La Malilla de los 86. Cómo a través de cuatro nuevas zonas de regadío un barrio en inmediata expansión protagoniza un ejercicio de recuperación comunitaria
VALÈNCIA. El barrio de Malilla, señalan los nostradamus de la demografía, va a ser con el repique de los PAIs uno de los fragmentos de ciudad más expansivos. El que va a tener más fuerza absorbente. Su superficie, su estallido de viviendas a la vista, augura una reedición de La España de las piscinas edición interurbana. Y en cambio, Malilla no está. De Malilla no se habla. A Malilla, en las narrativas, se le considera un patio medio trasero. Desde hace dos años, y como parte de un plan de ‘verdificación’ del barrio con 27.000 metros de zonas verdes, 86 huertos tomaron cuerpo divididos en cuatro áreas, las encajadas en las respectivas zonas de riego.
Hay una extrañeza, medio algorítmica, en lanzar una búsqueda por maps a un lugar sin asideros concretos. ¿La Nueva Fe tal vez, al otro lado de la avenida?, ¿un Mercadona, el de carrera Malilla sin número? Era más sencillo: solo había que poner Horts Urbans Malilla. Y darle al zoom y al zoom. Acercarse a una realidad, la de los 86 huertos, pero especialmente a la realidad de vecinos como Teresa, Aída o Luís.
No hablaremos, de ahora en adelante, de agricultura ni del género que sobresale de esta fertilidad. O no esencialmente. Pero sí del resto. De las enseñanzas que deja el campo cuando activa la comunidad. Debe ser el rastro genético instalado en el suelo de una ciudad que, de ser algo, es ciudad de huerta. Al mismo tiempo, sobrevuela una paradoja perenne: ¿cómo es que si el mantenimiento de la superficie tradicionalmente agrícola decae, cómo es que si la ciudad la sacrificó a favor del PAI, al mismo tiempo la ciudad vuelve a necesitar la presencia agraria para acolchar sus expansiones urbanas?
Porque estamos hechos de contradicciones, y la ciudad es una supernova contradictoria, nos vamos a fijar más en cómo una colmena de campos está haciendo por la vida en comunidad mucho más que centenares de reclamos publicitarios inmobiliarios sobre lo mucho que unen los adosaditos y los asados entre familias idénticas.
En 2016, un acercamiento a Malilla a través de los intentos por resignificar su puente, deparaba algunos testimonios clave para entender de dónde venimos. La vecina Leticia Álava afrontaba una necesidad imperiosa: la de generar espacios de contacto. ”Vivimos en el mismo espacio pero no nos conocemos, nadie sale de su propia comunidad y no hay lugares en los que se fuercen esos encuentros. La gente tiene estereotipado al vecino desconocido. Además, si se generan relaciones de cercanía disminuye la posibilidad de conflicto”. Por entonces, la arquitecta Merxe Navarro, señalaba el reto cardinal de “reivindicar espacios, bolsas de descampados que solo sirven para aparcar y llevar al perro; convertirlas en espacios transversales ganados por la gente del barrio, dar uso a espacios olvidados durante años y años”.
Algo de eso, de geografía de la nada, era el suelo que ahora alberga los 86 huertos. Casi siempre acompañados del apellido de ‘urbanos’, como si fueran un implante extraño, como si hubiera que justificar que están en la ciudad de visita pero luego se vuelven a su entorno rural.
En esa Malilla de los 86, en los últimos 24 meses ha nacido una organización multicelular que gestiona con precisión las labores de una amplia cadena. Los calendarios de rotación. El trapicheo de plantones. La preparación del terreno, removiendo y aireando, abonando, geometrizando y plantando. Regando y acolchando. Desbrozando, labrando, tutorizando, clareando, cosechando. Con una especialización que convierte a esta micro Malilla en arcadia tomatera: con tomates Óptima, valenciano, valenciano blanco, raff, raff azul, cherry trepador, cherry mini bell, cherry lágrima, San Marzano, bombilla amarillo, Monteserrat, rosa, de Murxamel, el de pera, el de 3 cantos, pimiento, kumato, amarillo murciano, morado, Kosovo, negro de Crimea, corazón de buey, cherry bombón del Perelló, cherry uva, cherry negro. Ah, y el tomate feo de Tudela.
Tantos tomates como nuevos vecinos de los 86. Como Luis (González), quien descubrió las parcelas a través de una amiga de Patraix y se encontró con un barrio “bastante olvidado y aislado de la ciudad”, pero con “una relación con los campos y huertos cercanos que le daba una carácter de extrarradio. Hoy, con la construcción del nuevo Hospital la Fe, está viviendo un resurgir inmobiliario y callejero, con todo lo bueno y lo malo que ello conlleva”. O como Aída (Sanz), nacida e implicada desde siempre en Malilla, y ahora canalizando su identidad al barrio a través de los cuatro sectores de riego: “dentro de cada sector sus representantes se encargan de estar pendiente de las irregularidades, de las necesidades del sector e informar a los miembros de cualquier asunto que planeé la gestora. De todos modos, todos los usuarios estamos metidos en dos grupos de WhatsApp uno para charlar y otro de información”. O como Teresa (Díez), vecina al otro lado de las vías, de la calle Carteros, pero que paseando por el Boulevar Sur se dio de bruces con la actividad incesante de los habitantes de los campos hasta ser una de ellas: “A veces compramos las cosas para prevenir las plagas en grupo o unos cuantos, también nos avisamos qué día toca riego u el que no puede ir avisa para que los demás le abran la compuerta de su huerto. Compartimos recetas, fotos, información sobre semillas autóctonas o difíciles de encontrar. También intercambiamos plantones”.
En los pocos meses que Luís lleva en los 86, tiene ya un momento imborrable: “La primera vez que fui a un riego, un compañero apareció con una dolçaina y se puso a tocar mientras regalamos. Imagina la estampa, la gente que paseaba se acercaba a curiosear, yo me encontraba descalzo entre los caballones con los pies hundidos en el barro, con un montón de nuevas sensaciones y viendo cómo a todos les salía una sonrisa de oreja a oreja. Fue una experiencia gratificante. También cuando viene algún crío con sus padres a ver las lechugas que han plantado en sus actividades escolares. Son momentos únicos”. Debe ser por la simbiosis entre València y la cultura del agua, pero Teresa, aunque asturiana de origen, sitúa en la fase de riesgo el instante mágico: “el día que toca regar, cuando está atardeciendo, abrimos las compuertas de nuestros huertos y vemos extenderse el riego a manta. Es un momento único. Una comunión entre la caída del sol, la tierra y el agua. Un espectáculo de la vida”. “La primera cosecha -sigue Aída- siempre es algo emocionante, pero si miro en global lo más emocionante es la comunidad tan bonita que hemos llegado a crear”.
Corre la duda del rol de la comunidad y del campo. Qué es el fin y qué es el medio. Hacer comboi para cultivar, o cultivar para hacer comboi. “Aquí -sigue Teresa Díez- nos juntamos gente de diferentes edades, profesiones, y experiencias de manera que es enriquecedor. Yo, como teletrabajo, siempre he buscado actividades al aire libre y que me conecten con el barrio. Soy asturiana, siempre me he sentido una “extranjera” aquí. La experiencia del huerto urbano me hace sentirme también un poco valenciana. No tiene nada que ver el clima con el norte, y en la huerta se notan también las diferencias”. Para Luis González se trata de generar un espacio vivo, de intercambio: “el compañerismo y la fraternidad entre vecinos suelen darse bastante a menudo. Como en todo, también hay problemas y puntos de vista diferentes, pero la superarlos es lo que nos forma como sociedad”. Para Aída Sanz es un resorte, de las posibilidades de Malilla y por tanto de sus necesidades: “El barrio, aunque para mí es un lugar excelente para vivir, tiene muchas necesidades, desde un centro de salud donde puedan atender las necesidades de todos los vecinos del barrio, pasando por más colegios e institutos o un centro cultural. Un centro de juventud más grande, una buena biblioteca y por supuesto una residencia pública para que la gente más mayor no tenga que salir de nuestro barrio”.
Pero aquí, qué demonios, hemos venido a hablar de tomates. “La diferencia entre el que plantas y el que consigues en las tiendas es abismal. Aunque no hay que menospreciar por ello la calidad y sabor de otras verduras que tenemos, como lechugas, calabacines, pepinos , judía rochet y bobby, remolachas y un sinfín de distintas variedades de verduras y plantas aromáticas”, indica Luis González. “A mí me encantan las fresas”, renueva Aída Sanz, “ aunque este año no hemos podido recoger muchas porque se las han comido los pájaros. Como de todo se aprende, ya hemos inventado un cacharro para que no se las puedan comer. También estoy esperando con ansia las alcachofas, que en casa las comemos a quilos, pero para volver a tener hay que esperar”. Teresa Díez remata: “todavía me quedan muchas variedades de tomates nuevas que plantar en los próximos años porque en el grupo se ha recolectado una enorme cantidad de variedades distintas y quiero probar a plantarlas todas. El placer de comer lo que tú mismo has criado con mimo no tiene parangón”.
Es una cuestión de tomates, alcachofas, fresas y judías. Pero esencialmente, es una cuestión de comunidad. Frente a las tentaciones de segregarse en edificios aspiracionales, siendo muchos más para ser todavía menos conjunto, espacios de encuentro con lo que definirse. Es el momento clave de Malilla, donde los tomates y las grúas crecen al mismo ritmo.