VALÈNCIA. En una fase existencialista de la vida, este mes quiero dedicarlo a hablar de la muerte, concretamente, del mercado funerario; más específicamente aún, del precio de morir(se). Y es algo que, en realidad, no interesa mucho a quien fallece, pero sí a los que están a su alrededor y que, eventualmente, tienen que recorrer su propio purgatorio: el camino fatigoso de la contratación de las pompas fúnebres que, muchas veces, acarrean excesivos costes y que, habitualmente, están asegurados (nota: cuando hablamos de que están asegurados, no pensemos que es una lucha de titanes –seguros vs. consorcios funerarios-; suelen jugar en el mismo equipo societario en el que están, repitamos todos juntos a coro, “integradas verticalmente”).
El duelo por la muerte de alguien cercano, de cuyo coste nos vamos a hacer cargo en mayor o menor medida, es un trance que debería constituir el problema central de quien se encuentra en tal situación. No obstante, en muchas ocasiones viene eclipsado por una serie de engorrosas cuestiones económicas que contribuyen a incrementar el trauma de quien tiene que lidiar con ellas. Los problemas a los que aludo no han hecho más que empeorar en las circunstancias actuales del coronavirus, pandemia durante la cual se ha producido un sonado aumento de la mortalidad causado, directa, pero también indirectamente, por el coronavirus, y, como consecuencia de la cual, los decesos y la prestación de los servicios fúnebres se han producido en unas circunstancias que hacían compleja su vigilancia y control en virtud de consideraciones de salud pública. A esta situación coyuntural y excepcional ha de añadirse otra estructural: la cuestión de que la muerte es un tema tabú. Y la opacidad y misticismo en los que se desenvuelven los operadores del mercado fúnebre son circunstancias que no se han desaprovechado, como pone de manifiesto el aluvión de quejas y denuncias presentadas ante las autoridades competentes por las prácticas presuntamente abusivas realizadas en el marco de este sector.
En lugar de esconder las cosas detrás del cortinaje del luto, hay que reconocer y asumir que la muerte se ha convertido en un negocio muy lucrativo tras la liberalización del sector. Es necesario sacar a la luz su funcionamiento y auditarlo de la forma más escrupulosa y detenida que sea posible.
Hay una cosa clara y es que, tarde o temprano, todos vamos a ser sujetos pasivos de unos servicios funerarios del tipo y con la extensión que decidamos o decidan por nosotros: son un bien necesario, totalmente inelástico, de demanda relativamente constante y estable y donde las decisiones han de tomarse habitualmente muy rápido. Eso lo vuelve un sector extremadamente atractivo para y propenso a según qué tipo de prácticas, especialmente en el trance emocional en el que se encuentran los consumidores, que los hace más vulnerables y receptivos a conductas agresivas. Sobre todo, con la estructura que se gasta: muchas microfunerarias y pocos y grandes grupos funerarios.
Y ahora viene la turra de siempre. Estas cosas pasan porque la configuración del mercado *permite o facilita* que sucedan. Yo sé que vivo obsesionada con las concentraciones de los mercados de una forma cuasi-enfermiza. Pero no es una fijación ajena a razones. Las concentraciones de empresas dibujan escenarios en los que grandes operadores tienen mucho más sencillo coludir y abusar. Y esto es, precisamente, lo que ha pasado en el mercado de servicios funerarios, donde se han ido sucediendo, con acelerones en los últimos años, ciertos movimientos de consolidación y concentración, lideradas por las aseguradoras, algunas de las operaciones incluso en segunda fase (por riesgos en el sector funerario y de seguros de decesos y donde se exigirán compromisos y condiciones para autorizarse) de forma paralela a la compra estratégica de instalaciones.
Veréis, además del pequeño inconveniente de que existan pocas empresas funerarias grandes, se observa un problema adicional: las barreras de acceso al mercado. Yo no sé cómo de familiarizados estáis con el sector. Espero que poco, la verdad. Pero hay cosas que, por poco que hayamos frecuentado este tipo de ceremonias, conocemos: la gente se junta en dos sitios principalmente para honrar al difunto y acompañar a la familia: en la iglesia, del tipo que sea, y, en prácticamente todos los casos, en el velatorio, actualmente conocido como tanatorio, que ha ido paulatinamente sustituyendo la antigua costumbre de acompañar en el domicilio particular. La relevancia de este último elemento es innegable y se ha convertido en obligatorio o estándar de todos los servicios funerarios, representando, además, una fracción importante respecto de la factura final. No es un elemento diferenciador de los distintos paquetes, pues todas las empresas, absolutamente todas, han de ofrecerlo (y, si quieren pruebas de su relevancia, bastaría recordar el dolor expresado de todos aquéllos que han perdido familia en la pandemia y no han podido acompañarla en velatorio). A este tipo de elementos necesarios para participar en el mercado, porque todas las funerarias han de contar con la oferta del mismo en su catálogo, se los conoce como essential facility, mal traducida habitualmente como “facilidad esencial”, mejor conceptualizada como activo, input o infraestructura esencial.
El acceso a un tanatorio o velatorio puede venir dado esencialmente de dos formas: la propiedad o el alquiler. Habréis notado que, cuando paseáis por vuestras ciudades o pueblos, no hay tantos tanatorios como, pongamos, panaderías. Los tanatorios están, como no podría ser de otra forma, sometidos a una regulación que ordena el cumplimiento de determinados requisitos para explotar la instalación con tales fines, que no vamos a entrar a analizar, pero que, para suspicaces, suelen tener bastante sentido. Son, pues, un bien escaso que tiene poco sentido multiplicar por cuestiones de ineficiencia económica y, en ocasiones, porque directamente es jurídicamente imposible.
Éstos se encuentran habitualmente en manos de unos pocos y grandes conglomerados funerarios (bien porque son directamente propietarios, bien porque tienen una concesión de la gestión del tanatorio público), que prestan todo el paquete de servicios al difunto.
Ya debe estar encendiéndose la bombilla en el cerebro de todos, porque somos negosiants por naturaleza. Efectivamente, ¡oh, misterio insondable!, ¡oh designio inescrutable!, sus titulares, en muchas ocasiones, no los alquilan (directamente y sin maquillaje; o lo ofrecen a unos precios inasumibles). El control de los tanatorios, lógicamente y con sorpresa de nadie, hace florecer y facilita las prácticas abusivas.
“Ajá, si tengo el control de un activo esencial escaso voy a … no compartirlo, obvio. Mi título de propietario ampara cualquier uso que quiera hacer de él y cuando el consumidor quiera contratar el servicio de velatorio, no tendrá más remedio que pasar por aquí” (dramatización del tren de pensamientos de un dominante o gatekeeper, que controla el acceso al mercado).
Pues, en realidad, no es tan fácil, amigos. Los dominantes del mercado tienen la obligación de compartir como buenos cristianos sus posesiones, al menos en ciertas ocasiones. Y nos hemos encontrado con una de ellas.
Antes de que empecéis con la libertad de empresa y que “es mi instalación y la alquilo cuando quiero”, no, frenad. Pacíficamente superada se encuentra ya la concepción medieval de La Propiedad, que ya no llega hasta el cielo y el infierno. Ningún derecho es absoluto y éste, concretamente, cuando se está en posición de dominio (que lo está porque la muerte es un fenómeno local), está limitado por el Derecho de la competencia donde se obliga, en determinadas circunstancias, a compartir los recursos, servicios o infraestructuras esenciales si no existe una causa objetiva que justifique lo contrario. Y lo anterior se hace precisamente para estimular la competencia y tener una estructura más sana de mercado y beneficiar a los consumidores. ¿Se eliminan incentivos para ser propietario y construir un tanatorio? No, alma de cántaro. Porque, a cambio de la cesión del uso, *obtienes ingresos*. Lo único que se impide es hacer leverage a partir de la titularidad de un activo esencial. Si quieres que te contraten a ti todos los servicios, incluido el de tanatorio, hazlo mejor que la competencia. No pretendas que sólo por ostentar la propiedad de la infraestructura, el resto vaya de soi.
Esta escasez de operadores sumada a los obstáculos derivados de la propiedad ha hecho incrementarse el precio, algo que se ha notado de forma llamativa durante la pandemia, en la que, extraordinariamente, se ha requerido una suerte de intervención estatal de control de precios. Es posible, y se terminará sancionando, que esta situación haya sido debida a los acuerdos anticompetitivos entre competidores o a conductas agresivas desleales, objetivamente contrarias a las exigencias de la buena fe y susceptibles de mermar de manera significativa la libertad de elección de los destinatarios (familiares de los fallecidos). Pero el buen funcionamiento de un mercado no se debe medir en un momento de estrés, sino en circunstancias “normales”. Y los datos revelan que, en la última década, los precios se han multiplicado. Habría que ver por qué.
El mejor consejo sería no morirse, o, lo que es igualmente fantasioso, ir a hacerlo, previo estudio individual privado en el lecho de muerte, al sitio más barato posible. De forma realista, la Administración debería intervenir. Y lo puede hacer de muchas formas. Históricamente, aunque actualmente se esté teniendo más cuidado con las concentraciones, se está optando por una política de autorización de fusiones con una mano, pero, con la otra, por obligar a las posiciones de dominio a compartir. Ésta es una solución regulera, creo yo, porque las autoridades no pueden llegar a todos los abusos. Deberíamos tener al mercado para ayudar. Pero este auxilio sólo lo puede prestar un mercado en competencia, no uno oligopolístico con un problema de acceso a recursos esenciales. Se debería, como mínimo, prohibir la prestación de servicios vinculados (lo de contratar todo el paquete obligatoriamente con la misma empresa), que sigue poniendo el peso sobre el consumidor o, más complejo pero quizás más efectivo, aumentar el número de tanatorios de titularidad y gestión pública y repartirlos de forma geográficamente equitativa.