La nueva avenida de la fiscalidad se está trazando con los impuestos medioambientales como mascarón de proa. Los tristes resultados de la Conferencia de Madrid no parecen marchar en esa dirección, pero la Unión Europea, a excepción de Polonia, desean seguir a la vanguardia de la lucha mundial contra el cambio climático. Alemania, en concreto, prepara la duplicación del impuesto sobre las emisiones de dióxido de carbono y no son pocas las voces que se interrogan sobre la eficacia del mercado de emisiones de carbono. Más aún cuando, allá donde se ha implantado, su eficacia no sugiere grandes avances y, de generalizarse, podría abrir una nueva brecha entre países ricos y pobres.
No obstante, el choque de intereses no se sitúa únicamente en el campo de la geopolítica internacional. También se está cociendo entre diferentes grupos sociales de los países europeos. Recordemos la reacción surgida en Francia ante la modificación de la fiscalidad de los carburantes. No fue casual. Francia es un país con un número de municipios que, prácticamente, duplica el español. Frente a la gran mole de París, y su área de influencia, existe una Francia rural de población dispersa. La de París es, además, la región francesa con mayor nivel de renta, existiendo amplias desigualdades que la alejan de las zonas de menor densidad demográfica.
En la gran urbe resulta más sencillo aceptar el anterior impuesto. La contaminación atmosférica es perceptible en las calles. Existe un sistema de transporte público capilarizado y de elevada frecuencia que une, con un razonable grado de eficacia, las piezas de la compleja aglomeración constituida por la Île de France. Puede que al parisino no le resulte plato de gusto pagar más por el uso del automóvil, pero su incidencia media sobre la renta que percibe no le obliga a sacrificios significativos, aunque siempre existirán excepciones que no cabe desdeñar.
Cuestión distinta es la percepción existente en la Francia rural o despoblada. Con frecuencia, el entorno natural existente no visibiliza la existencia de contaminación. El transporte público apenas ofrece, en estas zonas, un servicio comparable al de las grandes ciudades y la pobreza de establecimientos comerciales y de otros servicios impone el desplazamiento a centros urbanos que sí disponen de oferta especializada. Tanto para esta función, como para el ejercicio de numerosas profesiones, el uso del automóvil y de otros vehículos es prácticamente inevitable.
El anterior contraste nos sitúa sobre la pista de las reacciones frente a la introducción de impuestos que, teniendo aplicación general, alcanzan efectos finales que afectan de forma desigual a la equidad interpersonal e interterritorial. Respecto la primera, impuestos como el mencionado añaden una nueva losa de regresividad a la ya presente en el IVA, pero con un matiz propio. Este último persigue financiar el sostenimiento de las obligaciones generales de las administraciones públicas en el conjunto del territorio, mientras que los impuestos medioambientales aspiran a la corrección de una externalidad negativa concreta y de desigual concentración: la emisión de contaminantes y su efecto acelerador del cambio climático. Una externalidad cuya aceptación es diferente, dependiendo del punto geográfico en el que se encuentre el ciudadano.
Dado el objetivo perseguido, cabe esperar que se produzcan fricciones de la aplicación homogénea del impuesto. Primero, desde los lugares que experimentan el vacío poblacional y su exclusión de las facilidades existentes en las áreas urbanas, incluido el transporte público. Segundo, de quienes se sienten escasamente responsables del calentamiento global por la naturaleza de sus actividades económicas o que incluso sostienen, con cierto grado de razón, que su contribución es positiva porque gestionan y mantienen las áreas de plantaciones y forestas que absorben parte de los gases invernadero. Causas de oposición que se añaden a una tercera: la diferente capacidad de la renta media presente en las geografías rurales, frente a la disfrutada por los habitantes de las grandes urbes.
Las anteriores posiciones sugieren que la implantación, de algunos impuestos medioambientales no será pacífica sin la existencia de compensaciones o exenciones, ya sean territoriales o personales. Junto a los niveles de renta, el territorio y sus lugares se erigen como factores a tener presentes. Sin un estudio detallado de los distintos impactos de la nueva fiscalidad se corre el riesgo de que, incluso en los países europeos, una parte de la población perciba la lucha contra el cambio climático como una suerte de bien de lujo.