Se acerca el Día de la Mujer Trabajadora y no es mal momento de ajustar algunas cuentas. El pasado día 3 de noviembre debería de haberse conmemorado, sin alharacas pero como un suceso histórico notable que la historia ha ninguneado. Me refiero a la ejecución en la guillotina de la líder protofeminista francesa Olympe de Gouges (1748-1703), autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791) —anterior en un año a la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft—. Perdió la cabeza (¡zas!) en una mañana fría y lluviosa de 1793 en la guillotina de la Plaza de la Revolución —ahora de la Concordia—, ante la estatua de la Libertad, del genial David. Quizá estaba acatarrada, como yo en este momento, y se hallaba tan destemplada y tan desengañada de la política que no le importaba morir.
La traigo a esta amable Plaza porque me entristece que no sea conocida y que generalmente se la mencione como por obligación y pasando por su figura como gato sobre ascuas. No fue la única revolucionaria a la que sus compañeros rebanaron el pescuezo con la falsa acusación de sediciosa —ahí tenemos a madame Condorcet, entre otras—, pero merece ser conocida más allá de su mención nebulosa como primera autora de los Derechos de la Mujer, que solemos hacer las feministas en los actos públicos y en las clases universitarias.
El décimo punto del manifiesto protofeminista de Olympe es estremecedor: “Si una mujer tiene derecho a subir al cadalso, debe tener también igualmente el de subir a la Tribuna.” Ella subió, dignamente, solo al cadalso. Su mala muerte debe hacer que tengamos presente su legado, para que nada se pierda. Madame de Gouges pensaba que el sexo superior eran las mujeres, que debían tener vida política y derecho a votar y a portar armas. Fue defensora de los negros explotados en las colonias y reclamó la abolición de la esclavitud. No solo se vio atacada por el lobby colonial, sino que, ¡caramba!, no se la admitió en el girondino Club de los Amigos de los Negros por ser mujer. Su carrera como autora teatral se vio frustrada por su inclusión en las listas negras de la Comédie Française. Persona insumisa, librepensadora, incansable y peleona, a sus treinta y ocho años dejó de ser una démi mondaine y se embarcó en los primeros episodios de la Revolución, en 1789.
Las malas lenguas dijeron que cuanta más belleza perdía con la edad, más se metía en política. Hoy en día aún hay personas de ambos géneros que manejan este mismo silogismo con respecto a las mujeres en general —nunca contra los hombres—. Días antes de la toma de la Bastilla, Olympe publicó Sesión real, un alegato apremiando al rey a abdicar. No le hicieron caso, como de costumbre: “He formulado —escribió— cien protestas, pero como soy mujer no les prestan la más mínima atención.” Ella simpatizaba con el rey y le desagradaba su ejecución, aunque era ardiente republicana y revolucionaria. Tan ardiente que elevó a la Asamblea la propuesta, fallida y ridiculizada por la prensa, de la creación de una Guardia Nacional de Mujeres.
Su choque frontal con Marat y con Robespierre, por ser girondina y partidaria de la descentralización del Estado, además de considerar a Marat un sanguinario y a Robespierre un tirano —lo que no dejaba de ser verdad— la perdió. Por entonces, también fue a parar a la canasta sangrienta la cabeza, entre otras, de la reina María Atonieta—a la que Olympe en su ingenuidad había dedicado su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana—, y la de la dama de compañía de la reina, la princesa de Lamballe. Esta última, mujer bondadosa, sensata y enteriza más allá de la nobleza de cuna, fue decapitada por las turbas, su cabeza maquillada y tocada con peluca empolvada, y paseada en una pica delante de las ventanas del lugar en que María Antonieta estaba presa en el Temple. Ni las turbas ni los revolucionarios se quedaron a gusto hasta que no masacraron a un montón de mujeres políticamente variopintas.
No me refiero a la reina, cuyo caso como arpía contrarrevolucionaria, emparentada con la enemiga Austria y desleal a Francia, lo justificaba políticamente, sino a Olympe de Gouges, Madame Roland, Théroigne Mericourt y tantas otras patriotas cuyo único delito fue querer ser no solo madres de ciudadanos, sino ciudadanas ellas mismas. Reclamaban tener presencia política activa más allá de los elementales derechos civiles, pero la Revolución, la Ilustración y la prensa se negaban a conceder un lugar público a la mujer. El Código Napoleónico (1804), que consolidará la revolución burguesa en sus aspectos más reaccionarios, daría a las mujeres durante mucho tiempo un papel inamovible: el de ángeles guardianes del hogar y la familia, sin voz ni voto en el ámbito público, reservado a los hombres por la naturaleza y la ley. Lo que una vez más se recalcaba era que las mujeres son inferiores a los hombres.
La memoria histórica debe ser un elemento reconciliador, pero su misión principal no consiste en la corrección política, el entierro decoroso de los muertos, o en actuar como el bálsamo de Fierabrás en cualquier rifirrafe parlamentario. Hay que saber lo que pasó, cómo pasó y cuáles han sido las consecuencias. Cuando Éric Rohmer presentó su película La inglesa y el Duque (L’Anglaise et le Duc, 2000), tuvo críticas acerbas porque ponía en solfa la visión de la historia de la Revolución —sacrosanta para los franceses—, sacando a relucir a Felipe Igualdad y a una dama que se nos antoja inspirada en Madame de Stäel. Le aplaudimos por ello. Afortunadamente, las cosas han ido cambiando desde Aristóteles a Rousseau, y de este a Simone de Beauvoir o a Dona Haraway.
Hace años que las historiadoras y las filósofas hemos comenzado a investigar la revolución desde el punto de vista de las mujeres. El panorama que trazan es desalentador. La mujer ha perdido siempre y perdió entonces. Después de quemarla por bruja en la edad moderna, la han guillotinado cuando ha pedido que se cuente con ella para construir el Estado moderno. La izquierda clásica la ha tildado de conservadora y ha tenido que arrancar a estirones el sufragio universal y otros derechos. La derecha, conservadora o retrógrada, la ha visto como criada respondona, femme fatale o histérica.
Estamos en un momento interesante: por primera vez, en este siglo XXI —¡ya! — se puede cambiar el rumbo machista de la historia occidental, sin permiso de la Voz de los equinos verdes ni de la santa madre Iglesia