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Los travestis de Pinochet

10/09/2018 - 

VALÈNCIA. Mañana será 11 de septiembre, una jornada saturada por la Historia porque concentra en sí horrores y esperanzas, conmemoraciones para afligidos o manifas para entusiastas, y donde cada cual celebra lo que puede. De las llamas de las Torres Gemelas a las llamas del Palacio de La Moneda, pasando por la llama eterna del Fossar de les Moreres. Lazo negro en Nueva York. Lazo amarillo en La Rambla. Los lazos acaparan más atención que los hechos, aunque estos estrechen las orillas por donde nos conducimos en la vida, cada día y cada minuto. Hablar de lazos fundamentalmente sirve para distraer al personal, mientras la realidad acontece y la historia continúa almacenando sus tragedias.

Llegué a Santiago de Chile por primera vez un 10 de septiembre de 2013, hace ahora cinco años. Lo acabo de pensar y me maravillan las coincidencias, las fechas conmemorativas, los números redondos. Llegué en un vuelo que aterrizó diez minutos antes que el avión de Iria Romar, quien por entonces abandonaba este país para ver si otros lugares resultaban más respirables y más vivibles y donde sigue viviendo en la actualidad. En la terminal nos esperaba Fuencis Rausell, una valenciana que tras una década viviendo en América decidió volverse a València de manera definitiva. Eran tiempos de idas y de vueltas. Era el mejor de los tiempos. Era el peor de los tiempos.

Puse los pies en esa ciudad como el que llega a una casa en la que ya ha estado. Todo era nuevo. Providencia. Manuel Montt. Lastarria. Los Vikings 5. Los cafés con piernas. Estación Mapocho. Las setecientas casas de Neruda. Las siete mil leyendas sobre el poeta. Los siete millones de frases que se le atribuyen sin que nunca él las haya pronunciado. Todo era nuevo, menos Neruda. Quizás por esa razón, era el menos interesante de un mundo que queríamos descubrir con nuestros propios ojos.

Aquel 10 de septiembre de 2013, hace hoy cinco años, nos instalamos en un piso 16 y salimos a recorrer esa geografía invernal y contaminada del centro de la capital hasta morirnos de sueño. Días más tarde visitaríamos Valparaíso y Viña del Mar, con la música de Francisca Valenzuela de fondo en el coche de Pepa Durán, pero aquel primer día debíamos dedicarlo a las plazas de la Moneda, a las grandes alamedas de Chile, el barrio Bellavista o a los restaurantes peruanos, responsables de la mejor comida chilena.

La estatua de Salvador Allende, en la parte trasera del Palacio ¿o era delantera?, se erguía gris bajo un corro de flores, de ramos y de coronas. ¿Era 10 de septiembre? ¿O era 12? Sebastián Piñera, el multimillonario presidente de derechas, asumía el tramo final de su mandato y en el país todo parecía muy de derechas. Los contadores de pago en las autopistas, el 10% de propina agregada a la cuenta, el orden, la jerarquía, la exquisitez. Chile es un invento de la Escuela de Chicago, pero aun así, florecieron escritores magníficos y aquella había sido la guía de lectura que me habría de enseñar a querer para siempre aquella ciudad y aquel país extendido entre el Océano y los Andes.

La ciudad leída

Decíamos que Gabriela Mistral era una lesbiana bigotuda, que Pablo Neruda era guatón y cursi o que Vicente Huidobro en realidad triunfó porque la poesía se había vuelto loca y los lectores de poesía habían desaparecido. No hacía falta leer a Isabel Allende para descartarla. Juicios que tenían más de chiste que de verdad y de los que me arrepiento, si es que uno se puede arrepentir de cosas así.

Roberto Bolaño era incuestionable porque lo decía internet. Y a Nicanor Parra, que moriría en enero de 2018 con 103 años, lo habíamos esperado durante media hora a la puerta de su casa del Balneario de las Cruces porque era irrenunciable y porque nos divertía con su irreverencia y su desacralización del mundo. Gonzalo Rojas, también. Raúl Zurita, por supuesto. Pero entre todos ellos, por su impertinencia, por su humor y por toda la rabia que desprendían algunos versos o algunas crónicas, sobresalía Pedro Lemebel.

Lemebel escribía cartas de amor a Liz Taylor pidiéndole una esmeralda en lugar de un autógrafo o agitaba a la sociedad santiagueña con sus crónicas sobre Joan Manuel Serrat, Silvio Rodríguez o sus visitas a Colombia o a los Estados Unidos. Hablaba de SIDA sin tenerlo, porque a él le tocó una enfermedad con menos glamour, el cáncer, de lo que siempre se lamentaba.

Había sido activista, artista visual (sea lo que sea), cronista, escritor y polemista durante la dictadura y hasta su muerte. Pretendía levantar a orillas del Mapocho un paseo de la fama travesti y proletario, sin que lo callaran o lo escondieran las pistolas de la dictadura de Augusto Pinochet. Por supuesto que temía a ese ejército de abuelos hijos de puta, como también temía la evaporización de la democracia y la suplantación en la era de la representación.

Contaba que los travestis durante los años de la dictadura hacían la calle mientras los carabineros miraban para otro lado, porque era la manera en que los oligarcas se mostraban al mundo compasivos y respetuosos. En cambio en Buenos Aires, los travestis eran ametrallados desde los coches que patrullaban en busca de diversión y limpieza étnica.

Quizás por eso, una vez acudió al Stonewall Inn, en Nueva York, y sintió que todos aquellos rubios, musculados e irresistibles urdían una ficción homosexual que los dejaba fuera a él y a tantos otros. Vidas trepidantes y cuerpos turgentes, siempre deseables y siempre disponibles. “Cómo no derramar una lágrima en esta gruta de Lourdes Gay, que es como un altar sagrado para los miles de visitantes que se sacan la visera Calvin Klein y oran respetuosamente unos segundos cuando desfilan frente al boliche”, se preguntaría en sus “Crónicas de Nueva York”.

En otra ocasión tomó la palabra en un acto del Partido Comunista en Chile para decir estas palabras: “Mi hombría es aceptarme diferente. / Ser cobarde es mucho más duro. / Yo no pongo la otra mejilla, / pongo el culo compañero. / Y ésa es mi venganza”. Con un amor y un odio por la revolución y la izquierda a partes iguales, por haber ignorado su causa tantas veces...

Lembel era la brújula que había escogido durante aquel viaje para reubicar el mundo a través de su lenguaje, soez, ácido y celebratorio. Era el único (creía yo) de confrontar a Silvio Rodríguez con el sexo en los parques públicos para hablar de libertad. O el único (creía yo) para besar en la boca a Joan Manuel Serrat mientras suena en su cabeza, una y otra vez, “fue por tu amor Lucía”.

Durante años figuraría en mis lecturas más visitadas, especialmente en internet, donde saltaba de un lugar a otro, y de un texto a otro, buscando nuevas joyas como la que le pedía a Liz Taylor en nombre de su devoción. Una vez lo escuché recitar en una sala del MALBA, en Buenos Aires, con un hilo de voz que salía de su garganta, destruida por el cáncer, y con una sonrisa emocionante. Moriría dos años más tarde, en enero de 2015, sobrevivido también por Nicanor Parra, y su pérdida la sentí como algo cercano. Qué tontería.

Cada 11 de septiembre la Historia nos convoca a honrar a nuestros muertos, a estrenar banderas y a compartir vídeos de Youtube con torres ardiendo. A mí me convoca a Chile, ese país en el que una vez vi los géiseres elevarse hacia el cielo a diecinueve grados bajo cero y en el que estuve a punto de golpear con un puñetazo a un borracho que se había acercado a molestar a Iria.

Hoy recordaré que hace cinco años, un 10 de septiembre a las nueve de la mañana , aterrizaba en Santiago. ¿O era 12? Quizás para reencontrarme con todas aquellas lecturas que habían construido la imagen de ese país. Quizás para rendir tributo a las travestis supervivientes del holocausto norteamericano en la América Latina de los setenta. Supervivientes del sida. De los militares. De la clase media. Y de la propia izquierda. Esas que desde su altura de tacón de aguja vislumbraba la revolución que algún día llegará.

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