VALÈNCIA. Las primeras imágenes de la película nos trasladan a un paisaje casi fantasmal. De noche, las copas de los árboles se mecen por el viento y poco a poco comienzan a caer. La cámara pasará a filmar cómo una máquina va talando esas plantas que se desploman con armonía y dolor, como si pudiéramos sentir su lamento a través del ruido de sus ramas. Este prólogo entronca directamente con las escenas finales que se centran en la filmación de un incendio real, uno de esos trágicos fuegos que arrasan con buena parte del ecosistema gallego cada verano.
Son escenas impactantes, dotadas de una enorme majestuosidad, en las que las llamas y la fuerza de la naturaleza se enfrentan a los esfuerzos desesperados del hombre por intentar aplacar un avance que pone en peligro toda una zona y a sus habitantes. El rojo incandescente se introduce en las pupilas del espectador mostrando la belleza y el terror de la destrucción al son de una pieza de música clásica.
En medio de estos dos segmentos de espíritu documental, encontramos una historia de ficción, la de Amador Arias, un pirómano recién salido de la cárcel que vuelve a un pueblo de la Galicia rural profunda a vivir con su madre Benedicta ante la mirada suspicaz de los vecinos que sienten lástima y al mismo tiempo rencor hacia él.
En casi todos sus filmes, el director siempre ha sentido predilección por la figura del outsider, quizás porque él también ha sido testigo de ese desarraigo y esa extrañeza. Aquí, su protagonista es un hombre de mirada perdida al que acompaña un pasado trágico y una eterna fragilidad expresiva. Junto a él, esa madre superviviente, muy anciana y luchadora capaz de sacar adelante la casa, el huerto y el ganado y de abrirle los brazos a su hijo en su regreso porque al fin y al cabo solo se tienen el uno al otro en la vida.
En Lo que arde, Oliver Laxe regresa a su tierra para rendir un sentido homenaje a ese microcosmos en peligro de extinción y a sus gentes, acostumbradas a rudeza del campo y a vivir en sintonía con el entorno que les rodea. Esa vinculación sentimental quizás sea la responsable de que nos encontremos ante una película realmente única a la hora de captar emociones sensibles que parecen casi susurradas y adquieren una potente resonancia simbólica alrededor de temas muy elementales, como las propias esencias atávicas con las que están confeccionadas las imágenes, que generan una inmediata y casi milagrosa empatía con un espectador que no tiene herramientas para enfrentarse a sentimientos tan puros, acostumbrado a un cine que cada vez más se aleja de lo elemental en favor del artificio vacuo.
Lo que arde es una película tan íntima como épica, tan poética como al mismo tiempo política, ya que supone toda una declaración de intenciones tanto cinematográficas como humanas. En ese sentido, nos encontramos ante una película de resistencia. Por una parte, por la propia existencia de una película así dentro del panorama de cine nacional y, también, por supuesto, por el dibujo que traza de una serie de personajes que siguen adelante siendo muy conscientes de cuál es su verdadera identidad, aunque sea asumiendo sus fallos y sus limitaciones.
El director parece estar atento a cada sonido y cada detalle que emana de las imágenes que filma. Y se acerca con ternura, con mimo y conmovedora emoción a cada movimiento de sus seres y del entorno que habitan. Entre Amador y Benedicta no median casi palabras, pero sus silencios se convierten en reveladores.
Quizás, en sus anteriores trabajos, Todos vosotros sois capitanes (2010) y Mimosas (2016) se dejó tentar por el trascendentalismo, pero en esta ocasión, lo que vemos en Lo que arde adquiere trascendencia de manera auténtica y sin recurrir a ejercicios autorales conceptualizados en los que costaba encontrar la verdadera alma.
Resulta un prodigio asistir a la imbricación del elemento doméstico y el cotidiano a través de una aplastante fuerza lírica, de qué manera fusiona lo real con lo simbólico y cómo introduce un dispositivo narrativo que prácticamente pasa desapercibido gracias a la verdad desprende. Todo de manera orgánica.
En ese sentido resulta esencial el coraje guerrero que imprime Benedicta, su fuerza sobrehumana y el dolor y la herida que se aprecia tras los ojos del taciturno Amador, ambos dos actores naturales que aportan un franqueza y entrega sin fisuras. Laxe los filma de forma cercana pero nunca compasiva y siempre respetuosa, atendiendo a sus pulsiones más insignificantes.
Lo que arde es una película tan excepcionalmente bella como impactante por su capacidad para crear momentos tan próximos como otros cargados de una potencia elegíaca y mitológica, en la que el misterio lo inunda todo, así como el espíritu redentor. Es, sin duda, una de las obras cumbre del otro (y nuevo) cine español.
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