Si son tan viejos como quien les escribe, recordarán que el azaroso trasiego de los ministros de Educación contenía una idea que no por tópica dejaba de generar consenso: capacidad crítica, espíritu crítico. Desde los 80 y hasta no hace tanto, no importaba el color político ni la autonomía competente, pero en todo programa electoral y hasta alguna ley se colaba el lugar común: que los chavales debatan y se contradigan, que encuentren certezas, pero que tengan el margen necesario de humanidad como para no acabar en un nicho de verdades absolutas.
En apariencia, las redes sociales vienen a minar esto. Hunden nuestros pies en nano nichos donde, si por casualidad, un día nos dio fuerte por la moda vintage denim austaliana, podemos quedarnos a retozar en sus etiquetas por el resto de nuestros días. La megafragmentación de certezas, de colectivos virtuales donde la razón solo se expande, no se pervierte, complica y mucho esa capacidad crítica. Y si uno sigue a cuatro anónimos en Twitter que llevan 8 meses publicando supuestas informaciones confidenciales* sobre el fichaje de Kylian Mbappé –informaciones confidenciales*: macedonia de Google Translate en francés y periodistas bajo la influencia del publicar primero–, a ellos se arroga si finalmente el mejor jugador del mundo no ficha por su Real Madrid. El eco en la caverna de los convencidos de un acuerdo que no fue es tan aparatoso que resulta más cómodo quedarse embelesado en el anfiteatro de los que te daban la razón.
Las redes solo proyectan sueños individuales. Tanto que, intuyo, ya queda menos para que las mayores producciones de cine se rueden en ertical. Así se hace en el espectáculo más caro de todos los entretenimientos televisivos, el de Mbappé, precisamente, donde LaLiga ya hace realizaciones multicámara que (ya me dirán ustedes) centran su objetivo en un individuo. De repente, la defensa en zona o el repliegue, dan igual. El contrataque es un selfie que corta en otro y otro más hasta el gol. La verticalidad suprime el contexto, pero fomenta el ego, el ídolo, el pensamiento rectilíneo que, no me negarán, es el que produce una satisfacción más simple y directa. Y a otra cosa rápido; a consumir pronto en otra pasarela de micropago, por ejemplo.
En esas estamos salvo que mantengamos lo de la capacidad crítica que nos legaron nuestros mejores ministros de Cultura: leer allí donde no parecía que hubiera algo que tuviera que ver con lo que el algoritmo dice que nos gusta muchísimo y, en fin, cambiar de opinión. A mí me pasó recientemente con la lectura de un reportaje que habla del fin de la literatura del yo. Literatura, que no me incumbe, pero consciente de pertenecer al articulismo del yo que aquí les brindo, me dije, a ver qué se cuentan los que sí saben escribir. Y resulta que, cómo no, como de cada lectura, no importa que sea la novela de moda como regalo navideño, extraje una idea que venía a contradecir lo que han leído hasta aquí (o mi artículo de fin de año).
“Hace poco Douglas Coupland apuntó algo muy interesante: que todo este empacho del yo está llevando paradójicamente a una autofobia. Hay tanto yo en las redes y es tan fácil ser una persona u otra, disfrazarse con personalidades que parecen tener muy claro lo que piensan, que lo que se genera cada día en redes no son más que copias de otros, y eso está haciendo que el yo desparezca”. La respuesta era de la escritora Laura Fernández y, poco después, mi mente entraba en barrena cuando su compañera de oficio Mariana Enriquez añadía: “colectivamente noto un resurgimiento de la imaginación, de la construcción de mundos, del salir de uno mismo como forma de contar historias”.
Olviden este artículo. Dejen que sea un vehículo para quedarse a vivir durante lo que resta de 2022 con esas dos ideas de –vaya pedazo de– esos tres escritores. Porque, efectivamente, si tuviéramos un minuto para escapar del scroll de TikTok, quizá seríamos conscientes de que desde los chats de IRC Hispano y Terra, desde los grupos de Messenger a Fotolog, o desde Forocoches a PortalMix, llevamos unos 25 años conviviendo con ‘un yo que no soy yo’. Su avatar no es usted, dese cuenta. Internet nos permitió la posibilidad de posar ante el mundo –literalmente; ante todo el mundo– y de hacer de nosotros algo refinado, ajeno, distante o implicado, sagaz o sarcástico, maquilándonos para mayor gloria de una versión mejorada e influenciada por el pensamiento del otro: nuestro mejor yo, el virtual, pero que, dese cuenta, no es usted.
Deténganse en el silencio imposible y piénsenlo: cómo sería su Yo virutal si se pareciera a usted mismo. Puede que menos violento. Casi seguro, menos cínico y menos caústico. Depende del caso, pero el caso es que, en estos tiempos de tomar consciencia de lo que la vida es y de lo que la vida virtual la influye, no está mal aceptar que no hemos sido menos Yo que nunca. Nunca antes, en la historia de esta especie transitoria del universo, nunca jamás hemos sido menos nosotros de lo que somos. Y esto es un don innegable si somos conscientes. Si como dice Enriquez nos liberamos y aceptamos que estamos generando personajes de ficción bajo la idea de ‘marca personal’. Que las identidades están rotas y no son tan necesarias y que la imaginación, como casi siempre, con menos carga de autoría que nunca, es aquello verdaderamente estimulante hoy en día. Libérense de tanto nombre propio por unos pocos céntimos de ego y abracen la irrealidad, porque en el constructo ficticio de internet cualquier idea del Yo es mentira y casi siempre pretende venderles algo. Como Yo.