Libros y cómic

LA LIBRERÍA

Relatos ‘Venecos’ y el orden de las cosas

Páginas de Espuma publica esta antología de relatos venezolanos en la diáspora, una serie de encuentros, hallazgos y diálogos que firma con tinta áspera Rodrigo Blanco

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VALÈNCIA. El lenguaje tiene muchas formas de disminuirnos: una de las más habituales es abreviar con brusquedad un término que nos define despojándonos así a ambos —a la palabra y a nosotros mismos— de cualquier posible complejidad, y reduciéndonos en consecuencia a una caricatura. Ocurre que este fenómeno es especialmente común con las nacionalidades: estas engloban a individuos como nosotros y ajenos, si es que eso tiene algún tipo de sentido en el contexto en el que hablamos. Algunas de estas nacionalidades son nuestras vecinas al otro lado de la frontera. Con los vecinos, como todo el mundo sabe, las relaciones no suelen ser idílicas: cuando no son ruidosos son incomprensibles y en muchos casos encima les da por visitarnos. Otras son las de esos congéneres que han venido a instalarse en nuestra parcela terrícola sin ser invitados y por si eso no fuera suficiente, lo han hecho además con pocos recursos y muchas necesidades. Por lo general, aunque hay excepciones, cuanto mayor el desnivel a favor de lo segundo, más se desnaturaliza la nacionalidad mermando la palabra. Repartidos por el mundo hay ahora mismo millones de venezolanos que en muchos momentos son también venecos, en función de lo ajenos que los sientan aquellos con quienes han ido a convivir, en lo cual tiene gran parte que ver el dinero. Venezuela como nombre de país tiene una sonoridad fabulosa —pese a que parece ser que su significado es el de una Venecia pequeña a juicio de los primeros colonizadores que arribaron allá—. Venezolano, venezolana, por tanto, comparte esa forma de resonar que sin embargo mutila el despectivo veneco. Con poco se puede decir mucho, sobre todo en la diáspora, y eso lo sabe bien y lo demuestra Rodrigo Blanco en su colección  de relatos que publica Páginas de Espuma con título, claro, Venecos.

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“A la semana siguiente, fue hasta la tienda por departamentos donde la señora le había comprado la camisa. Habló con el dependiente y la cambió por otra camisa, un pantalón y dos pares de zapatos. Todas las prendas eran de buen gusto y más económicas. Días después, Mariana lo llevó a casa de su madre para almorzar. Oswaldo se pertrechó con el botín repartido que obtuvo por la camisa de seda. Su mujer saludó a la madre y se fue directo a ayudar en la cocina. Él quedó a solas con la señora y como si fuera un maniquí, posó ante ella para que apreciara la vestimenta.

—¿Qué pasó con la camisa de seda? -le preguntó.

—La cambié por todo esto -dijo Oswaldo.

—¿Por qué hiciste eso? ¿No te gustó?

La respuesta de Oswaldo impidió cualquier reproche.

—Esa camisa era tan hermosa, señora, que para ponérmela hubiera sido necesario antes cambiar de vida. La señora, que estaba al tanto de la revoltosa agenda de su cuasi yerno, comprendió lo que le quiso decir. Tanto así que selló el pacto con un beso”. Es muy difícil escribir algo tan hermoso, tan perfecto, como esa última intervención del diálogo (en negrita) que firma Blanco con el mismo trazo sistólico con el que se estampa su rúbrica en la contraportada del libro. Este pasaje es memorable, y una buena síntesis de lo que es una obra en la que no faltan ideas y diálogos de gran intensidad, en muchas ocasiones, velada, o dicha sin decir. ¿Se ha quedado ella de verdad embarazada tras la apuesta y la franela del último concierto de Cayayo Troconis? ¿Es esa nueva vida real, o solo una bifurcación en el curso de los acontecimientos producto del anhelo? ¿Qué cree estar diciendo a su antiguo profesor el alumno en Marruecos por medio de sus atrocidades? ¿Cómo ha llegado la cadaverina a la boca del desconocido con aspecto de Gustavo Cerati si este viviese en Rayuela?

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Efectivamente lo que sucede en la vida, en gran medida no depende de nosotros, pero en pequeña medida sí y ahí nuestra mano e intención tienen mucho que decir. Los personajes de Nuria Labari en No se van a ordenar solas las cosas, también en el catálogo de Páginas de Espuma, no disponen o han perdido —o así lo sienten— el control de las cosas. Los relatos de esta colección de Labari tienen una enorme calidad, pero de todos ellos hay uno, El mundo cuando mueras, que es conmovedoramente devastador y excelente a nivel literario: “Semanas más tarde, el marido insistió en vender sus cosas. Puso un precio ridículo a toda su ropa en Vinted y ofreció grandes lotes por muy poco dinero. Se deshizo de todo excepto de un par de jerséis que la mujer insistió en conservar. Y la ropa de estar por casa que llevaría hasta el final. Vendió hasta la chaqueta de cuadros que tanto le gustaba y que ella sugirió ofrecer a algún amigo.

—Es una suerte no haber tenido hijos -dijo.

—No quiero que te toque repartir los pedazos de un sudario -dijo.

—Hay que quemarlo todo, como los vikingos -dijo.

Aunque no encendió ningún fuego, el hombre ofreció su escritorio de madera de roble en Wallapop, tiró toda su colonia a la basura, regaló (eso sí) sus dos únicos relojes a sus dos mejores amigos y, por último, subió a los altillos todo lo que supuso que podría doler cuando ya no estuviera. Como ya no tenía fuerzas, ella tuvo que ayudarle con la escalera y cargar las enormes cajas negras sobre sus hombros. Cada vez que subía una caja se balanceaba como si estuviera portando un féretro. Era su ritual, el de los dos. El hombre sabía que la mujer nunca buscaba nada en los altillos, que no recordaba lo que allí se almacenaba ni lo extrañaba. Y eligió condenar a las alturas del olvido todo lo que quedara de él”. Poco más que decir, o quizás una última cosa: lo brillante que es asistir al paso del tiempo, la terrible dimensión, en ciclos de lavadora.

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