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Milán, capital de la elegancia italiana

La belleza de su Duomo, el encanto de sus barrios, el ambiente chic y algo canalla que aflora por las noches... Milán es una ciudad que te sorprende y a la que siempre quieres volver 

| 18/11/2021 | 8 min, 19 seg

VALÈNCIA.- Todos los caminos conducen a Roma pero ¿y a Milán? Después de visitarla creo que habría que ponerle una calzada romana bien grande para que más personas la conocieran. Y lo digo reconociendo que mi visita se quedó corta y que fui con ciertas reticencias por su cliché de ciudad industrial y de la moda, aspectos que ni me van ni me vienen. Sin embargo, Milán sorprende por su carácter urbano y su monumentalidad pero también porque tiene un poco de esa Roma imperial o de esa Venecia bucólica que tanto enamora. Y sí, aquí también te derrites con los helados y esa pasta fresca que… mamma mia

Como no podía ser de otra manera, mi visita comienza en la concurrida Piazza del Duomo. Da igual cuánta gente haya, si una paloma sobrevuela a la altura de tu cabeza o si el sol calienta como un brasero y te estás achicharrando. No importa; en medio de ese caos me deslumbra la belleza de la catedral, con esa fachada de mármol blanco que resplandece en medio de esa plaza gris y sus decenas de agujas apuntando al cielo. Hasta ellas me dirijo, pues he reservado para acceder a la terraza del Duomo. Lo hice con tiempo porque me advirtieron de que es posible que los pases se agoten, especialmente en verano. Puedes elegir entre subir en ascensor o por las escaleras; yo opto por subir los 165 escalones en espiral que me llevan hasta el cielo de Milán. 

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Subo el último escalón casi sin aire pero se me corta aún más la respiración al ver tal belleza: 135 agujas, cada una de ellas coronada por una estatua, se elevan hacia el cielo y con un nivel de detalle que te deja sin palabras. Además, es un lujo poder pasear bajo los arbotantes admirando cada detalle y las simetrías que dejan los pequeños arcos que se forman. No me extraña que tardaran seis siglos en construirla —la primera piedra se colocó en 1386 y las obras se dieron por finalizadas en 1965—. Y cuando piensas que lo has visto todo, subes otras escaleras (esta vez solo 50) y accedes a un nivel superior que te permite ver de cerca a la Madonnina del Duomo. Situada a 108,5 metros de altura, vigila lo que ocurre en esta plaza repleta de vida que ahora yo también contemplo con curiosidad. Tanto, que hasta aquí me llega la canción que toca un músico callejero.  

Después de un buen rato bajo las escaleras que terminan en la catedral (la visita está incluida con la entrada). Al verla, no me cabe duda por qué Il Duomo di Milano —duomo proviene del latín domus dei, casa de Dios— es uno de los mejores ejemplos del gótico. Además, es la catedral más grande de Italia. Sí, porque hay que recordar que San Pedro está en la Ciudad del Vaticano, que es otro país (además de ser una basílica). 

Al salir, ya menos cegada por tal construcción, me doy cuenta que en un lateral está el Palazzo Reale y, en medio de la plaza, Vittorio Emanuelle a lomos de su caballo. Sigo la estela de los turistas y me cuelo en la galería que lleva su nombre para sumergirme en ese bullicio de gente tomando café, paseando o comprando un helado. De ahí que también se le llame el salón de los milaneses. La galería fue construida a partir de un proyecto de Giuseppe Mengoni para unir el Teatro alla Scala con el Duomo. Cruzarla es toda una aventura y hay que estar pendiente de que no te roben, pero merece la pena porque es la primera obra arquitectónica realizada en vidrio y hierro (sirvió de inspiración a Eiffel para su torre en París). En la galería también encontrarás el histórico Café Biffi, inaugurado en 1867 por el entonces confitero de la realeza, Paolo Biffi. Quizá su nombre no te dice nada pero si te digo que es el creador del panettone pones otra cara, seguro.

La verdad es que cuesta andar sin ver esos escaparates con precios prohibitivos para una viajera como yo, pero es divertido ver posar a chicas cargadas con bolsas de prestigiosas marcas. Mi foto es bien distinta: a esa enorme cúpula acristalada en forma de bóveda y a esos murales que decoran algunas de las paredes de la galería. Pero también hay que mirar hacia el suelo para ver los mosaicos que representan los escudos de las cuatro capitales de Italia: la Cruz Roja de Milán, la Loba de Roma, el Lirio de Florencia y el Toro de Turín. Este último es el más popular porque la leyenda dice que si pisas los genitales del toro (están hasta desdibujados), das tres vueltas sin soltar el talón y piensas un deseo, se te cumplirá. Y, como en la fuente de Canaletas (Barcelona), volverás a visitar Milán. 

Al salir es común acercarse hasta el conocido Quadrilatero d´Oro para hacerte una idea de por qué Milán es la capital de la moda, pero yo prefiero recuperar fuerzas con una buena pasta italiana y, luego, dirigirme hasta el bohemio barrio de Brera. Voy sin mapa así que me pierdo entre pintorescas calles con comercios locales y restaurantes en los que casi no cabe ni un alfiler. Un barrio del que no esperas nada y luego te sorprende con coquetas iglesias y el Palazzo di Brera, que hoy alberga la Pinacoteca de Brera (uno de los museos más importantes de Milán) y una de esas bibliotecas en las que huele a madera y a libro antiguo. Si no tienes tiempo, puedes ver su patio (es gratis) y apuntarte la visita para la próxima vez que vayas a Milán. Después de seguir callejeando me doy cuenta de que comienza a oscurecer, así que me voy hasta un rinconcito que me enamora mucho: el barrio de Navigli. Con una cena atípica para estar en Italia (ceno marisco) termino el día. 

Por los canales que mejoró Da Vinci 

El día siguiente comienza sin prisas, buscando una cafetería para disfrutar de un desayuno en una terraza. No puede haber nada mejor que tomar un buen café italiano y un croissant rebosante de chocolate para coger fuerzas y seguir recorriendo Milán. Con ese chute de energía me voy hasta la fortaleza de la familia Sforza. La original fue destruida por Napoleón y reconstruida un siglo después tras un gran debate sobre si se demolía o no. Finalmente ganó el patrimonio y hoy alberga seis museos. No tengo tiempo para visitar alguno de ellos pero sí para pasear por el parque Sempione, viendo a la gente tomar el sol, haciendo un pícnic o jugando. Un recorrido entre árboles que lleva hasta el Arco della Pace, que conmemoraba las victorias de Napoleón y la Torre Brancha. Puedes subir hasta lo alto para disfrutar de las vistas. Dicen que en días claros se ven hasta los Alpes. Yo me quedo con las ganas. 

De aquí me dirijo hasta la basílica de San Lorenzo, un viaje en el tiempo para ver las dieciséis columnas de mármol de 7,5 metros de altura que antaño fueron los cimientos de un edificio romano que data del siglo II o III. Aquí veo cómo presente y pasado se fusionan porque el ambiente de la plaza es espectacular, con gente sentada charlando, otros con el monopatín… Ese encanto y trajín de gentes me llevan a sentarme a uno de los garitos que la rodean para tomarme un Aperol Spritz, que para eso estoy en Italia. 

Como los amores son así, regreso al barrio de Navigli, cruzado por dos canales que recuerdan un poco a Venecia. Sí, canales porque, aunque Milán no tiene mar ni río navegable, en el pasado construyeron una red de canales para, entre otras cosas, transportar las piedras con las que se levantó la catedral de Milán. Y cómo no, Leonardo da Vinci perfeccionó estos canales para convertirlos en rutas de acceso hasta el centro de Milán. Y así fue hasta el siglo XIX, cuando llegó el ferrocarril y los canales pasaron a la historia. Un pasado que sigue vivo solo a través de los dos que quedan: Naviglio Grande y Naviglio Pavesse. Es un paseo agradable entre terrazas de restaurantes y bares y buscando la foto perfecta en los puentes que cruzan ambos lados. Eso sí, ten cuidado porque algún resbalón vi bajando los escalones. 

Un paseo con rincones tan mágicos como el callejón de las lavanderas, un antiguo lavadero que fue utilizado hasta la mitad del siglo XX para lavar la ropa en la calle y que se conserva prácticamente en su totalidad. No hay nadie lavando ropa en ese momento pero me deja con ese sabor de Milán que tanto me ha gustado, ese que habla de un pasado que convive con el presente. Sin duda ese es el encanto de Milán

* El artículo se publicó originalmente en el número 85 (noviembre 2021) de la revista Plaza

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