llegado dos», confiesa entre risas.

Impresiona el aguante del cañizo. El que nos sostiene sobre el agua tiene veinte años y, según Toni, «aguanta a tres tíos de cien kilos». Sorprende también la agilidad con la que el pescador se maneja en este reducido espacio. Lanza el rall, coloca la llença y muestra el funcionamiento de la fitora. El sonido del batir de las olas contra las rocas es hipnótico. Una vez dejas de temer que aquel puñado de cañas no vaya a aguantar, quedarse allí es cautivador. «Cuando estás aquí, lo de atrás es como si desapareciese; te metes en lo que estás haciendo y te olvidas de todo», comenta con razón, pues la desconexión es absoluta, y por supuesto, no hay cobertura que estropee el momento. ¿Alguna vez te has caído al agua?, le pregunto. «Afortunadamente no», asegura entre risas, y me da un consejo. «Si alguna vez te caes, lo primero que tienes que hacer es quitarte los zapatos. Es lo que hace que te vayas para abajo», advierte.

Proteger las tradiciones

Cada una de las pesqueras que se extienden por estos acantilados tiene nombre propio. Puede ser el de la persona que la creó o un nombre que simplemente describa una característica o el lugar donde se encuentra:  La Catedral, El Ti Belo, pesquera del Forat, pesquera La Palera, pesquera de Mata… En el maravilloso libro Nits de Tinta, del fotógrafo inglés afincado en La Marina Jake Abbott, que fascinado por esos pescadores que se jugaban la vida fotografió durante dos décadas el universo de las pesqueras, se explica que los terrenos sobre los que se instalaban en los acantilados son de titularidad pública, es decir, que las pesqueras no tenían ninguna identidad legal. No obstante, desde siempre se ha respetado un derecho consuetudinario de uso personal e intransferible adscrito a la persona que había montado la pesquera, que la había heredado de sus antepasados o que la había comprado a un propietario anterior. Por tanto, tienen nombre, cada una es diferente y con un ‘propietario’ exclusivo. 



A Toni Creus le brillan los ojos mientras disecciona la historia de las pesqueras. Me enseña dos álbumes con fotos de cuando era joven y bajaba a pescar todas las semanas tres o cuatro días. «Nos recorríamos desde el Cap Negre hasta Benitatxell», asegura. Me muestra recortes de periódicos de principios de los noventa. Ya entonces comprendió que aquello que habían construido sus antepasados era un tesoro. «Llevo más de treinta años luchando para dar a conocer este patrimonio que nos pertenece a todos, pero las administraciones pasan. Podrían aprovecharlo, podrían contar lo que se hace aquí, ayudarnos a legalizar este tipo de pesca y proteger las pesqueras, pero no hacen nada», explica resignado. Pero Toni no tira la toalla y, aunque de una manera tímida, parece que algunos jóvenes se están interesando por revitalizar las pesqueras. «Yo lo que quiero es que se regulen y se protejan. Es una tradición lo que se ha vivido aquí en los acantilados y reconocerla es respetar a los nativos del pueblo. Se hace en muchos pueblos, ¿por qué no nosotros?», se pregunta. «Este cañizo se lo han llevado veinte veces a la feria de turismo de Fitur, pero luego nada de nada —y añade—. Hay que intentar recuperar las tradiciones, si no, acabaremos perdiéndolas».


Ahora Toni ya solo baja a la pesquera tres o cuatro veces al año. Pero hubo un tiempo que, con la cuadrilla de amigos, se recorrieron todas las pesqueras de la zona. Restauraron muchas. «Fue una época fantástica; indagar en nuestro patrimonio y conocer la riqueza que nos dejaron nuestros antepasados fue increíble», subraya. «Muchos dicen si esto es un hobby, pero para mí no es un hobby, es más bien un ritual… También dicen que si estamos locos, pero para mí, tener esto ha sido una salvación. Esto me ha aportado todo. Es la penicilina de cualquier persona», concluye. 


Este artículo se publicó en la revista Plaza del mes de marzo

Comenta este artículo en
next