VALÈNCIA. En la Sociedad del Espectáculo Debord ya vaticinaba en 1967 que la mercadotecnia capitalista iba a suplantar las formas naturales (biológicas/analógicas) de las relaciones humanas. Este hecho, ya consumado, vive en un vertiginoso presente adanista, sin pasado ni historia (por tanto sin memoria), y sin futuro, precipitado por el acantilado distópico del ecocidio. Un presente en el que, como dice Chomsky, ya nadie cree en los hechos, y las palabras, el lenguaje, se ha vaciado de sentido hasta no querer decir nada, pues las palabras que no se vinculan a las acciones, son demagogia, cuando no mera representación en lo simbólico.
Con todo, Cáscara, el magnífico primer libro de la poeta María Beleña, utiliza el lenguaje como un acto de conciencia emocional que traslada físicamente la desazón, cuando no una genuina desesperación ante una sociedad psicópata. Y lo hace con una sofisticación estética perturbadora que pone al lector/a ante un espejo negro,
se es lo que no miramos, dice, el espejo sin rostro de quien contempla la anonimia al otro lado. No hay reflejo, no es una imagen, no hay representación de la realidad. Es lo real en el poema que sucede de forma sensorial, con toda su crudeza, a través de quien lo lee. Y más, como declaración de intenciones la cita de Juarroz que abre las sección “Exocarpio”: La primera condición de cualquier poesía válida es una ruptura: abrir la escala de lo real.
Y es esto último una de las más altas metas que la poesía nos puede ofrecer: una experiencia transformadora. Con Cáscara María, a través imágenes (bellas y terribles) que inserta en un tesauro sensorial de marcado tono introspectivo consigue ofrecernos todo un ejercicio de extrañamiento del mundo que, por el contrario, lo revela en toda su simple prosaicidad.
Es la poeta una persona que camina, percibe, piensa, escribe e invita a participar de sus percepciones al modo de la máxima de Muntadas: para percibir hay que participar. Para leer a María hay que ser un lector activo, que cierre sentidos, que atraviese el velo del aparente hermetismo de su escritura para encontrar nódulos eléctricos, neuronas de luz trófica que mantienen vivas todas las cosas, que son la red de las cosas que solo los ojos alucinados del lector/a/poeta es capaz de encontrar en su lectura. Una lectura que, consciente de sus limitaciones nos avisa cartesianamente:
la realidad es/ una cosa/ la interpretación de la realidad es/ otra. Pero que reconoce la experiencia sintiente en tanto la inteligibilización de su suceder.
Por tanto, María se detiene en lo insignificante, lo frágil, lo invisible para intentar verbalizar metonímicamente lo inefable e inexpresable, a través del temblor lírico, pero diseccionado por un estilete crítico.
Y para ello se funde con la naturaleza (una naturaleza modernista, quintaesenciada, contrapuesta a otra cruel e inconsciente) que se manifiesta en su poesía. La poesía “paseada” de María. Porque María parece caminar a la deriva como acto de desobediencia situacionista y como método peripatético del pensar. Pasear y pensar y torcer el verso a la vuelta de cada encabalgamiento con giros de sentido sorprendentes. Renunciar a lo evidente para que la dictadura de los tontos colapse y queden perdidos en su propia mediocridad. Una poesía que con frecuencia abandona el sendero luminoso de la belleza para recorrer cual equilibrista un alambre en tensión constante entre lo siniestro y la bondad, entre la belleza y la fealdad, entre la sensibilidad y la crueldad, la mediocridad y lo sublime, la ceguera y la iluminación…
Cáscara, más allá de lo desechable del fruto una vez consumido, es el lugar valioso donde la vida sucede, donde el contacto con lo real se imbrica en la piel que nos muestra, lo que cubre y protege los insípidos dulces de la carne, que nada saben, más que oxidarse sin remedio. Así el amor, para la poeta. Un amor a-romántico que aborda en la segunda sección Mesocarpio manteniendo la tensión de la primera. Generando poemas que encallan entre la pasión y asepsia de la biología, entre el erotismo y la liberación de todo deseo. Porque en el amor somos todo al mismo tiempo o no somos nada, parece decirnos.
En definitiva, da gusto leer a María Beleña. Pero, además, escuchar a María Beleña y ver a María Beleña en sus recitales o sus videopoemas, porque es ahí donde su poesía se expande plenamente y se acelera en la infinitesimal distancia entre lo que uno entiende por realidad y lo que la poeta entiende, generando un espacio límbico, aparentemente irreal, hipnótico, que nos resensibiliza en lo ínfimo y abole el ruido espectacular y grandilocuente.
Una voz personalísima, con una cosmogonía propia, cocinada a fuego lento, en tiempos de bukakes creativas y rebuznos verborreicos en la inmediatez mediada de las redes, también, por desgracia en la poesía.
Así que es de agradecer que María haya estado trabajando años su poesía antes de decidirse a mostrarla al mundo. Para María, ávida lectora, anotadora compulsiva de todo todo el tiempo, la poesía es una especie de religión pagana con un solo credo, el amor profundo por el lenguaje y sus misteriosas combinaciones cuasi-matéricas, capaces de crear espacios nuevos entre los pliegues de la realidad y dotar a sus poemas de una inmanencia cuántica, más allá de modas o devenires espacio-temporales.
Es la poética de María Beleña una literatura madurada a base de empirismo, rigor y esfuerzo, que mantiene su curiosidad intelectual intacta como quien sabe que solo aquello que se conoce profundamente puede amarse de la misma forma (Platón la hubiera invitado a su banquete) y no podemos hacer otra cosa que esperar más poemas de esta poeta en un futuro que nos descubran fronteras no descritas todavía por la poesía en español.