Se acaba el verano. No el del calendario, sino el que cada cual percibe. La mayoría de la población ha regresado al trabajo. Se escucha ya la publicidad de la Lotería de Navidad. En pocos días, las escuelas abrirán sus puertas y el tráfico se animará con el desfile de autobuses poblados por el nerviosismo infantil.
De este verano recordaremos las olas de calor: tan frecuentes que, en el futuro, quizás optemos por contabilizar únicamente los días en los que no hemos superado máximas de 35 grados. Un verano, -crucemos los dedos-, que nos ha evitado, de momento, el tormento de los peligrosos incendios forestales que nos han conmovido otros años.
Un verano que, en conjunto, ha discurrido con la tranquilidad que proporciona mandar del tiempo propio durante el periodo de vacaciones. Y, a tenor de las cifras conocidas, un verano de multitudinario turismo. De creciente aceptación de que estamos transitando por lo que los economistas denominamos deseconomías externas. Fronteras que marcan el límite entre lo sostenible y lo de difícil o imposible digestión. Se percibe en la evolución de los precios de los servicios de hostelería y restauración, el cultivo incesante de nuevos pisos turísticos, la presión sobre los servicios públicos, las agobiantes aglomeraciones consumidoras del patrimonio histórico y artístico.
La vida pública ha vivido su propio estío, aunque a la vista está que no lo ha disfrutado demasiado. La carestía de viviendas sigue frustrando los proyectos vitales de los jóvenes y poniendo a prueba la fiabilidad de los gobiernos: la prueba del algodón reside tanto en la disponibilidad de presupuesto para viviendas asequibles como en la facilitación burocrática de las licencias correspondientes y el empleo de técnicas constructivas modernas que introduzcan ritmos industriales de edificación.
De fronteras adentro, aparte de turismo y vivienda, la novedad que ha ascendido al escenario ha sido el acuerdo sobre la financiación de Catalunya suscrito por PSOE y ERC. De entrada, no merece desdeñarse su papel como instrumento pacificador e impulsor de la convivencia catalana. Llama la atención la facilidad con que se olvidan las tempestades del procés: las transmitidas por los medios de comunicación y los miles de microrupturas que se estaban produciendo entre los partidarios y los antagonistas de la independencia, erosionando la convivencia entre aquella mitad que deseaba romper con España y la que, sin renunciar a su personalidad cultural e histórica, anhelaba mantener los lazos cultivados durante siglos de alegrías y penas compartidas. Quizás a algunos recolectores de miserias les resulte fácil sostener el "que se maten entre ellos" o soñar con nuevos bombardeos de Barcelona, como a veces se escucha; pero a quienes les preocupa de verdad el futuro de Catalunya con España no tienen otra alternativa que buscar soluciones políticas pacíficas y duraderas.
¿Formará parte de esas soluciones el famoso convenio, singularidad financiera o como quiera que se llame al nuevo marco catalán de financiación? El debate no es nominal, sino de fondo porque, aun respetando las diferencias objetivas que siempre estarán presentes, explicativas de la amplia diversidad territorial existente en España, no puede hablarse con propiedad de federalismo fiscal sin establecer un modelo de relación y acuerdo multilateral que abarque aspectos básicos entre los que se encuentra la necesaria mayor aportación del Estado a las CCAA para neutralizar el déficit estructural de sus competencias fundamentales, mediante la correspondiente cesión tributaria; el alcance de la ordinalidad, -atención a la reacción que se producirá en la Comunidad de Madrid-; la transparencia (también en el caso vasco y navarro) en la cuantificación de los servicios estatales prestados a o en las CCAA; la reducción de la deuda de aquéllas CCAA peor financiadas, sobre la que no se conocen novedades; y el régimen transitorio aplicable en el paso de un modelo a otro de financiación. Un conjunto de interrogantes que precisarán del mayor grado de consenso posible (y no son los únicos: llama la atención que se quiera acomodar la aportación solidaria de Cataluña al esfuerzo fiscal de las restantes CCAA: la intención puede ser aceptable como atenuante del dumping fiscal, pero plantea la dificultad jurídica de que una CCAA condicione la autonomía fiscal de las restantes).
Mientras las incógnitas y las dudas se aclaran, importa que en la Comunitat Valenciana no se produzca la voladura del pacto existente por una financiación justa. La visibilidad valenciana no la proporciona que algunos se apunten a adhesiones inquebrantables, aplaudiendo desde el oportunismo lo que los líderes estatales determinen. No conviene que se "españolice" el problema valenciano de financiación, anulando su percepción específica ante las descalificaciones mordaces y humillantes que se suscitarán en la avellana de la M-30. Mantener la unión, trabajosamente trabada, es la opción más necesitada por la ciudadanía valenciana. Lo contrario supondría arruinar el capital político acumulado por las instituciones valencianas cuando, por fin, en parte del espacio público español comienza a reconocerse la infrafinanciación soportada por la Comunitat. Significaría cultivar un estéril aislamiento partidario y enterrar en las sombras el potente esfuerzo de sostenimiento institucional y técnico de la posición valenciana.
Decía el profesor Ramón Carande que la historia de España se ha construido con demasiados retrocesos (1). Algo similar se podría decir de la Comunitat Valenciana si, de nuevo, se pierde la batalla de la financiación; para trazar una dirección que lo evite, bueno sería abrir paso a la prudencia en los pronunciamientos, al diálogo mitigador de confrontaciones y a la extensión entre los valencianos de una posición común, conteniendo las tentaciones oportunistas. Apostar por lo contrario equivale a abonar la irrelevancia: la irrelevancia de la Comunitat Valenciana en los circuitos de poder que modelan España.
(1) Citado en AA.VV.: Grupo Crónica: Testigos de la Transición. Deusto, 2024.
Militantes de Madrid, Aragón, Castilla La Mancha, Castilla y León, Galicia y Extremadura reclaman un sistema justo y multilateral