El término “negacionista” engloba muchos otros. Alguien que se incluye dentro de este marco conceptual puede negar el calentamiento global, la evolución de las especies, o incluso el Holocausto, el asesinato premeditado y perfectamente organizado de seis millones de personas judías a manos de los nazis. El caso es decir que no, que nosotros no creemos. Porque dicen, hay una élite corrupta que está empeñada en que nos traguemos informaciones aportando datos y evidencias científicas. En esa élite entran también los políticos, todos. Pero también los periodistas. Y de rebote, los científicos. Y cuanto más expertos, peor, más comprados están por los poderes fácticos: la banca, el capital, los laboratorios químicos. Así nace la pseudociencia, que también engloba la medicina. Y llegamos al aquí y ahora, y resulta que los negacionistas, familia directa de los populistas, reniegan de las vacunas. Que son un invento de los laboratorios para enriquecerse, dicen. Que no protegen, que las cifras no me las creo, que el gobierno nos engaña, que sólo yo y unos poquitos desconfiados nos damos cuenta de todo, pobres equivocados el resto. A parecer nos están inoculando un chip prodigioso para el control de la raza, de la humanidad, gracias al 5G, que bien puede evocar a los que peinamos canas, una popular canción de Hombres G. Los conspiranoicos, se han vuelto muy sofisticados y apuntan maneras como guionistas de series B.
La batalla contra el coronavirus parece afortunadamente, que la estamos ganando. Parece, pero no se confíen. Y si se está ganando es sin duda gracias a las vacunaciones masivas y periódicas, con las que nos hemos de acostumbrar a convivir. Como también hemos de convivir con la epidemia de desinformación que invade nuestras redes sociales, en esta época que llaman de la postverdad. Las mentiras, las noticias falsas, forman parte de la historia de la humanidad. Pero nunca, hasta ahora, habían encontrado un vehículo tan propicio para su propagación. Fenómenos como el de la homofilia, que constata que dentro de los grupos los individuos tienden a agruparse en torno a intereses similares, o los filtros burbuja, que hace que las redes abiertas no lo sean tanto como sería deseable, o el de la creciente espectacularización de los mensajes, que provoca que los discursos populistas, antielitistas, se expandan y crezcan sin control.
Todo este escenario conspiranoico se nos ofrece coincidiendo con el crecimiento de los partidos de ultraderecha o derecha alternativa, un movimiento que se ha producido a nivel mundial, y que en España tiene su marca local: Vox es un partido que cumple con todas las condiciones para portar esa etiqueta. En Europa el discurso de la ultraderecha es análogo al español.
Y resulta que los simpatizantes/votantes de esos partidos coinciden en buena medida, con los negacionistas. Comparten discursos, y el rechazo a la élite, que nos obligan por ejemplo a llevar mascarilla. Pero en España, la oposición a la medida para hacer frente al COVID-19 no se ha circunscrito tan sólo a los de Santiago Abascal. Recuerden el lema inicial (luego lo cambió) de la campaña del PP madrileño de Isabel Díaz Ayuso: “Comunismo y libertad”, que enmarcó sus propuestas de relajar las restricciones para aligerar la presión en los pequeños empresarios de restauración y así poder superar la crisis económica. Ya saben, lo de la libertad de tomarse unas cañas, por delante de la seguridad sanitaria.
Pero volvamos a la ultraderecha europea más reconocible: a partidos como el alemán AfP, el austríaco FPÖ, o el belga VG. La postura en redes sociales frente al coronavirus no ha sido uniforme, pero es obvio que para su electorado es un tema muy sensible. El partido de Marine Le Pen en Francia acusó en redes al gobierno y a los inmigrantes de la expansión de la enfermedad, con mensajes como “Prioridad sanitaria a los franceses, no a los inmigrantes”. Otros, como mínimo, han optado por ponerse de perfil para no perder votantes. Es lo que ha hecho Vox: no se ha opuesto a la vacuna, al menos oficialmente, aunque algunos de sus líderes sí que lo han hecho. Por ejemplo, Santiago Abascal no se manifestó en contra, pero se negó repetidamente a decir si él mismo se la había puesto. Eso sí, en redes han abogado masivamente por la libertad individual, defendiendo la no obligación de ponérsela, y claramente se opusieron a la aplicación del pasaporte COVID. Los líderes de la ultraderecha no se han prodigado en las redes con fotografías recibiendo el pinchazo.
Dentro de esa postura dispar en los partidos de ultraderecha europeos, destaca la del polaco PiS (Prawo i Sprawiedliwość) de Jarosław Kaczyński, que ha adoptado un discurso más cercano a las valoraciones estadísticas sobre las vacunas, y en el que se obvian las acusaciones de supuesta vulneración de derechos fundamentales. Seguramente, el hecho de que gobiernen el país tiene algo que ver; desde la barrera, es más fácil ser populista.
En el partido de Abascal, utilizaron profusamente el encuadre patriótico de resiliencia en sus redes, para defender militarmente el país frente al enemigo de la COVID. Ya ven que cada uno arrima como puede el ascua a su sardina: al encuadre que más les conviene a su forma de ver el mundo, la que intentan que coincida con la postura de sus votantes. La primera víctima de la postverdad es sin duda, la verdad. Y es que en España, como dijo Jiménez Losantos, “Hay una colección de psicópatas que se han puesto a la sombra de Vox”. La vacunación obligatoria se ha convertido en una baza política para la ultraderecha, sin saber muy bien si se cobijan en un discurso negacionista, anticientífico o simplemente parafrasean al perro del hortelano.
Sebastián Sánchez-Castillo y Carlos López-Olano. Investigadores grupo Mediaflows (Universitat de València).