Es como un dogma mercantil y una aspiración social general la de que los emprendedores no han de conformarse con participar en el mercado, sino que su función mesiánica es la de crear mercados distintos. Operar en mercados existentes ya inventados es poco útil al beneficio social porque avanzamos sólo a fuerza de ser disruptores, de crear nuevos bienes y servicios.
Pero la innovación no se hace, por supuesto, altruistamente -es el egoísmo de todos, trabajando en nuestro propio interés, el que nos hace avanzar, ¿no?-. Además de ser socialmente ventajoso, empujar las fronteras del mercado como conquistadores es también útil al beneficio particular del empresario en cuestión porque, en realidad, es poco rentable participar en uno establecido donde ya hay competencia. En estos casos, los beneficios de los operadores necesariamente son menores, no forzosamente competitivos, pero al menos no monopolísticos, en comparación con lo que sucede en mercados nuevos, donde, al menos (y siendo optimistas) sólo durante un periodo de tiempo limitado se disfrutará de una muy lucrativa posición de soledad. Ésta, en teoría, se irá erosionando cuando otros empresarios menos innovadores, pero igual de necesarios, disuelvan las barreras de entrada y accedan a esa parcela económica sobrepoblándola. Y así quedará hasta que alguno, cansado de este mercado abarrotado, coja una barca y se lance al camino de conquista otra vez. *Carraspea largamente mientras susurra “Aunque Schumpeter estaba posiblemente equivocado”*.
Este funcionamiento tiene un (muchos) problema (s): que es muy exigente. Hay pocas epifanías y las ideas se acaban o aparecen a cuentagotas. Hay que ser muy ingenioso para crear un mercado nuevo. Pero, en general, se puede hablar de dos catalizadores: por una parte, la existencia de una demanda de un producto o servicio (por ejemplo, una nueva enfermedad que requiera un tipo de medicación o tratamiento distinto de los existentes), por otra, una ruta distinta y un poco contraintuitiva. Aunque lo natural es dar solución a una necesidad pre-existente, también se puede requerir una preparación previa del terreno, consistente en generar primero esta necesidad para, posteriormente, proporcionar una solución satisfactoria a la misma.
Esta necesidad se puede crear, y así se hace habitualmente, por márquetin o de forma menos ortodoxa: privándonos de algo que teníamos solucionado, para vendérnoslo luego. Esta segunda fórmula no es tan exótica como pueda parecer y pueden apreciarse distintos grados de sutileza. Éste ha sido, por ejemplo, el modus operandi de la mafia o de algunos proveedores de alarmas del hogar o seguros: crean una situación o una sensación de peligro -real o ficticia- para vender posteriormente seguridad. Tenemos tan internalizado que esta situación se produce, que incluso proporcionamos explicaciones más o menos conspiranóicas a ciertos fenómenos desde esta perspectiva, especialmente afectando a las farmacéuticas.
Esta última versión es la que me interesa particularmente, no la conspiranoica, aunque ésa también, la verdad, sino en general la de privar de algo -bien o servicio- al que se tenía acceso libremente, para posteriormente proporcionarlo a cambio de un módico precio. Ésta es mi versión favorita del mercado, en su forma puramente extractiva y parasitaria, donde nada se aporta, nada se transforma. Lo único que se hace es apropiarse de un bien libre, en un comportamiento que va desde lo inmoral hasta lo ilícito, y empaquetártelo al precio que determine el mejor postor.
Actualmente hay pocos bienes al margen de un mercado omnívoro y voraz como el que tenemos. Y cuando esto pasa se debe a que se trata de bienes ilimitados y no excluyentes o, lo que es lo mismo, bienes públicos puros. Este tipo de bienes comparten una serie de características: se pueden disfrutar por todos, no se consumen reduciéndose su valor (consumo no rival) y, más importante, no son apropiables, es inviable excluir a otros o es muy costoso y, por lo tanto, ineficiente: el aire que respiramos, el sol que nos calienta, el agua del mar en la que nadamos... Además de éstos, hay otro tipo de bienes que son públicos también, pero en los cuales las características anteriores sólo concurren de forma parcial o imperfecta porque sí son limitados y excluyentes y donde la suerte o la aleatoriedad juega una especie de papel extremadamente relevante o donde socialmente nos autogestionamos su uso: las plazas de aparcamiento en la calle, las reservas de restaurantes, el derecho de que te atiendan en alguna parte y el orden en que se hace (por ej. en esperas en líneas telefónicas), el uso que hacen nuestros hijos de los columpios de un parque público, o beber de una fuente pública, etc., que democratizan, si queréis, su acceso.
Pues lo curioso de los tiempos que corren es que, gracias a los avances tecnológicos, ahora proliferan negocios puramente extractivos sobre bienes públicos (que también, aunque no necesariamente, pueden ser públicos desde la perspectiva de su titularidad) o semi públicos, que han sido, sino ilícita, al menos sí parasitariamente, apropiados, privatizados y sacados al mercado. Así, hay “empresarios” cuyo modelo de negocio consiste en reservar todas las mesas de un restaurante y venden ese derecho (revenden sería incorrecto, porque ellos nunca las compraron) a precios estratosféricos, “intermediarios” que adquieren todas las entradas de un espectáculo y, esta vez sí, las revenden, “emprendedores” cuyo modelo de negocio consiste en vender al mejor postor y al más cercano plazas de aparcamiento libre en ciudades, “ávidos comerciantes” que colapsan las líneas telefónicas y venden los spots o tiempos en los que quien va a prestar el servicio descuelga el teléfono a usuarios necesitados, etc. Y esto sucede, o tiene unas consecuencias más graves, porque la tecnología permite escalar este tipo de comportamientos. Lo que antes requería, por ejemplo, decenas de “gorrillas” distribuidos por una ciudad, repartiéndose los mercados como un cártel bien organizado, actualmente se puede hacer tecnológicamente a través de una plataforma digital.
Existen algunas fórmulas para evitar este tipo de comportamientos antisociales respecto de bienes públicos, pero económicos, que consideramos socialmente reprochables, como mínimo, como, por ejemplo, nominalizar las entradas o los tickets y hacerlos no transmisibles o no endosables o pagar por reserva en determinados restaurantes, permitiendo el no show retener esas arras, riesgo difícilmente transmisible con el derecho de reserva. En otras ocasiones se trata, directamente, de algo ilícito, porque se construye un mercado sobre bienes y servicios extra-comercio. No son cosas abandonadas o “cosas de nadie” apropiables u ocupables. Son bienes libres o públicos: ningún empresario puede impedirte aparcar en un sitio libre sólo porque ya haya vendido el derecho imaginario a hacerlo a otra persona. Y esto es algo que nos tenemos que grabar a fuego porque la Economía funciona a través de actos de fe de que determinadas cosas tienen un valor apropiable y transmisible. El funcionamiento del mercado no puede convertirse en el salvaje oeste o territorios sin conquistar, ni siquiera el digital, que casi parece un territorio sin ley, donde se admitan derechos de adquisición en el momento en el que se planta la bandera declarando la propiedad o se configura una plataforma repartiendo derechos imaginarios.
Aunque suene un poco ingenuo, el mercado no es un fin en sí mismo. Es un instrumento para satisfacer necesidades. Y como tal se ha de entender. En las circunstancias actuales, deberíamos empezar a proteger seriamente bienes públicos si no se quiere que finalmente el mercado se convierta en causa y solución pagada de todos los problemas de la sociedad moderna.
El fichaje de De Gea por el Real Madrid no cristalizó por dos segundos, pero eso no impidió que el mercado de fichajes se cerrara con un total de 2.900 millones de euros en traspasos, la cifra más alta de la historia. Una tendencia que viene de lejos y que no parece tener límites