Cuando en 1651 Thomas Hobbes publicaba Leviatán, obra en la que fundamentaba algunos de los principios básicos que, con posterioridad, erigirían el liberalismo político, difícilmente hubiera podido imaginar que, 370 años después, surgiría un creciente interés sobre la metamorfosis y nacimiento de un posible y nuevo monstruo: el Leviatán digital. Entre otros, así lo trata José Luís Lasalle, autor de Ciberleviatán. El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (2019).
¿Resulta exagerado mantener una actitud reluctante hacia la digitalización por su influencia sobre la conducta de las personas y la organización de las sociedades? La respuesta que aquí adoptamos señala la conveniencia de analizar intensamente sus usos, al tiempo que reclama una necesaria dosis de prudencia. Primero, porque las reacciones opuestas a los avances tecnológicos y sus consecuencias se han manifestado en el pasado sin que los augurios prosperasen. Por ejemplo, el ludismo y la fiebre destructiva de las máquinas constituye un episodio histórico bien conocido, que extendió sus tentáculos hasta la industria alcoyana cuando avanzó la mecanización de la industria textil y se temió por la continuidad del empleo, sin que tal sospecha coincidiese con la realidad final.
Segundo, porque aunque estamos progresando hacia una sociedad hipertecnológica, no resulta cierto que un salto similar se aprecie en la sociedad de la razón: todos podemos advertir que, junto a los más asombrosos logros científicos, convive y crece un sector social que niega a la ciencia, desprecia frutos de ésta como las vacunas contra la Covid, juega marrulleramente con la mentira y considera inferiores o enemigos, por definición, a quienes no comparten sus viscerales e irracionales opiniones. Aquí la prudencia ocupa un espacio propio porque resulta probable que esta nebulosa de bárbaros rechazos irradie sobre algunas manifestaciones de la digitalización por su incidencia sobre algunos tipos de empleo o por cualquier otro motivo que surja de estas nuevas tribus sociales ahormadas por el dogma, las iluminaciones y el rechazo del saber contrastado.
¿Qué puede, pues, inquietarnos desde una posición que eluda, en lo posible, las olas de la subjetividad y del negacionismo?
Quizás sea éste el más citado de los riesgos asociados al universo digital. La creciente disponibilidad de información individual, su agrupación y contraste, y el tratamiento de grandes masas de datos para identificar patrones de conducta constituyen una peligrosa vía, capaz de erosionar las barreras protectoras de nuestra intimidad personal. De hecho, la gratuidad de diferentes e importantes servicios digitales no constituye más que una falsedad disfrazada: son nuestros datos los que retribuyen esa simulación de generosidad. Un intercambio sobre el que el usuario apenas dispone de control y del que, cuando emerge algún atisbo de éste, lo es con el uso de un lenguaje críptico que consume los mejores ánimos e incita el abandono de quien desearía entender lo que está leyendo (y aceptando).
A su vez, la acumulación de información personal permite delimitar los mensajes que influyen con mayor eficacia sobre individuos o grupos acotados por su afinidad. Un caldo de cultivo para la manipulación usada en los procesos electorales y como templadora de la comunicación en cualquier otro campo. En todos los campos, una falsa libertad de elección nos conduce a lo que ya estaba predeterminado, una vez conseguida la desnudez de nuestros gustos y preferencias
Si el marco personal constituye un objetivo inequívoco de los operadores digitales, otro terreno atractivo es el ocupado por las decisiones y necesidades públicas. La organización de la información captada, que guarda relación con los ciudadanos o con los servicios y actividades de los gobiernos, permite transitar hacia la obtención de algoritmos y, con éstos, a la resolución de numerosas modalidades de problemas y aspiraciones gubernamentales. El cribado de los candidatos más idóneos en procesos multitudinarios de selección de personal, la asignación territorial y temporal de los recursos policiales y de limpieza pública, el establecimiento de las mejores rutas para la movilidad en las ciudades o el análisis de imágenes médicas en los hospitales, consiguen respuestas optimizadoras mediante la aplicación de diferentes algoritmos.
Los anteriores ejemplos pueden carecer de rasgos preocupantes. No obstante, el análisis de ciertos algoritmos ha detectado la presencia de sesgos que responden a los prejuicios de quienes los han elaborado y de sus preferencias sobre las características de la información idónea para calibrarlos. Los sesgos pueden perjudicar a las mujeres, a las personas de color, a los inmigrantes o a otras minorías. Pueden hacerlo a determinados grupos de enfermos, cuya morbilidad es menor. O maximizar la crueldad, cuando se aplican a la selección del objetivo bélico que reporta mayor número de daños personales y materiales.
La ampliación de la desigualdad constituye otra de las aristas reprochadas a la digitalización. La brecha digital ha moldeado una nueva forma de inequidad que ensancha las distancias de las diferencias socioeconómicas y lastra el funcionamiento de la educación como vía de ascensión social. A ello se añade la introducción de imposiciones digitales que presuponen la disponibilidad universal de medios y saberes específicos, como la tarjeta de crédito, el teléfono móvil, el ordenador, el acceso a la red y la disponibilidad de habilidades indispensables para, mediante los anteriores recursos, relacionarse con la banca, las administraciones públicas y las grandes empresas de servicios básicos.
No concluye ahí la perturbación de la vida diaria para el sector de la sociedad ocupado por una elevada proporción de personas mayores, parados, dependientes o ciudadanos de insuficiente formación. En la distribución de las ayudas sociales, el sesgo de quienes diseñan los algoritmos de selección, -habitantes de un hogar medio-, puede ocasionar que consideren generalizada la disponibilidad de teléfono móvil, domicilio fijo o cuenta corriente; un gravísimo error que reduce la accesibilidad real de tales ayudas a quienes más las necesitan. Un caso que corre parejo con la obtención de apoyos públicos por las empresas si se emplean algoritmos que, basados sobre las capacidades administrativas de las empresas medias, extienden la presunción de su existencia a las firmas de menor tamaño y a los trabajadores autónomos.
Los ejemplos expuestos no agotan la necesidad de evitar la ajenidad cuando nos aproximamos a la digitalización. Añádanse, sin ánimo exhaustivo, las transformaciones del mercado de trabajo: no porque se acepte que la destrucción de empleo necesariamente superará a su creación, sino porque se agrande la grieta salarial y el reconocimiento social de los nuevos empleos frente a los tradicionales. O porque la respuesta a la actualización formativa de quienes la precisen encalle en un mar de rigideces, corporativismos burocráticos y ausencia de los fondos individuales necesarios para reconstruir la preparación laboral en el transcurso de la vida activa.
Otras manifestaciones de la digitalización también precisan de una estrecha y urgente atención. Así sucede con la formación de monopolios gigantescos y globales, capaces de acaparar mercados, fijar obligaciones unilaterales, influir gobiernos y absorber o paralizar, a su conveniencia, los nuevos espacios de la innovación empresarial.
¿Cabrá algún tipo de derecho a la objeción digital en este mundo al que con tanta euforia nos dirigimos? En cualquier caso, ¿estamos seguros de que su liderazgo del nuevo crecimiento económico será compatible con los ritmos de la transición energética? ¿Lo estamos de su neutralidad respecto a las libertades democráticas? ¿Existe siquiera el optimismo de que se discutan estas preguntas, cuando la atención e información más pregonada se adhiere al morbo hacia poderosos, famosillos y perdularios, creando la sospecha de que la pobreza y la agresividad del escenario público es, precisamente, lo que más conviene a los grandes druidas digitales?