En los momentos limpios solía mirar hacia arriba. No eran momentos limpios sino llenos de mugre más bien, quizá por eso levantaba la barbilla y tomaba un sorbito de cielo. El cielo siempre viene mentolado, limpia resortes, arterias, recovecos. Puede ser una luna remolona captada de refilón mientras se sale del garaje camino al trabajo, o un cable que corona un semáforo en rojo y se ha cubierto de palomas posadas, compactas, de energía recogida e instinto fisgón.
De camino al hospital capto los casquetes nevados de la sierra de Espadán y me parece un frente ambiguo y hermoso de nubes rosadas. Pronto la vista se me vuelve a escapar a las cumbres pero ahora es la enfermera quien conduce, ríe y discurre sobre la paciente que visitaremos en un pueblo. Está un poco afónica pero asegura que siempre coge laringitis por estas fechas. No tiene fiebre, por eso ha venido. Olvidamos a la paciente y encaramos el miedo con especulaciones sórdidas. Me pido un confinamiento en casa. Yo me lo pido en tal o cual fecha, cuando la curva baje. A mí dame síntomas si no hay remedio, pero no me lleves a la planta. Dios mío cómo está la planta. Con la suerte que tengo, seguro que se olvidan de mi alergia a los AINEs. Risas. Sacudidas de cabeza. Bajo la ventanilla con disimulo y guardo silencio mientras la charla deriva en guasa sobre tal o cual noticia estrafalaria. Lo estrafalario habrá que redefinirlo, me digo. La RAE va a tener trabajo este año. Las cumbres nevadas absorben mi miedo y pienso en lo extraño y lo familiar, pienso en Freud y en lo siniestro. En el eterno retorno de lo semejante. El maestro Sigmund diseccionó la sensación de lo ominoso y así es como siento que entra la cuesta de enero. Viajo de copiloto con doble mascarilla y mi compañera puede ser positiva pero no me apeo del coche. Creí que estas cosas no llegarían a asustarme, que formaban ya parte de mi identidad pero han caído en un fondo oscuro. Me revisitan desde ahí abajo. El padre del psicoanálisis lo presentaba como el asalto de un tipo de angustia donde lo conocido (heimlich) se torna extraño (unheimlich) y viceversa. En suma: una variedad del terror que se remonta a lo que somos y se nos muestra de pronto. ¿Cuándo empezó realmente esta mezcla de territorios? Repaso con la vista el horizonte nevado y me pregunto dónde empieza y dónde termina lo extraño. Qué estoy haciendo con mis categorías.
Hundo la cabeza en los tormentos del hospital y consigo olvidar la afonía de la enfermera. Nos han pedido medicina de guerra, ¿qué significa eso? Alguien que ha ido a la sesión de las ocho me lo ha resumido de un modo que ya he borrado. Supongo que no quiero aprendérmelo. En intensivos, los pacientes que vendrán la semana que viene ya están enfermos. La última semana del año se cobró un contagio por minuto y un muerto cada hora en nuestra Comunitat. Pero la Calderona desde la planta enseña sus lomas azules cargadas de azúcar glas y enseguida olvido las cifras y hasta lo que había ido a hacer allá arriba. Me paro, enfoco, hago la foto. Necesito compartirla con el equipo. También hay belleza, escribo, pero sólo un par de compañeros están para emoticonos.
Lo que he venido a hacer en la planta es cerrar los corchetes del buzo y desafiar los pasillos que se han vuelto a llenar de Minions con gafas y capucha blanca. Trajinan en silencio y se ignoran unos a otros. ¿Por qué me vienen a la cabeza estos hombrecillos animados? Creados a partir de ADN mutante y plátanos triturados (leo en la red), hacían el trabajo sucio de un supevillano y cayeron en una profunda depresión. Guardo el móvil y me sobrepongo. Medicina de guerra. El teléfono suena en el mostrador de onco sin que nadie lo descuelgue y se me antoja la sirena de un submarino alemán. “La imaginación vuelve a las personas hipersensibles, vulnerables y desamparadas” escribe Marlen Haushofer en su célebre La Pared. Quizá no debería volver a las novelas distópicas para defenderme de esto. Quizá la belleza y la imaginación me estén matando más despacio que los protocolos Covid. Un meme que me llega protesta “ya no tengo vida interior, tengo vida anterior”. Pero yo no caigo aún de ese lado.
Escribe sobre todo esto, me anima Rafa por la noche, tiene un punto cómico. ¿Tanto se me nota? Aún no sabe que ayer estuve empanada en la cola del súper sin coger número para el fiambre, ni que me han cascado una multa por aparcar en un vado. Pero quiere que coja una baja, ¿cuántas sanitarias están escuchándose esto ahora mismo de sus maridos? Reímos. Discutimos. Cuesta convencerle de que debe dormir en otra cama. “Que la psiquiatra esté fatal es un buen punto”. Suelto la risa. Suelto el cabreo. En los últimos días lo suelto todo. Llamo a los pacientes y me descubro llorándoles mis desventuras, interrumpiendo sus quejas con las mías. Son educados y preguntan cómo estoy. No le preguntes a un sanitario en pandemia cómo está. Mejor te lo imaginas.
Pasados dos días, la enfermera con afonía ha perdido el olfato y es positiva. Por la mañana nos había mandado una foto desde su coche esperando hacerse una PCR. En el parabrisas se vislumbraban varios Minions diligentes inclinándose en las ventanillas y rasgando orificios sin tregua.
En la consulta, una pediatra me había pedido un informe y en la nota había puesto una de sus pegatinas de motivación para niños. Se me puso un nudo en la garganta cuando me dejó sola. Una niña calvita sonreía en el dibujo y tocaba el tambor. El slogan rezaba “me he portado genial”.