VALÈNCIA.- Benditas aquellas parejas que llevan juntas toda la vida. Imagino que repetir del mismo postre a diario hace que su mundo sea cómodo, predecible, controlable, seguro y les ayude a luchar contra lo desconocido. Benditas porque de ellas será el aburrimiento de los cielos.
En la actualidad vivo completamente solo y mi único pensamiento es el de, por favor, que hoy no pase nada que hoy necesito aburrirme. Pero es imposible. Recuerdo cuando vivía emparejado y lo único en lo que pensaba era en el, por favor, que hoy pase algo, que hoy no quiero aburrirme.
Básicamente soy un tipo sencillo, de los de camiseta, vaqueros, zapatillas y chimpum para todo. Vivo en una casa de tamaño notable distribuida en dos plantas. La inferior, amplia y casi diáfana; la superior, sembrada de habitáculos y baños. En Masarrochos, una pedanía de la València en los Poblats del Nord, que ni es maldita ni insulsa ni corintia ni pasa nunca ná. Eso sí, tiene carretera, un colmado, farmacia, campanario, estanco, vecinos, casino y cementerio. Últimamente andan rescatando un refugio de la guerra que ganas tengo de verlo terminado. Con un poco de suerte y si todo esto del plástico climático sale adelante y el nivel del mar sube unos doce metros se me queda una hermosa casa en primera línea de playa. Hasta ahora todo pinta bien.
Eso sí, llave de mi casa la tienen mis hijos, mis hermanas, algunos amigos y parte del vecindario. Todos tienen bula para usarla cuando les venga en falta.
A partir de este reparto, el caldo anecdótico es sustancioso: motos en el interior de las que nadie conoce al propietario; días con un perro cagón que su dueño dejó olvidado; parejas que desconozco por quién deambulan; cajas apiladas que ni idea de lo que guardan en sus barrigas y siempre alguien que oculto en la nocturnidad anda subiendo o bajando las escaleras, aunque nunca lo he visto. Así pasan las cosas en mi casa.
Por causas de la medicación nunca trempo a tiempo. Siempre es o antes de que empiece la cosa o cuando ya hace tiempo que el acoso terminó. Nunca cuando el espacio, el tiempo y el refriegue se alinean, nunca. Pero aun así insisto en intentarlo, y a porta gayola si es necesario.
Ahogado le mordí perversiones y obscenidades. Que las mantas me arropen, que las estrellas me iluminen
Pero el otro día va y ocurrió. Monté una comida de amigos, un miércoles, para ser más exacto e incómodo. Y ella invitada, para impresionarla. Y entró como estaba previsto junto a un montón de amigachos con talento y algunos músicos de derechas, porque los músicos son siempre de derechas. Todos, todos de los que tienen el ego confuso y que no hablan más que de mentiras y proyectos desfasados que desembocan en compresas. Lo pasamos bien.
A lo que iba. Ella aguantó y despidió hasta el último de los comensalidos. Me tumbé a descansar en un sillón. Y se acuclilló sobre mi cara que bañó con efluvios de guayaba despulpada. Según se balanceaba lentamente yo veía pasar ante mis ojos su enorme percebe surgiendo de un coral. Y enseguida la tornasolada medusa y pronto la branquia fruncida y oscura. Ahogado le mordí perversiones y obscenidades. Que las mantas me arropen, que las estrellas me iluminen. Ella resoplaba pletórica entornando sus párpados, descolgando sus mejillas, haciendo correr la baba por el desfiladero de su esternón. La adivinaba resplandeciente esperando el maremoto... y aparece el vecino, una hermana, el dueño de la moto, el del perro, el fantasma de la escalera, el del transporte y no sé cuántos más. Así pasan las cosas en mi casa, joder.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 63 (enero 2020) de la revista Plaza
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