En enero el foro de Davos, poco sospechoso de formar parte de una conspiración bolivariana, destacó la desinformación como el riesgo más importante para el desarrollo global. La Unión Europea ha alertado a Meta (empresa detrás de Facebook o Instagram) que estará atenta para que combata de forma eficaz las fake news en las próximas elecciones europeas. No hace falta recordar el efecto que en las elecciones estadounidenses o en la decisión del Brexit tuvieron el uso de noticias falsas y de una agresividad inédita. Por no hablar de la difusión por tierra, mar y aire de bulos durante la pandemia, con consecuencias graves para la salud de miles de personas. Algo pasa y no solo en España.
Consuelo de tontos, en todo caso, que debería hacernos estar más alerta.
No es casualidad que esto ocurra en todas las democracias globales. De hecho, hay una ofensiva global contra la propia democracia que, por imperfecta que sea, está basada en la decisión libre de personas que, por un día, son iguales.
Sigue siendo revolucionario que el poder de decisión de un ciudadano corriente sea el mismo que el del empresario más poderoso del país. Por eso, la democracia no es un sistema neutral. Es un sistema libre. Pero nunca ha sido neutral el reparto del poder y mucho menos repartirlo, aunque sea desde el punto de vista formal, a partes iguales entre personas tan diferentes. Algo tan excepcional en la historia como frágil.
Y no faltan quienes quieren quebrarla. Quienes no asumen esa simetría y la consideran antinatural. Quienes creen en que su influencia debe ser mayor que la de cualquiera que se cruzan por la calle. Que tienen derecho a mandar. Y sí. Están dispuestos a envenenar la convivencia para romper el sistema.
Porque de eso va el aluvión de pseudomedios de comunicación. Cabeceras que solo se dedican a esparcir la mentira en forma de agresión no periodística hacía rivales políticos. Y con ello hacía ideas políticas. De eso trata. De que la formación de la opinión deje de hacerse en un terreno libre. Ni tampoco en uno plural. De ir inclinando poco a poco el tablero de juego.
No trata de líneas editoriales. Necesarias todas. Porque esto no va de asegurarse la unanimidad. Trata de verdades y mentiras, no de enfoques. Porque, de hecho, aceptar que la mentira es una opinión más ataca, en primer lugar, a la libertad de prensa a la que niega su función informativa. A la que le resta credibilidad, hasta el punto en el que solo importa que lo leído cumpla con los prejuicios de quien lo lee. Exactamente como han intentado hacer los extremistas en todo momento histórico.
Por eso, no salía de mi asombro cuando el otro día en la apertura de un evento del medio La Vanguardia escuché a María José Catalá hacer una defensa cerrada de los pseudomedios en nombre de la libertad y la democracia. La situación era la misma que si hubiera inaugurado un congreso científico defendiendo, también en nombre de la libertad, a los terraplanistas. Y exactamente lo mismo es que las administraciones rieguen de dinero público estas cabeceras del bulo, a estos pseudomedios, que si un ministerio otorgara becas de investigación a la pseudociencia.
Porque caída la credibilidad de los medios. Asegurado un clima en el que importa lo mismo una noticia publicada en un medio de prestigio que una publicada en una de estas cabeceras se genera el terreno para que empiece la demolición de un sistema que se basa en poder opinar de forma libre y diversa, pero sobre hechos. Se permite la caza, con la colaboración de otros estamentos de poder, del adversario.
Como explicaba gráficamente el humorista Miguel Maldonado en un video que se ha viralizado estos días. A través de una administración gobernada por la derecha ultra, se paga a un medio cuya única función es servir de ariete e incluir en el debate público una acusación infundada o tremendamente exagerada. Se intenta obligar a las personas víctimas de este ataque a tener que defenderse cayendo en la trampa de ser el objeto de atención por hechos que manchen su imagen y, si pueden, cuentan con la colaboración de un juez amigo que de apariencia de credibilidad a la historia durante el tiempo necesario. Lo contó perfecta y, desafortunadamente, en primera persona el periodista Carlos Sosa, cuando recibió en La Nau el Premio Libertad de Expresión 2024 de la Unió de Periodistes Valencians. Titulando su discurso "Así es un lawfare desde dentro".
De este modo, ni se pueden generar consensos, ni tampoco juzgar hechos graves. Todo, hasta la sinvergonzonería más evidente, se puede difuminar. Porque automáticamente se generan titulares, como si fueran tinta de calamar, que reconforten con la sensación de que siempre es mucho peor el de enfrente. Y de esto va poner la maquina del fango a trabajar para que la mujer del presidente fuera el comodín del público de quienes necesitaban defender el fraude fiscal y la red de comisiones con la Comunidad de Madrid de la pareja de Ayuso.
Se genera así la paradoja de que el tiempo en el que la exigencia ética y, prácticamente, moralizante tiene más presencia en el debate público se convierte a la vez en el momento en el que menos podemos avanzar en criterios éticos compartidos. No hay espacio para la autocrítica, no hay espacio para la rendición de cuentas. Y, por tanto, se achica el espacio de la democracia. Ni que decir tiene del hueco para la deliberación.
¿Quién gana con esto? Quienes quieren que la confianza en el sistema democrático caiga. Quienes quieren acabar con el régimen de libertades y dar paso a la intolerancia, desde la coartada de una falsa libertad. Quienes pretenden parasitar lo que es de todos en beneficio de unos pocos, como con la privatización extrema del estado del bienestar. Quienes están dispuestos a que el negocio sustituya de forma definitiva al derecho. Quienes quieren un Trump en EEUU, a la extrema derecha en la Comisión Europea o a un Milei en Argentina.
¿Y que pasa con quienes están dispuestos a tener a un Abascal de ministro del interior a cambio de alcanzar de nuevo el poder y retirárselo a quienes han osado ocuparlo sin que España les pertenezca por derecho? Esos, como en otros capítulos de la historia, acabarán siendo devorados por los pies. Como ocurre en València; el poder cuando se hace depender de la rendición a la extrema derecha se ocupa, pero no se ejerce. Como ha ocurrido en España con una derecha que nunca acabo de recorrer el camino del liberalismo y que, recurrentemente, es llamada a filas por el conservadurismo, neo, ultra o como toque, de los que siempre han mandado.
Y si les dejamos, si no ponemos pie en pared, lo habremos perdido todo. Esto ya ocurrió en el siglo pasado, ¿por qué hacemos como si esto no hubiera pasado antes en Europa? Que hoy utilicen la Inteligencia Artificial o las redes sociales no convierte esto en nuevo. Es la misma ofensiva que ya impulsó al fascismo en tocando a la puerta de nuestras pantallas de móvil.