VALENCIA. Nadie puede celebrar la muerte de un ser vivo. Nadie puede (nadie debería poder) mear sobre la tumba de un torero, tal como sentencia el tuit más degradante de los que hemos leído estos días y que es consecuencia de la cogida mortal de Víctor Barrio. Ese deseo, la jocosidad que provoca en algunos la muerte de Barrio, solo expresa el desajuste mental de quien lo emite. La dificultad radica, en esta línea, en destrabar dos acciones humanas (la muerte de un toro y el juicio sobre la muerte de un torero) que, por su misma naturaleza, se hallan conectadas, pues quien lleva a cabo la muerte del toro es el mismo torero.
¿Qué hacer o cómo hacerlo? ¿Cómo ponerse en contra de la muerte del toro y no infamar a quien provoca esa muerte, que a su vez ha muerto por el toro? Un torero opta por desarrollar su vocación, o eso que es calificado como oficio, lo que conlleva, obviamente, no solo triunfos, dinero y fama, sino también el riesgo de morir, como le ha ocurrido a Víctor Barrio, en una triste plaza de toros.
¿Tradición? ¿Cultura? Los taurinos -y los cazadores, también los pescadores, los llamados deportivos, ¿qué deporte puede ser válido si se basa en la muerte absolutamente inútil de otro ser vivo?- lanzan señales asociadas a estos conceptos creyendo que de esa manera fijan una justificación historicista. Eso, más que una justificación historicista, es una pedestre e infundada historieta que se han aprendido bien. Alguna vez he oído a alguien decir que él caza porque su abuelo ya cazaba y luego lo hizo su padre. Esas personas me han contado que, siendo niños, tenían un rifle Gamo de perdigones y con él se iniciaron disparando a indefensos gorriones o jilgueros. ¿Luego os los comíais?, he preguntado por hallar una respuesta que de alguna forma pudiera avalar el suceso lamentable, y me han dicho que no, sólo disparar, matar por matar. Detener el movimiento del pájaro o de la liebre, se trataba de eso, me confesó algún cazador más instruido.
Es la misma traslación que opera con el tema de los toros y las corridas y todo eso que acontece principalmente en los pueblos y en verano con la angustia de los propios toros y de otros animales (angustia, ya que sabemos por Peter Singer, también por la reseñable Declaración de Cambridge de 2012, con Stephen Hawking a la cabeza, que los animales tienen sustratos neurológicos que son la base de la conciencia), toros con los cuernos que sujetan bolas de fuego prensadas de resinas y combustibles, vaquillas estresadas que sin saber el porqué son tiradas al mar, gansos arrojados desde campanarios o gallinas a las que se les arranca de cuajo la cabeza por la mano hábil de un jinete que compite con otros, pura diversión. No es concebible que el maltrato a un animal, un animal que ha nacido por definición para vivir su existencia sin inmiscuirse en la de los seres humanos, pueda generar algo lúdico. En este sentido, en el sentido de la santa e intocable tradición, hay muchos informes ligados a esa tradición del hombre que, con los siglos, han ido quedándose en el camino, se han ido eliminando, desde la esclavitud a la práctica de la ablación del clítoris o el feudal derecho de pernada, o tantas cosas terribles de las que hemos logrado desprendernos gracias, ahora sí, a nuestra evolución sociocultural capaz de corregir los excesos justamente de la tradición. Nada puede justificar la carcajada por la muerte de un torero, nada tampoco puede articularse desde el dolor ajeno, el del toro. Porque nada bueno puede construirse sobre el daño conscientemente infligido a otro ser vivo.
La tauromaquia, que ya fue eliminada en la Europa de la Ilustración (España y Fernando VII quedaron al margen, claro), carece de soporte lógico y emocional, por mucho que se apele a referentes culturales (Hemingway, Picasso, García Lorca y otros nombres epigonales) para su mantenimiento, por mucho que se ensalce el carácter litúrgico de la lucha del hombre y la bestia y sus etcéteras. Aquí se trata de que reflexionemos sobre el derecho a la vida y la gratuidad de la muerte en pleno siglo XXI.
Pongámonos serios, sin bromas, sin forzados ornamentos ni envoltorios intelectualizados, ¿de verdad, ver cómo sufre un toro, un toro que escupe sangre, que se ahoga en esos estertores entrecortados que anuncian su final, la sangre en la cruz, en la testa, en el hocico, en sus ojos, en los bajos, esa sangre que unta el capote del torero y salpica, eso puede provocar júbilo en un espectador? Yo creo, y lo creo sinceramente, que hay gente que no lo piensa, que no se da cuenta de lo que supone ese denominado rito taurómaco. Hay gente que no lo ha pensado más allá de su planteamiento e impacto festivo, como cuando se es joven y te dicen que el tabaco es cancerígeno y calibras que su efecto es a largo plazo y aún lo vislumbras muy alejado, esa gente es recuperable. Como lo es la gente que celebra la muerte del torero. Pero hay otras personas que sí lo han pensado y pese a ello apuestan por mantener un espectáculo denigrante, estéticamente endeble y explícitamente feroz.
A estas personas es a las que hay que decirles que esto debe acabarse. El mundo de los defensores de la muerte fácil de un animal que nada ha hecho para merecerla, ese mundo tiene su tiempo contado, y es posible que el drama que supone la muerte de Víctor Barrio, un fallecimiento doloroso, impulse más enconos contra ese núcleo de la tauromaquia de lo que éste se cree. La presión sobre él crece imparable, aumenta cada verano con tragedias aquí y allá, y terminará diluyéndose, como prescribió el culto de sacrificar vírgenes a los astros en cada cambio de solsticio. No tardaremos en comprobarlo.
Miguel Herráez, escritor