VALENCIA. Todo comenzó en un bajo de la calla Taquígrafo Martí, en una academia “discreta y austeramente amueblada”. La academia se llamaba Rubio y tomaba su nombre de su fundador, Ramón Rubio (Tarragona, 1924 –Valencia, 2011), un empleado en el Banco de Aragón de Valencia, un soñador que en la España “franquista y gris” de los años cincuenta quiso divulgar el conocimiento, y que era en sí un personaje. En “aquellas largas tardes (…) de pan y chocolate” le gustaba hacer trucos de magia. “Siempre tuvo gran facilidad con los muchachos, una capacidad para atraer su atención, uno de esos dones que solo tienen algunas personas y que los chavales suelen detectar a la primera”.
El entrecomillado pertenece al libro Mi mamá me mima, que acaba de publicar Espasa, y que ha impulsado Enrique Rubio, heredero de la saga familiar y garante del legado de Cuadernos Rubio. El volumen es un compendio de la historia de las famosas libretas verdes y amarillas, pero también se deviene en un sincero y emotivo homenaje de un hijo a sus padres. Durante sus 256 páginas profusamente ilustradas, se repasa de manera superficial pero amena toda la aventura intelectual y pedagógica que supusieron los Cuadernos, su significado social y la importancia que tuvieron en la educación de generaciones de españoles.
Porque, y eso es algo que a veces se soslaya, cuando Ramón Rubio decidió poner en marcha su academia “el acceso a la enseñanza estaba limitado a unos pocos”. Era un tiempo en los que era costumbre que las familias menos pudientes enviaran sus hijos a los seminarios, para al menos recibir instrucción académica durante unos años. “Los jóvenes que no habían estado en ese grupo de privilegiados [que podían ir a escuela] descubrieron en la Academia Rubio el lugar en el que aprender lo que nadie les había podido enseñar”.
La Academia cambió la vida de muchos de estos estudiantes pero sobre todo cambió a su profesor, quien descubrió que lo que más le fascinaba en la vida era enseñar. Contabilidad, cálculo, Rubio llegó a ir más allá y se implicó en la búsqueda de ofertas laborales para sus estudiantes. Entre sus retos, conseguir que todos sus estudiantes salieran de la academia sabiendo resolver los problemas. Todos. Ni uno
La revolución Rubio vino por la necesidad de optimizar el tiempo. Consciente de que perdía mucho tiempo escribiendo los enunciados de los problemas en la pizarra, decidió escribirlos estos en unas fichas. Las primeras fueron de cálculo, de problemas y de contabilidad. Las fichas fueron un éxito y adquirió una imprenta artesanal en la que imprimía las mismas y después las repartía entre sus alumnos.
El paso siguiente vino de una obsesión particular: la caligrafía. En los años cincuenta el 10,07% de los jóvenes entre 26 y 30 años era analfabeto, según un estudio del catedrático de Teoría e Historia de la Educación de la Universidade de A Coruña, Narciso de Gabriel. A ello había que unir las carencias; todo prácticamente se escribía a mano, ya que las máquinas de escribir eran propiedad de muy pocos. En ese contexto, Rubio se dio cuenta de la importancia de la caligrafía. “Escribir era como la carta de presentación de cada uno”. Todo era familiar, y así las primeras ilustraciones por ejemplo las realizó un cartero de Almansa, hermano de la señora que cuidaba a los hijos de Ramón Rubio y su esposa, Marina Polo.