VALÈNCIA. El amor es la gran pregunta pero, ¿dónde se puede buscar la respuesta? Lo primero que nos vendría a la mente serían las relaciones sexoafectivas, ya sean el matrimonio tradicional o las nuevas formas desprejuiciadas de generar vínculos. También podría ser en otras estructuras de vínculos, como las amistades o la familia.
Aixa de la Cruz explora en su nueva novela, Todo empieza con la sangre (Alfaguara, 2025), la tercera vía: la de la espiritualidad para llenar ese vacío existencial que nos deja la soledad y la búsqueda del amor. Una búsqueda que hace suya, incorporando textos de la tradición católica y mezclándolos con Cumbres Borrascosas y sin olvidar su estilo visceral y preciso.
—En Todo empieza con la sangre, hablas de lo espiritual pero sin quitarle espacios a las referencias a lo corporal. El vacío como una realidad con impacto corporal. En esta novela, donde hay tanto espíritu, no hay menos cuerpo.
—La experiencia emocional es una experiencia profundamente corporal. Yo, al menos, noto las emociones como calor, como algo que se mueve dentro. Obviamente, es algo físico. Y ahí se da una falsa dicotomía que también está presente en lo religioso: lo profano y lo sagrado como si fueran irreconciliables, y eso remite al cuerpo y al espíritu. Pero todas las experiencias estéticas y místicas son también corporales. Santa Teresa habla mucho del cuerpo, de la rigidez, de los calores… Para mí, esa dicotomía no existe. Me sorprende que desde fuera se perciba, porque lo tengo bastante integrado. En esta novela, además, era importante la idea de encontrar la interioridad mirando hacia dentro del cuerpo. Es algo que aparece en el momento en que la protagonista, por culpa o gracias al confinamiento, se enfrenta a los espacios cerrados, y eso incluye el cuerpo: el cuerpo como espacio, como casa. Solo cuando te pones a mirar dentro es cuando encuentras el espíritu.
—Sorprende la cantidad de formas en las que nombras el vacío, desmontando la idea de que no tiene entidad. Al contrario: en la ausencia, en lo que no sucede o deja de suceder, también está todo.
—Por supuesto. Tenía muy presente, por ejemplo, cómo se habla del karma y el deseo en el budismo. Para ellos es algo de lo que hay que desprenderse, pero al mismo tiempo lo definen como el motor de la vida: estamos atrapados en la repetición kármica por culpa de ese deseo insaciable. Yo lo veo desde una perspectiva positiva. En el fondo, el deseo es la vida. Y gracias a que no es aprehensible, a que siempre va dos pasitos por delante de nosotras, seguimos en movimiento y seguimos en búsqueda.
—En los agradecimientos dices que partías de un “analfabetismo religioso”. ¿Cómo una persona que se describe así se acerca con tanta sensibilidad a lo espiritual?
—Yo me haría otra pregunta: ¿cómo una persona que se dice literata no había leído la Biblia en 36 años? Es sorprendente. Fue un proceso. Partía de una sinopsis: una mujer obsesionada con lo romántico que va encadenando relaciones que no funcionan, hasta que se da cuenta de que quizás no está buscando a un amante, sino a Dios. En ese momento pensé: “¿Qué hago con ella cuando llegue esa revelación?”. Y mi primera inercia fue mandarla a un ashram, a un monasterio budista... siempre con esa mirada exotizante hacia Oriente, como si la espiritualidad implicara hacer turismo.
Cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, me pareció aberrante. Entonces entendí que tenía que hacer otra cosa, aún más complicada: hermanarme por proximidad geográfica con el catolicismo. Ese es uno de los retos divertidos de la novela: cómo un personaje absolutamente profano, en términos de Iglesia con mayúsculas, puede acercarse al catolicismo, reapropiarse de sus códigos y construir un itinerario religioso a su medida.
Y yo repliqué un poco ese camino. Me aproximé desde cero, con una mirada limpia que creo que es generacional. En mi familia, el catolicismo está asociado al franquismo, a los abusos de las monjas en el colegio… Está todo empantanado en eso, como es natural. Pero también existe la posibilidad de acercarse sin ese ruido histórico y encontrar grietas. Leer textos siempre es encontrar una grieta por la que colarte, y creo que eso también se puede hacer con las grandes tradiciones religiosas.

- -
—La novela parece rimar entonces tres procesos de búsqueda: el de la protagonista, el tuyo descubriendo este mundo, y el natural de cualquier novela (porque todo proceso de esritura también es una búsqueda).
—Totalmente. El proceso de escritura es siempre hermenéutico: descubres el camino a medida que lo recorres. Y sí, percibo —y cuando digo percibo me refiero a abrir Instagram y ver qué te muestra el algoritmo— que hay una cierta sed de espiritualidad. Es cierto que en la novela me río bastante de lo new age, de esas dosis de espiritualidad empaquetadas que vienen de Oriente. Pero también hay algo reivindicable en ese tanteo: encontrar tu camino en la búsqueda de la fe, ahora que no estamos tan legislados desde arriba, va a ser necesariamente un proceso de ir tanteando con un palo.
—Esa mirada limpia sobre lo religioso también lo complejiza la experiencia; y en lo complejo, en lo desprejuiciado, es donde se abre la posibilidad de hallar la belleza.
—Como te decía, todo texto tiene muchas más grietas de las que imaginamos, y uno como la Biblia es muy poroso: puedes entrar por muchos sitios. Además, menos mal que me quedé con la tradición cristiana, porque esta doctrina, que pone el amor en el centro de todo, está muy vinculada con los temas de la novela. Al final, ¿qué estamos buscando? Amor. Pero ¿qué entendemos por amor? Esa es una de las grandes preguntas del texto.
—En tus novelas sueles explorar esa fina línea que hay entre el amor y la violencia. Fina línea en el sentido literal, porque a veces una sola línea de diálogo transforma una relación que el lector cree idílica en una situación de violencia.¿Qué te interesa de esa tensión?
—Es interesante, porque te das cuenta de que cada persona tiene su propia definición de amor, y muchas veces en esas definiciones cabe todo, también la violencia. En la novela contrapongo pasado y presente porque creo que es en la infancia donde se forman esas definiciones primigenias del amor, que además son prelingüísticas. Uno nace, cae en el mundo, y son los actos de tus padres —que supuestamente te aman— los que te enseñan qué es el amor. Y claro, si esas relaciones están viciadas por la violencia, como ocurre tantas veces, las definiciones del amor que se generan son muy subjetivas y muchas veces lo vinculan directamente con la violencia.
—También en Las Herederas estaba el uso de las drogas en tus novelas. ¿Qué dimensión adquieren aquí?
—Te escuchaba y pensaba: esto también es muy parecido a Las herederas. Creo que era Stanislav Grof, ese psiquiatra marciano que trabajaba con drogodependencias, quien decía que el drogadicto es alguien que busca a Dios y no se ha dado cuenta de ello. Aquí hay algo de eso. Se trata de alguien que va dando palos de ciego, buscando algo que todavía no tiene nombre, pero que probablemente sea lo espiritual. El camino de las drogas es un callejón sin salida, claro, pero puede ser el inicio de algo. En esta novela hay un uso más profano de las drogas al principio, pero también la idea de que, para la protagonista, la primera vez que tuvo un atisbo de que había algo más allá de esta realidad fue a través de los fármacos.
– También reaparece el tema de la psicoterapia. Si en Las herederas el foco estaba en la violencia psiquiátrica, aquí abordas el psicoanálisis. ¿Qué lugar ocupa?
– Es curioso, porque yo hago psicoanálisis. La pregunta es por qué me interesa el psicoanálisis y en cambio aborrezco la psiquiatría o la mayoría de terapias conductuales. Para mí, el psicoanálisis no tiene esa estructura jerárquica tan marcada. No hay alguien que sea experto en mi malestar y me diga qué tengo que hacer, sino alguien que se quita el ego para convertirse en espejo. Eso me parece valioso. Y también me interesa la temporalidad distorsionada del análisis: llegas con algo que te pasó hoy, pero nunca hablas del presente. Siempre se retrotrae todo, o se proyecta hacia el futuro… Esa lógica de causalidad más que cronología es algo que quise llevar también a la novela.

- Aixa de la Cruz, en una foto de archivo. -
- Foto: Eduardo Parra / Europa Press
– Violeta, la protagonista, crece leyendo el canon literario romántico, pero luego transita hacia otra dimensión espiritual con otras lecturas sobre el amor, en este caso religiosas. ¿Cómo se relacionan esas dos tradiciones de la palabra?
– Creo que en el fondo son tradiciones muy similares. En ambas hay una idealización del amor. Tanto en el canon romántico que lee la Violeta más joven como en la mística amorosa, se da la idea de lo sublime a través del amor. Me interesaba ese juego: cómo para que entendamos a Dios, se recurre al amor humano. ¿Es una metáfora o es lo mismo? Esa pregunta está en el Cantar de los Cantares, en San Juan de la Cruz y en toda la mística. Me parece muy potente la posibilidad de que nuestra forma de atisbar lo sagrado sea precisamente a través del amor entre nosotros.
– ¿Esta reflexión te hace sentir cierta responsabilidad al escribir sobre el amor, sobre cómo se construyen las relaciones?
– No sé si responsabilidad, pero sí creo que es una novela honesta en su falta de certezas. Cuando veo cosas como “una novela contra el amor romántico” en alguna faja, pienso: ¿yo dije eso? Ni siquiera tengo la certeza de estar en contra del amor romántico. No sé bien qué es eso que llamamos amor. Lo que he hecho ha sido escribir desde las preguntas, sin pretender ofrecer respuestas. No creo haberme posicionado de forma radical en ningún discurso, que además puede ser peligroso. Sí me importa, por ejemplo, reflexionar sobre cómo quizás no sabemos sostener el conflicto en lo relacional y huimos muy rápido —aunque también tengo claro que hay contextos en los que la única salida posible es la salida. Lo demás es duda alegre.
—Te quería preguntar por la bisexualidad. Sabina Urraca decía que, sin quererlo, todas las protagonistas de sus novelas eran bisexuales por defecto. A la vez, sigue habiendo una infrarrepresentación o una mala representación de la bisexualidad. Tú no solo haces referencia directa a la bisexualidad, sino que reflexionas sobre ella. ¿Desde dónde partes para pensar cómo debe estar representada en tus novelas?
—Sí. De hecho, la historia más sincera que puedo contar sobre esto es que me di cuenta, mientras empezaba a construir al personaje, de que le estaba trasladando parte de mi bifobia interiorizada. Al principio me hacía mucha gracia esta posibilidad de que hubiera dos protagonistas enamorados —un hombre y una mujer— y que ambos se definieran como homosexuales. Pensaba: “Mira qué vínculo tan intenso, que va incluso en contra de la propia identidad”. Pero de pronto me paré a pensarlo y fue como: ostras, esta chica que dice que es lesbiana, pero que está enamoradísima de este chico desde los quince años… igual no es que sea lesbiana, sino que aún no ha tomado conciencia de su bisexualidad.
Eso me llevó al otro extremo: ¿cuán violento puede ser también imponerle a alguien, por razones de activismo político, una etiqueta identitaria con la que no se siente cómoda? Porque al final hablamos de categorías que tienen que ver con algo tan privado como la sexualidad. Es un terreno muy pantanoso, y por eso me interesaba explorarlo desde ahí, desde la contradicción. Me lo he pasado muy bien escribiendo estos pasajes en los que ella sigue diciendo que es lesbiana y sus amigas se ríen de ella, porque también quería reivindicar esa posibilidad: que haya personas que no han hecho un proceso, o que no quieren hacerlo, o que simplemente no quieren que lo político se entrometa en lo identitario.
—Tus novelas, pero esta en particular, transmiten una sensación de oscuridad mientras se leen, pero al llegar al final uno piensa que, más que un desenlace luminoso, hay cierta luz en retrospectiva en toda la novela.
—Quiero pensar que sí. Alguien escribió algo que me gustó mucho: que Las herederas hablaba de lo que nos enferma, y esta novela plantea la posibilidad de empezar a encontrar una cura. No sé si es tan luminoso como eso, pero sí creo que hay una reflexión sobre lo cíclico. Porque lo cíclico no es necesariamente repetitivo: la protagonista parece volver al origen, pero ha atravesado muchas puertas a lo largo de la novela. Vuelve transformada, con la posibilidad de enfrentarse a lo viejo de una forma distinta Esta es una novela sobre la fe, y yo también tengo fe en eso: en que las experiencias nos permitan regresar a lo conocido con ojos nuevos.
—"El deseo es un motor y de poco sirve cuando todo está quieto”
—Sí. Para mí el deseo es como el hambre. Y gracias a que experimentamos el hambre como sensación física, no nos morimos de hambre. Con el deseo pasa lo mismo: cuando pienso en el deseo, pienso en estar viva. Me parece algo absolutamente indisoluble.
Curiosamente, escribí la novela con un cuadro de mi amigo Raúl Valero al lado [que es la portada]. No era consciente, pero luego me di cuenta de que lo que yo pensaba que era el deseo está en ese cuadro: cuando por fin lo tienes entre las manos, se desvanece. Pero precisamente por eso te obliga a seguir buscando. Y yo sí creo en la búsqueda como una gran constatación de que seguimos vivas.
—Y como esta novela tiene tan presente la idea de búsqueda, ¿cómo te ha afectado personalmente? ¿Qué huella deja en ti como escritora o como persona?
—Sin ser autobiográfica, ha sido una novela que he vivido como muy autobiográfica. Para dotar de realismo ciertas escenas he tenido que pensar mucho en mi infancia, en mi adolescencia… y no son lugares cómodos de transitar. Ha sido un proceso muy emocional, incluso físicamente cansado.
Pero lo más emocionante ha sido todo lo que he leído para escribirla. Descubrir la tradición mística cristiana, por ejemplo, y darme cuenta de los parecidos transculturales que hay cuando leemos mística. Que haya manuales del siglo XV, dentro del cristianismo, que te propongan básicamente vaciar la mente y sentarte a meditar... fue como: ostras, de pronto distintas tradiciones, en lugares muy remotos y sin contacto entre sí, llegan a intuiciones muy parecidas. Eso me sorprendió mucho y, en cierto modo, me ha hecho hasta un poco religiosa. Como Violeta, he empezado a intuir que igual la búsqueda va por otro lugar.