El Dacia no solo era un vehículo construido en un país comunista, era el símbolo de la independencia de Rumanía, que con su industrialización desafió los planes que Moscú tenía para ella: ser el granero del mercado común socialista. Un documental poco conocido, pero realmente original, repasa a través del fetiche de este coche testimonios de rumanos que recuerdan las consecuencias del paso del socialismo a la democracia
VALÈNCIA. Rumanía se enfrenta a una segunda vuelta de las elecciones presidenciales que es una pesadilla, un dolor de muelas. El país de los Cárpatos, durante muchos años, ha encadenado gobiernos corruptos, de un latrocinio sistémico impresentable, la juventud se echó a las calles varias veces, pero resulta que la alternativa no viene por una opción reformista, sino por la extrema derecha rancia y prorrusa de Calin Georgescu, un llenapantallas de TikTok. Y lo que es peor, es un candidato que le encanta a la diáspora rumana en España.
El desarrollo económico en el mundo globalizado que nos ha tocado vivir es una mina de paradojas y desgracias, como que la primera consecuencia de la buena marcha de la economía es una desigualdad galopante. Los países ex comunistas llevan sufriéndolo treinta y cinco años, el sacrificio humano que les ha costado acercarse a la media económica europea si lo hubiéramos experimentado aquí nos habríamos degollado unos a otros, no me cabe ninguna duda.
En el caso rumano, su economía, desde la adhesión a la UE de 2007, casi ha duplicado su volumen. Hay muchos indicadores del aumento del nivel de vida que se pueden percibir a simple vista, como que los rumanos ya no son los inmigrantes predominantes en los trabajos del campo en Castilla y León, por ejemplo. Sin embargo, el descontento, el desencanto, con la situación es manifiesto.
Se entrelaza con el tradicionalismo, la búsqueda de enemigos imaginarios para hacer el mundo más accesible, y el papel que juega en todo esto, instrumentándolo a su favor, la gran amenaza fascista que se cierne sobre Europa: Rusia. Pero puede que la prepotencia repugnante de no admitir en el espacio de libre circulación a Bulgaria y Rumanía durante trece años haya tenido que ver. Es uno de esos argumentos de la extrema derecha que tienen un objetivo innoble, pero que son verdad. Eso ha sido una humillación.
Cavilando la semana pasada sobre estas cuestiones, me apetecía verme algo rumano en televisión. Filmin tiene un buen catálogo de películas en ese país, que suelen destacar además por ser de una calidad exquisita, al menos para quien le guste el cine realista con un fuerte componente social. Sin embargo, se me fueron los ojos a un documental antiguo que no había visto, Mi hermoso Dacia, obra de Julio Soto Gurpide –español, que luego ha destacado en el cine de animación, Goya mediante- y Stefan Constantinescu.
Es un documental no solo interesante por los testimonios que recoge, sino por cómo se articula a través de un fetiche, el Dacia, un símbolo de la Rumanía comunista, ahora en manos francesas. Los hechos históricos son conocidos. Los líderes comunistas rumanos se negaron a ser el país agrícola del COMECON –el mercado común socialista que impulsó la URSS-, el papel que les habían asignado en Moscú, e iniciaron una vía divergente en la que primaba su industrialización. Ese coche era el símbolo de su independencia.
De todos los conductores de Dacias que salen en la película, el que tiene un testimonio más impactante es un viejo conocido valenciano, Miodrag Belodedici. Cuando he hablado con ex compañeros suyos del Steaua de Bucarest me decían que era un tipo muy callado, que había que arrancarle las palabras. Aquí, sin embargo, no da esa impresión.
Su historia tampoco es desconocida. Huyó en un Dacia de la Rumanía de Ceaucescu para pedir asilo político en Yugoslavia, aunque había sido campeón de Europa con el Steaua un par de años atrás. Sorprende cuando entra en los detalles de la historia. Dice que vio cómo fusilaban a gente al lado de su pueblo por haber intentado cruzar la frontera, que lo mejor que te podía pasar es que los soldados te dieran una paliza. En su caso, pertenecía a la minoría serbia de Rumanía, podía ir a ver a sus parientes, y en una de esas se quedó.
Cuenta que la Yugoslavia de aquel entonces era fascinante para él. Había libertad, dinero, se podía ir a Italia a irse de compras –esto lo repiten sistemáticamente todos los pertenecientes a su generación-, no podía resistir las comparaciones con lo que dejaba a tras, dice con dolor: “nosotros éramos unos mierdosos”.
Esa “mierda” era un pueblo minero en cuyas instalaciones él empezó a trabajar de niño. Empujaba vagonetas y las descargaba. Era una forma de iniciarse en el trabajo de minero, recuerda que entonces “tenía mucho futuro”, pero a partir de los 90 cerraron todos los pozos. En su Dacia, le da un paseo a los autores del documental por las instalaciones abandonadas y oxidadas.
Otro de los grandes protagonistas es el famoso buen hombre que iba en coche a su pueblo y se encontró a Ceaucescu y a su mujer deteniendo su vehículo a punta de pistola. Este suceso ocurrió cuando el conducator tuvo que escapar en helicóptero de Bucarest en 1989, para pocas horas después ser prendido, juzgado y ejecutado en tiempo récord. Igualmente, la felicidad por la revolución democrática duró más o menos lo mismo. El poder recayó en los mismos de antes, democráticamente travestidos, y las manifestaciones se reprimieron de forma brutal.
A cualquiera que se lo cuentes pensará que es algo distópico, pero se enviaron dos mil mineros a reprimir manifestantes a palos. Pero no palos simbólicos, reventando cabezas. Aparecen imágenes de gente con el cráneo abierto que son sobrecogedoras, así como las escenas de las palizas. Y entre medias de ellas, una absolutamente inverosímil. Es un señor que se interpone entre manifestantes y policías y mineros. Está preocupado, pero digno, defendiéndose con dignidad. Les pide por favor que cese la violencia, que no tiren más piedras, que le van a dar a eso que está abrazando: su Dacia, ahí aparcado y sin escapatoria.
El desenlace del docu es una cena de una familia de inmigrantes rumanos en España, aquí en el Mediterráneo, departiendo sobre su suerte. Sobre si volver, sobre si quedarse, sobre cómo se españolizan, sobre si algún día su país les permitirá regresar. Esta película es de 2008. Muchos lo han hecho, pero ahora los retos y las dificultades son otros y, como le gusta al puñetero paso del tiempo, impredecibles.