Estados Unidos muestra estos días que es más fácil confirmar en público la salida de una pandemia que admitir la entrada de la economía en una nueva recesión. No en vano el coronavirus ha venido para que nos demos cuenta de que a la humanidad no le queda otro destino que la disyunción ‘o salud o economía’. Al epidemiólogo oficial estadounidense le ha pasado esta semana lo habitual del cargo, el síndrome de la excusa del día siguiente. Noticia es que Anthony S. Fauci, antes médico que asesor, se atreva a responder a la pregunta sobre cuánto falta para el final pandémico, lo de menos fue lo que contestó (“estamos fuera de la pandemia”) y que matizó después (“debería haber dicho el componente agudo de la fase pandémica”). La respuesta es sí y no.
Por aquí, las reparaciones, cuando realmente lo son, llegan tarde y mal, y la lentitud siempre sacrifica el contexto histórico. La aprobación de implantar el Grado de Medicina en la Universidad de Alicante, basada en el criterio científico para atender “la necesidad de fortalecer la educación en el ámbito sanitario”, según sus decisores, no anestesia los viejos enfrentamientos de kilómetro cero de esa política de proximidad que reivindica una universidad para cada ciudad, que confunde sociedad de la información con colegiación profesional. Toda la solidaridad para con nuestros mejores implementadores del placemaking, que nos auguraron la erradicación de la división gremial en el espacio público. Lo bueno de esta era es que el fuego se apaga a golpe de clúster.
Que se reseñe que la decisión de la administración Puig ha encendido el conflicto entre las universidades alicantinas vale para poner morbo al culebrón local, pero esa no es la almendra del asunto. ¿Alguien les ha preguntado a nuestros hacedores de políticas si faltan médicos titulados y por qué? Cierto, más fácil es enredarse con que la política con la sanidad o la política sanitaria no son lo mismo.
Una nueva facultad de Medicina nunca puede ser mal acogida por la interpretación común de la ciudadanía, que entiende como un beneficio la posibilidad de que más convecinos accedan a una formación cualificada que, una vez acabada, se traducirá en mejoras en los servicios sanitarios deficitarios de su entorno. Este es el caladero en el que a la política le gusta pescar, claro está. Pero en esa idea preconcebida, que mezcla población graduada con disponibilidad de servicios, poco pueden calar las reivindicaciones del profesorado, alumnado y asociaciones profesionales, que reciben con disgusto justificado el aumento de plazas para la carrera de medicina.
No es nuevo el argumento de que España es el segundo país en número de facultades de medicina por densidad de población. Si esta razón pretende convencer a los legos, antes sucumbirán las instalaciones sanitarias de la Malvarrosa al agua del deshielo polar. Los colectivos médicos predican en el desierto llamando la atención sobre las cifras concretas: en los últimos años se ha pasado de 28 a 44 universidades que ofertan el Grado (aprobación en 5 públicas y 11 privadas), lo que ha incrementado el acceso de 5.870 a 7.360 plazas sin que ese aumento del 25% signifique disponer de más profesionales para el sistema sanitario, pese a que el ratio de médicos en España supere la media europea, en comparación con la escasez de enfermería.
Y aquí es donde se sirve el debate de calado. Déjese de añorar las facultades desbordadas en los años 80. El actual conflicto no es un déficit de titulados cada año, sino de médicos en activo. Que lo lleve diciendo durante años la Organización Mundial de la Salud (OMS) y demás entidades europeas poco importa.
El problema de la falta de médicos en ejercicio afecta a toda Europa, y el coronavirus agudiza el estrés sanitario por la falta de una adecuada gestión en los recursos humanos de los sistemas nacionales de salud. Lo podrá ver de forma sofisticada en estadísticas de migración o en revivals de Doctor en Alaska, como reseñaba The New York Times en esta crónica humana del doctor Martial Jardel, un joven médico que recorre los desiertos sanitarios de Francia en autocaravana.
Tampoco es apropiado restringir el debate a la medicina, cuando el problema afecta a buena parte de las profesiones sanitarias. No debe olvidarse que de las veinte profesiones que más se movilizan por Europa, la mitad de ellas corresponden al ámbito de la salud, y por este orden: enfermería, medicina, fisioterapia, odontología, cuidados auxiliares, cirugía veterinaria, farmacia, psicología, terapia ocupacional y radioterapia.
El Foro de la Profesión Médica, que aglutina a las organizaciones más representativas de los médicos, prefiere calificar de “presunta” la falta de profesionales. La entidad, que lleva tiempo discutiendo la incongruencia del numerus clausus, señala los factores determinantes del problema, y qué curioso, no se menciona la falta de titulados: la incapacidad del sistema sanitario de absorber la demanda de acceso a la formación especializada, el número elevado de quienes optan por una segunda especialidad, la oferta laboral insuficiente, la movilidad de los profesionales entre autonomías y la salida de especialistas al extranjero, el aumento de médicos que ejercen en la sanidad privada o la precariedad de las condiciones laborales. Lo resume a la perfección la doctora Elena Casado. Estos males laborales no se curan solo remodelando el MIR con más plazas, aunque para eso toca estudiar otros modelos.
De este penoso horizonte solo nos acordamos en la lista de espera. La economía de la salud se ha fijado más, aunque no mejor, en las infraestructuras (el ladrillo y la tecnología) que en los recursos humanos (la fuerza de trabajo), que son los que prestan los servicios. La discusión no puede reducirse a un malestar sectorial de política laboral. La sanidad nos afecta a todos. Los “debates ciudadanos” con vocación de futuro, en los que participan los mismos ciudadanos de siempre, andan faltos de miras hacia la atención sanitaria que necesitamos para esas ciudades que deben ser plenamente vividas. Recuérdenlo, no todos somos médicos, pero todos somos pacientes.