València tiene un nuevo museo. Tras años de abandono, el palacio Valeriola renace convertido en templo del arte contemporáneo, con una colección de ambición internacional, que reúne a firmas como Calder, Anselm Kiefer, Jaume Plensa o Cristina Iglesias
VALÈNCIA. Cuando cruzamos el portón
de acceso, el Centro de Arte Hortensia Herrero (CAHH) continúa siendo el secreto mejor guardado del circuito expositivo nacional. Nos asomamos a la sede del museo pocos días antes de que se celebre su presentación oficial, una visita anticipada —forzada por los ritmos del papel que usted está palpando— que nos permite tener una visión única del espacio. La casualidad hace que nos convirtamos en unos de sus primeros invitados, un recorrido al que nos enfrentamos con la curiosidad propia de aquel que lleva años paseando por la calle del Mar preguntándose qué es aquello que está sucediendo tras la lona verde que ocultaba el antiguo palacio Valeriola. La lona, sin embargo, ya no cubre la fachada del número 31, que se muestra imponente tras una profunda renovación. Una pequeña valla es la única señal que queda en su exterior de estos últimos años de pico y pala, un fugaz recuerdo del trabajo realizado que también tiene los días contados. Quizá por ingenuidad, esperamos encontrar un espacio en calma, una suerte de templo, un lugar para el recogimiento. Claramente, el que escribe estas líneas no ha vivido nunca unas obras de cerca. Técnicos, montadores, equipo de limpieza o mediadores pululan por el inmueble, afanándose por terminar de sacar brillo —cada uno desde su área— a un proyecto que ya es todo un hito para la ciudad.
Una vez dentro del edificio, alcanzamos a observar un mapa del emplazamiento que nos sitúa en el espacio y nos avanza algunas de las cartas artísticas con las que el centro va a jugar su irrupción en el circuito cultural de València. La mano se antoja ganadora, pues suma una nómina de artistas entre los que se encuentran Miquel Barceló, David Hockney, Eduardo Chillida o Jaume Plensa. Casi nada. Estos son algunos de los nombres que alcanzamos a anotar en nuestro cuaderno en un primer vistazo, pero hay más. Para descubrirlos, tendrán que acompañarnos en esta visita guiada. Estas horas son las del último detalle, las de un fleco por allí, otro por allá, pero, a pesar del barullo propio de antes del estreno, el engranaje funciona como un reloj suizo. Y es que, si hay una palabra que no ha formado parte del vocabulario de este proyecto es ‘prisa’. El centro cultural, impulsado por la Fundación Hortensia Herrero, se ha cocinado a fuego lento, una cocción cuya puesta en marcha nos obliga a echar la vista diez años atrás. Viajamos a 2013. La mecenas Hortensia Herrero, vicepresidenta de Mercadona, se reencuentra en Dallas (Estados Unidos) con el comisario e investigador Javier Molins, donde visitan la exposición Sorolla y América, que presenta el Meadows Museum. El viaje deja un regusto dulce en ambos, un encuentro que también provoca una conversación que marcaría el inicio del proyecto que hoy visitamos. El músculo del mecenazgo en la sociedad anglosajona no les pasa por alto a ninguno de los dos, una labor que les deslumbra en esa visita a Estados Unidos y que se traduce en un condicional, un 'y si' que lo cambiaría todo.
¿Y si la fundación valenciana abriera su propio
museo? La semilla estaba plantada, pero todavía tenía por delante un camino para germinar. Los primeros pasos pasaban por concretar el futuro inmediato de la colección privada amasada por Hortensia Herrero, una colección que, aunque había dado sus primeros pasos, en un inicio enfocada en el ámbito local, quería ir más allá. «Los valencianos tenían que trasladarse a ciudades como París, Nueva York o Londres para ver arte contemporáneo de referencia, por lo que empezamos a trabajar en la ambiciosa idea de conformar una colección de arte internacional, compuesta por una nómina de artistas del nivel del que puede verse en los principales centros de arte contemporáneo del mundo», relata la propia Herrero en el saludo que recoge la página web del CAHH. En estos primeros pasos para construir una colección de arte de alcance internacional, que mire a la historia del arte contemporáneo de manera global, fue clave la figura de Javier Molins que, entre otros cargos, ha liderado el área de Comunicación y Desarrollo del Institut Valencià d’Art Modern (IVAM) y ha sido director de la galería de arte Marlborough de Madrid. Así, fue de la mano del ahora asesor de la colección y director artístico del CAHH que Herrero avanzó en la construcción de un núcleo artístico que, años después, es la razón de la apertura del museo que hoy visitamos.
Con el enfoque de la colección claro y la maquinaria artística en marcha, quedaba una gran incógnita por responder: dónde. Que iba a ser en València estaba claro. Que la intención era que se situara en el centro, en ese eje formado por algunas de las principales instituciones artísticas de la ciudad y polo de atracción turístico, también. Con estos dos condicionantes comenzó una búsqueda que terminó en un espacio inigualable: el palacio Valeriola. El histórico inmueble, que data del siglo XVII, ha tenido diversos usos a lo largo de los años. De residencia privada a sede del diario Las Provincias para ser reconvertido en el pub Juan Sebastián Bach, con sus leones, y en última instancia, en discoteca (Las Ánimas). La de club nocturno fue su última aventura antes de caer en el abandono, años en los que fue perdiendo el brillo de antaño y en los que mostró su peor cara, un rumbo que cambió en 2015. Fue entonces cuando fue adquirido por Hortensia Herrero para darle una nueva vida como centro de arte, una adquisición que, además, es doblemente especial por lo que respecta a la labor desarrollada por la fundación, pues supone la primera que realiza con el objetivo de gestionar el espacio, tras haber sufragado anteriormente las restauraciones del Colegio del Arte Mayor de la Seda o de la iglesia de San Nicolás. Con el espacio fijado, llegó el turno de arquitectos, arqueólogos, máquinas, obreros y polvo, en un proceso de rehabilitación que vino con más de una sorpresa, pues en el camino se encontraron fragmentos del circo romano de Valentia o un horno del periodo bajomedieval, restos de una urbe pasada que ahora forman parte del circuito expositivo. «Es un espacio que te cuenta la historia de la ciudad y, además, la del arte contemporáneo», explica Javier Molins.
El proyecto, desarrollado por ERRE Arquitectura, entre cuyos socios está Amparo Roig Herrero, hija de Hortensia, se aleja de la idea de cubo blanco para hacer convivir la ciudad que se asoma por los ventanales, la historia del inmueble y la colección de arte en una danza en la que cada paso cuenta. Así, encontramos piezas que reflejan movimientos como el realismo socialista y la abstracción, que se funden con un suelo cerámico original con motivos de Perseo. Los restos del antiguo circo romano de València, por su parte, funcionan como una suerte de marco de la sala dedicada a la fotografía, que cobija obras que tuercen los mecanismos de la imagen desde una perspectiva pictórica, un espacio que presenta obras de autores como Idris Khan, en las que superpone partituras musicales, o del valenciano Antonio Girbés, que crea una nueva composición a partir de detalles de la ciudad prohibida de Pekín.
En este diálogo entre pasado y presente, mención especial para la antigua capilla del palacio, cuyas vidrieras han sido intervenidas por Sean Scully. Fue el propio artista quien visitó el espacio cuando todavía estaba en pleno proceso de restauración, poco antes del confinamiento, una visita en la que comenzó a tomar forma lo que más adelante se convertiría en esta suerte de templo religioso contemporáneo, un lugar que invita al recogimiento y que asombra por los reflejos azules, rojos y amarillos que nacen de las ventanas, una intervención que está acompañada por una pintura marcada por sus características franjas horizontales que terminan, en su parte inferior, derramando unas gotas rojizas que remiten a la iconografía cristiana. Pero ahí no acaban las sorpresas de un palacio que tiene mucho que contar. Corona esta capilla una serie de paneles pintados por distintos artistas valencianos, piezas que realizaban en sus etapas de estudiantes para poder pagar las pinturas con las que romper mano y que, ahora, acompañan la intervención de Sean Scully. Entre los autores de los paneles, por cierto, fíjense en las firmas, pues descubrirán que entre ellas se esconde la de un jovencísimo Joaquín Sorolla.
La de Scully es una de las no pocas obras creadas específicamente para el palacio Valeriola, intervenciones que superan el muro expositivo o la peana y juegan con la arquitectura del centro para hacer del espacio una obra de arte en sí misma. Es el patio interior del palacio, aquel desde el que se recibe y despide al visitante, donde se comienza a tejer el universo creativo que contiene el nuevo museo impulsado por la Fundación Hortensia Herrero. La primera intervención que se nos presenta juega a romper con la idea de interior y exterior, levantando un cielo nublado bajo el techo acristalado que cubre el corazón del museo. Es el artista argentino Tomás Saraceno quien firma este proyecto, que se compone de una serie de nubes confeccionadas a partir de láminas de metacrilato iridiscente que flotan como pompas de jabón en el patio interior del palacio. Apenas unos pasos más adelante, en una suerte de ábside que conecta el vestíbulo con el patio trasero, nos recibe otro gran nombre: Jaume Plensa. El catalán teje una estructura metálica a partir de letras de diversos alfabetos, una de sus grandes obsesiones, aunque no dan forma a una figura humana, sino que rodean uno de los portones del inmueble, unas letras que se levantan casi como una enredadera que abraza al visitante.
Es en estos espacios de tránsito donde se sitúa la mayor parte de estos proyectos creados específicamente para el centro, una serie de obras que acompañan al visitante en su recorrido y lo sumergen en un sobrecogedor paseo. Tal es el caso del proyecto ideado por Cristina Iglesias, que conecta el palacio Valeriola con el edificio de nueva construcción que completa la arquitectura del museo. La donostiarra propone una suerte de gruta que intercala fragmentos de muro de apariencia mineral con un juego de espejos que logra aumentar la profundidad del reducido espacio, consiguiendo en pocos metros crear un trayecto que nos aleja por completo de una sala de exhibición para sumergirnos en un escenario que nada entre lo natural y lo mágico.
También nos sumerge en un túnel, aunque bien distinto, el danés Olafur Eliasson, quien ha diseñado para el museo un pasaje elaborado con más de mil piezas de cristal, cada una de un tamaño y forma diferente, un espacio que muta dependiendo de la dirección en la que uno camine. Así, en el trayecto de ida, el muro va cambiando de color, un paseo en el que te abrazan diferentes y vibrantes tonalidades para, en el camino de vuelta, desaparecer y presentar un corredor de paredes totalmente oscuras. Otro de los grandes nombres del arte contemporáneo que se atreven a establecer esa conexión de su obra con el entorno es Mat Collinshaw, en este caso con un trabajo que mira en la propia historia del inmueble y de la ciudad donde se levanta. Así, el británico emula el diseño de un circo romano a través de una serie de pantallas led en las que da todo el protagonismo al caballo.
Estos proyectos acompañan a una colección que ahora se muestra por primera vez al público, una colección que quiere ofrecer una fotografía global del arte del siglo XXI, pero cuyo punto de partida nos lleva algunos años más atrás. Es el arte del siglo XX el que da inicio al recorrido expositivo, con una batería de grandes nombres del arte entre los que están representados Alexander Calder, del que se muestra un móvil y una escultura cinética; el impulsor del Art brut, Jean Dubuffet, o Ray Lichtenstein, que presenta unas pinturas pop inspiradas en los jardines de nenúfares de Claude Monet. Joan Miró, Antonio Saura, Julio González o Manolo Valdés son otras de las firmas que marcan los primeros pasos de una colección que guarda un lugar especial para Eduardo Chillida y Antoni Tàpies, que comparten espacio en una suerte de juego de paralelismos entre la obra de uno y otro. Precisamente, una de las obras de Tàpies que se muestra, Emprenta de cistella sobre roba, perteneció en su día a la colección privada de arte de Chillida.
Más adelante nos espera Anselm Kiefer, una de las grandes figuras que marcan el ritmo del recorrido. Del alemán se presentan tres imponentes obras que hacen referencia a Baudelaire, Schubert o a la mitología alemana del Walhalla. Como curiosidad, una de ellas es la más pesada del centro, una pieza de media tonelada que ha sido todo un reto a la hora de plantear el montaje, una obra que partió como un paisaje sobre el que el artista terminó vertiendo plomo, resultando en un proyecto que representa, en sí mismo, abstracción y figuración. Pero no es Kiefer el único que desafía el lienzo. Jesús Rafael Soto y Carlos Cruz-Díez hacen lo propio con sus obras de arte cinético, una superficie pictórica que también superan Julian Opie, Anish Kapoor o Tony Cragg, el primero con una serie de relieves que miran a las bulliciosas calles de Londres, una técnica que remite al Antiguo Egipto y la Grecia clásica, y los segundos con propuestas en las que, a través del reflejo, provocan que sea el propio espectador el protagonista.
Es el británico David Hockney, al que desde hace algunos años le acompaña el apellido del artista vivo más caro del mundo, otro de los grandes nombres que componen el puzle de la colección privada de Hortensia Herrero. La muestra expone una de sus obras más icónicas, The Four Seasons, una videocreación compuesta por 36 pantallas sincronizadas con 36 vídeos, en los que el artista filma el paisaje de Yorkshire durante las cuatro estaciones del año, haciendo el mismo recorrido en un coche equipado con nueve cámaras. Y de Yorkshire nos lleva a Normandía con las obras Été y Autour de la maison, Hiver, en las que Hockney muestra, de nuevo, las diferencias entre el paisaje invernal y el de verano, en este caso con una visión desde su casa en Francia. La sección se completa con dos piezas realizadas con iPad, un mecanismo que el artista ha estado explorando recientemente.
Es, precisamente, el acercamiento a la tecnología uno de los grandes pilares de la colección, que dedica distintas salas a explorar la creatividad multimedia, un núcleo que ocupa el edificio anexo al palacio Valeriola. Así, el colectivo TeamLab presenta una pieza interactiva bajo el título The World of the Irreversible Change, que muestra en pantalla una suerte de poblado, un escenario que uno podría conectar con el que se presenta en algunos videojuegos. Pero este lugar tiene truco, pues sus condiciones climatológicas son un espejo de las de la propia ciudad de València, mientras que el visitante puede hacer interactuar a los personajes con un simple toque de pantalla. Las multitudes digitales también son las protagonistas de la pieza del israelí Michal Rover, que muestra a numerosas personas vagando sin rumbo fijo, figuras a las que ha grabado en distintos momentos y a las que despoja de identidad para presentarlas como una masa perdida.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 109 (noviembre 2023) de la revista Plaza