Cómo el fenómeno del coronavirus nos está haciendo redescubrir otra manera de vivir
Ésta no es ni la primera ni la última emergencia mundial que vivimos y viviremos. Las generaciones de la paz en Europa ya han sido testigos de inesperados cambios institucionales y de crisis económicas globales. Los estados han sido mucho menos sensibles, menos permeables, a otras problemáticas de mayor dimensión humana: los eternos viajes transcontinentales forzosos de decenas de miles de personas refugiadas o la innegable crisis climática.
Cuando estalló la crisis financiera global de 2008, seguida de la Gran Recesión, se alzaron numerosas voces exigiendo la refundación del capitalismo. Se articularon nuevos conceptos y propuestas como la prosperidad inclusiva, el green new deal, el estado emprendedor o el capitalismo consciente. Todas ellas buscaban desarrollar una versión más humana y verde de la economía de mercado, y, en general, contemplaban un rol más decisivo del sector público en la misma.
Como sociedad, en comunidad, no aprendimos demasiado. Como mucho, y al menos, nos hemos dedicado a ir poniendo parches a situaciones de evidente gravedad social y medioambiental sin afrontar cambios estructurales. Se han dado honrosos ejercicios de solidaridad colectiva —aún tengo grabado el simbolismo de la operación de acogida a las personas refugiadas del barco Aquarius—, e inconsecuentes declaraciones institucionales —la de emergencia climática de la Generalitat en septiembre de 2019 o la de València Ciutat Refugi en septiembre de 2015. Pero en ningún caso se ha puesto en duda ni la estructura principal del modelo económico ni mucho menos la política de migración y fronteras.
Está vez, la incidencia del coronavirus abre la puerta, aunque sea de manera transitoria, a un mundo distinto. Un mundo más humano. No estoy siendo frívolo, ni minimizo las consecuencias económicas ni en términos de salud de esta epidemia que tendrá efectos, como siempre, desiguales. Las personas más vulnerables del sistema económico, de los falsos autónomos a las empleadas del hogar, se verán más afectadas. Aún así, me gustaría comentar algunas de sus consecuencias no tan negativas.
Lo vemos en las calles desiertas, en el civilizado comportamiento de las personas al aceptar medidas extraordinarias y adaptarse a cambios bruscos en las maneras de vivir. Pasa mucho pero no pasa tanto. Aprendemos a vivir distinto. Aprendemos a vivir con menos. Más allá de aquellos que arrasan los estantes de supermercados, la mayoría de las personas se comporta de manera ejemplar. Podemos dejar de viajar, consumir lo mínimo, estar más con los nuestros, aunque sea a un metro de distancia unos de otros y, redescubrir, por unos días o semanas, como es eso de habitar de manera distinta.
Se trata, además, de un fenómeno totalmente global. Espero que la gravedad del asunto nos haga entender los limites de los viejos estados nación, guardianes de sus fronteras, para resolver factores que afectan a todos los seres humanos. Ojalá sirva de semilla para una nueva consciencia de la humanidad sin distinciones.
Porque somos individuos interdependientes. La libertad individual intersecta y está limitada por la de los demás al igual que le pasa a nuestra salud. Nuestras acciones y movimientos afectan a otros, especialmente a los más débiles, en este caso ancianos y personas con la salud más frágil.
Y además, curiosamente, el virus nos ha hecho redescubrir el rol de lo público, imposible de substituir cuando los fenómenos meteorológicos, económicos o clínicos nos afectan a todos. Reflexionemos, por favor, en estos días de forzado asueto.