Madrid se va, decía en un artículo Pasqual Maragall, en 2001. Madrid se ha ido, afirmaba en 2003. Maragall intuía que la España de los Juegos Olímpicos de 1992 y de la Expo de Sevilla del mismo año ya no regresarían. Que le tocaba la hora a Madrid. En años posteriores se intentó, como guinda, que el nuevo minutero de la capital marcara las horas con agujas olímpicas, pero no se consiguió. Tampoco resultaba crucial. Lo que realmente importaba era reconducir el proceso de descentralización iniciado tras la aprobación de la Constitución y del denominado (¡qué desfachatez para los custodios de las esencias!) “Estado de las Autonomías”. Madrid no podía salir perdiendo.
Pronto se iba a comprobar cuando, a inicios del nuevo milenio, la Comunidad de Madrid elevó su nivel competencial, acercándolo al existente en las CCAA del llamado 151 de la Constitución. Era un Madrid que todavía recordaba con estupor que parte de los funcionarios de los servicios centrales ministeriales habían quedado un tiempo sin trabajo (que no sin salario) tras la creación de las CCAA; el mismo que contemplaba cómo éstas reinventaban en algunos casos la organización de la administración pública, aplicando nuevos y más eficientes modelos. Un Madrid que observaba con incredulidad cómo dejaba de ser el órgano director de un buen pellizco de inversiones y subvenciones públicas y cómo las restantes CCAA se internaban en competencias regulatorias que ponían nerviosas a empresas madrileñas que jugaban en la liga de las campeonas nacionales. Llegados a cierto punto, de aquel Madrid surgió, explícita o implícitamente, un objetivo: el de recuperar su pasado dominio sin entrar en complicados lances jurídico-constitucionales; que el cambio no obstaculizara la continuidad de lo importante.
El propósito madrileño tuvo en la administración central su primera parada y en la financiación autonómica su principal instrumento. Comenzaron a surgir modelos de financiación incomprensibles, con añadidos ad-hoc que servían para satisfacer a algunas CCAA de la propia cuerda y lavar la cara de las más protestonas. En todo caso, nada de trabajar en lo importante: qué estado del bienestar se deseaba; qué intensidad aplicar a los servicios públicos fundamentales que ocupaban, de media, en torno a las tres cuartas partes de los presupuestos autonómicos; de qué modo distribuir el déficit público entre las diferentes administraciones para que fuera acorde a sus necesidades relativas o cómo ampliar el margen de las decisiones impositivas para que la autonomía no se ciñera únicamente a la realización del gasto. Discusiones poco interesantes para un Madrid en el que ya se producía un hecho único por su magnitud: un gran ahorro en costes educativos y sanitarios públicos por el elevado uso de escuelas, médicos y hospitales privados. La riqueza de una parte de su población le permitía un sustancial desahogo a su hacienda autonómica.
La segunda parada del objetivo recentralizador consistió en aumentar los recursos gestionados por la administración central y destinarlos a materias concurrentes con las competencias de las CCAA. No se dijo a éstas: díganme sobre qué necesidades, comunes y diferenciales, podemos trabajar juntos para cambiar la cara improductiva de la economía y la cara cruel de la desigualdad. Lo que se dijo fue: este es un dinero fresco que tiene el gobierno de España y, como Comunidad Autónoma, discútame un poquito la letra pequeña, pero no demasiado porque, como observadores privilegiados del conjunto de España, es en nosotros donde reside la inteligencia diseñadora de lo que más le conviene al país. De este modo, ministerios anémicos tras la distribución competencial contemplada en los Estatutos de Autonomía, recuperaron el protagonismo perdido y fortalecieron su presencia en Madrid con nuevos organismos, agencias y otras entidades.
La tercera parada de la recentralización tuvo lugar en la función pública española. La Administración General del Estado (AGE) se encerró en sí misma. Primero, obviando que los nuevos funcionarios de las CCAA y de la propia AGE, expertos en especialidades de común interés, dispusieran de una formación coincidente y de una movilidad mutua que les permitiera trabajar en una u otra administración y mantener un diálogo técnico enriquecedor. Segundo, manteniéndose de perfil ante la elevada sobre-representación que alcanzaba en la AGE el personal procedente de Madrid y Castilla-León, según confirman los indicios procedentes de algunos cuerpos burocráticos. Una circunstancia que podía sesgar la visión de España que dimanaba de los servicios centrales de la AGE. No es lo mismo comprender la diversidad española por experiencia personal que hacerlo mediante la lectura de informes y estadísticas filtrados por lentes que acumulan visiones miopes de la España real y, por contra, una clara visión de Madrid y su geografía más cercana.
La cuarta parada del objetivo Madrid fue la del incesto administrativo: el que se produce cuando, sobre un mismo territorio, coinciden varios centros de poder afines, cómplices de una visión territorial centrípeta y dispuestos a alterar su marco competencial bajo la bandera de una colaboración excluyente. Con una Comunidad de Madrid dotada de plenas competencias, bastó esperar a que los planetas confluyeran en la misma órbita política para que se activase la potencia de fuego conjunta de aquélla, la AGE y el ayuntamiento de Madrid. A partir de aquel momento, se ampliaron las vías para elevar la atractividad de Madrid y concentrar en ésta los resortes del crecimiento económico.
De hecho, ferrocarriles, autovías y aeropuerto han convertido directamente a Madrid en lugar privilegiado para la implantación de grandes y medianas empresas. La concentración de grandes empresas implica la demanda de bufetes, gabinetes y estudios de servicios hiperespecializados y con salarios internacionales. Significa el desarrollo del mercado financiero, de las ingenierías y de los centros de investigación, tanto públicos como privados. Conlleva hoteles, restaurantes y comercio de alta categoría. Representa grandes contratos y concesiones públicas. Conduce a la concentración de universidades, fundaciones culturales y la atracción del talento existente en otras CCAA. Supone la condensación geográfica de los grandes medios de comunicación y su sostén de un modelo de Madrid cuya sordera mediática hacia el resto de España se compensa con la coagulación de exquisitos patrocinios y fuertes contratos publicitarios en el perímetro de la M30.
La quinta y última parada mencionable, aunque no sea la última, se desprende del rango doméstico e internacional conseguido por Madrid durante la vigencia del Estado Autonómico y la simultánea recuperación de su actual poder. Lograda una renta per cápita de proporciones europeas y conseguida la atracción de un capital humano muy cualificado que contribuye a intensificarla, una parte creciente de Madrid se ha desligado aún más de las necesidades que se expresan en el resto del país. Sigue siendo Madrid donde existe la mayor concentración de educación privada. Donde la sanidad de mercado avanza, junto a elegantes residencias para mayores, dirigidas a personas ricas. Es en Madrid donde se juega la gran liga y se provee de proyección internacional a empresas, intelectuales y creadores. Una porción de Madrid que suele coincidir en algo: no precisa del Estado del Bienestar y tampoco se encuentra dispuesta a pagar por sus servicios. Un Madrid que, cínico o no, predica que las restantes CCAA se ajusten a su modelo, como si sus peculiaridades, en gastos, ingresos y apoyos de otras administraciones, fueran replicables en el resto de España.
Ahora, hay que ver qué Madrid surge del 4 de mayo. Si es cosa de las grandes fortunas beneficiadas por el trato fiscal, de una nueva y próspera clase media que ha succionado los valores libertarios y de una clase trabajadora recién labrada que se siente más realizada sublimando la bandera que defendiendo sus intereses directos. Si es el Madrid de quienes, tras las bambalinas, saben y quieren agitar escandalosamente las aguas de la convivencia, aunque sea al precio de que a la España de la cohesión inteligente se le forme un nuevo trombo en el centro del país. Si es el Madrid que le ha tomado gusto a jugar a la contra, pasando de la recentralización más o menos discreta a buscar un nuevo campo de juego sin compromisos con el resto de España. El de irse sin marcharse porque, pese a todo, aún necesita ubres que ordeñar.