Hoy es 16 de octubre
En el verano de 1830, la monarquía absolutista francesa se encontró con un desafío inesperado: pese al voto censitario y las restricciones a la libertad de expresión, unas elecciones habían configurado unas cámaras con mayoría reformista. Las peticiones de reforma, en todo caso, eran muy moderadas, pero para Carlos X, rey de Francia por la Gracia de Dios, la más mínima sugerencia ya era una afrenta, ante la que además reaccionó de la forma más estúpida posible: endureció aún más los requisitos para votar (excluyendo de facto a casi todos los voluntarios de la Guardia Real, y eso en un momento en que medio ejército francés estaba ocupado en Argelia), restringió aún más la libertad de prensa, y ordenó repetir elecciones. Su decreto provocó una revuelta que derivó en revolución, la de los Tres Gloriosos Días de Julio (27-28-29), al final de la cual Carlos X tuvo que salir corriendo y dejar paso al reinado liberal de Luis Felipe de Orleans, un reinado conocido por su origen como la “monarquía de julio”.
En España, en cambio, nuestros gobernantes no son tanto de salir corriendo, sino todo lo contrario: agarrados al trono y a la vez capaces de cambiar de rumbo en mitad de un reinado sin despeinarse. Este 1 de octubre se cumplen exactamente 200 años desde el más excelso ejemplo de todos: cuando Fernando VII abandonó la senda constitucional que tan francamente había asumido tres años antes, para ponerse del lado del ejército invasor de Luis XVIII (hermano y predecesor de Carlos X) y derogar toda la obra del Trienio Liberal. Más cerca de hoy, el 1 de octubre de 1936, fue investido como Jefe del Estado Francisco Franco: un nombramiento que muchos de sus compinches seguramente consideraban temporal, pero que gracias a oportunos cambios de chaqueta duró sus buenos 39 años (y que sigue siendo, a falta de un referéndum específico y vinculante sobre la forma de estado, la legitimidad última de nuestra monarquía actual).
Finalmente, un 1 de octubre de hace seis años tuvimos el referéndum de independencia de Cataluña, seguido el 3 de octubre por un discurso televisado de Felipe VI. Tres Bochornosos Días De Octubre que inauguraron una nueva fase de su reinado, y que desde ese televisivo momento bien podemos llamar la “monarquía de octubre”.
Lo más importante de este discurso es que no se hizo a petición del gobierno: el rey lo hizo por iniciativa propia. Algo sumamente insólito para una figura que se supone un florero institucional sin ninguna atribución (única vía de hacer compatible la monarquía con una democracia). El gobierno, en ese momento, estaba dividido. Al fin y al cabo, tenía que responder ante la opinión pública… y, de forma más directa y vinculante, ante el Congreso, donde un vuelco del PNV podía otorgarle la mayoría al PSOE. Quizás dudaba por la constatación que la intervención policial del 1 de octubre no sirvió para nada: se requisó apenas una treintena de urnas entre miles, se vindicó al independentismo más radical, y se causó muy mala impresión en el extranjero, donde los nacionalistas pudieron vender su referéndum sin garantías y no reconocido por absolutamente nadie como un martirio por la democracia.
Otro sector del gobierno, en cambio, quizás estaba dispuesto a doblar la apuesta, pues la deriva nacionalista les iba a permitir acercarse al objetivo ideológico a largo plazo de la derecha centralista: la supresión -o al menos el encuadramiento- del estado de las autonomías. Gobernar es tomar decisiones, y lo mínimo que podemos exigir es que esas decisiones se discutan y luego se rindan cuentas. Pero sobre esta discusión en el gobierno cayó el discurso monárquico como las Tablas de la Ley, decantándola claramente del lado de los halcones.
Ese es el legado del discurso televisivo del 3-O, convertido en piedra angular de toda la monarquía de octubre: que desde entonces y en el seno de la derecha española, en cada elección, congreso de partido o primaria interna, siempre ha ganado -¿y parece que ganará?- aquel que mantuviese durante más tiempo la postura más extrema contra los nacionalistas y contra cualquiera percibido como blando con ellos. Empezó con la aparición fulgurante de Vox, y tuvo una primera culminación en la manifestación de la plaza de Colón. A partir de ahí, empezaron a caer los tibios.
El primero en parpadear fue Albert Rivera, con apenas una insinuación de que quizás en aras de la estabilidad cabría apoyar a Pedro Sánchez pese a que este había llegado a la Moncloa apoyado por los nacionalistas. En apenas unos meses, su partido fue totalmente destruido, sin piedad y sin contemplaciones. En el PP, Mariano Rajoy dimitió entre el oprobio del sector más ultra, su protegida Soraya Sáenz de Santamaría fue derrotada por Pablo Casado, y Casado mordió el polvo ante Isabel Díaz Ayuso, a su vez la única baronesa del PP que no tiene a Vox subiéndosele a las barbas o marcándole la agenda. Quizás la única que goza del respaldo unánime, o al menos neutralidad, de toda la prensa de derechas (en lo que quizás juega un papel no menor toda esa publicidad institucional de la Comunidad de Madrid). Parece que la monarquía de octubre ha encontrado a su Adolphe Thiers.
La narrativa que intenta imponer la derecha nacionalista española (básicamente: que los nacionalistas catalanes son unos traidores y felones, y cualquiera que pacte con ellos también lo es) puede nacer de sinceras convicciones, desde luego. Y la recentralización del estado es un objetivo político totalmente legítimo, faltaría, aunque igual de legítimo es recordar que los mismos discursos sobre la indivisibilidad de la patria los hemos oído en 1974 sobre el Sáhara Occidental (“tan español como Madrid o Cuenca”), en 1956 sobre el Rif y Sidi Ifni (por los que se libró la “Guerra Olvidada” contra Marruecos), en 1897 sobre Cuba y Filipinas (donde se desangró una generación entera de soldados de reemplazo, casi siempre de las clases humildes), en 1819 sobre Perú, México o Argentina, y en el siglo XVI sobre Flandes. Cada uno de estos casos vino siempre acompañado de imposiciones crecientemente autoritarias – y para nada, porque esos territorios se perdieron todos, y a ningún político con dos dedos de frente se le ocurriría reclamarlos de vuelta. Lo cierto es que cualquier empuje democrático en la historia de España siempre ha venido acompañado de más autonomía local. Quienes recentralizan, históricamente, han sido las dictaduras.
Pero, y aquí llegamos a lo mollar, el discurso del rey también tiene muy evidentes ventajas electorales para la derecha nacionalista española. Porque el hecho es que el PSOE no puede ganar unas elecciones sin Cataluña. No lo ha hecho desde los años 80, y ya entonces fue una anomalía por el temor de tantos ciudadanos a una vuelta al franquismo. Para cualquier victoria de los últimos 35 años, el PSOE ha necesitado de Cataluña, bien fuera para captar votos directamente, bien por pactos parlamentarios con nacionalistas. Por ejemplo, el millón de votos de ventaja que Zapatero obtuvo en 2008 vino íntegramente de Cataluña, y la tendencia se aprecia también en elecciones posteriores. Por el contrario, la derecha española ha logrado dos mayorías absolutas (2000 y 2011) que se habrían materializado -Coalición Canaria mediante- incluso logrando el PP cero votos en Cataluña.
La derecha, dicho de otra forma, no necesita a Cataluña, y ahí hay un incentivo muy claro para provocar un choque frontal tras otro, aunque le haga perder votos catalanes y radicalice a los nacionalistas. En el mejor de los casos, la derecha obtendrá una mayoría absoluta gracias a la transustanciación en votos de la indignación con la “perfidia catalana” en el resto de España. Y en el peor de los casos, el gobierno recaería en un PSOE que solo podría gobernar con ayuda de los propios nacionalistas (que, por muy nacionalistas que sean, también son de derechas y vetarían los puntos más “izquierdosos” de un gobierno socialista), con lo que la propaganda ya estaría escrita para cuatro años: socialistas traidores y felones por pactar con traidores y felones. En 2016, antes incluso del referéndum, este discurso convenció a la directiva del PSOE, pese a la posible mayoría PSOE+Podemos+nacionalistas, para defenestrar a Sánchez (también un 1 de octubre, ¡esa fecha es el fulcro temporal de la España moderna!) y optar por la abstención para facilitar la investidura a Mariano Rajoy. ¡Así de bien le funciona esta narrativa al PP!
Que el PP apoye esto, decimos, tiene sentido: le conviene, no es ilegal, y los efectos a largo plazo se ve que le dan igual. Así funciona la política, a donde es mejor ir ya llorado desde casa. Que ciertos barones del PSOE (que no dependen en su terruño del apoyo de nacionalistas catalanes) se apunten al catalán-bashing también tiene sentido: es una forma facilona de ganar puntos en sus feudos, y el coste cae sobre otros. Emiliano García-Page en Castilla-La Mancha es un ejemplo de libro, criticando los pactos de Pedro Sánchez aún más que el propio PP castellano manchego (aunque cuidándose mucho de presentar mociones contra Pedro Sánchez o algo así, más allá de teatrales intervenciones en el Comité Federal: se le deja ladrar, porque hay un acuerdo de no morder).
Ahora bien: que Felipe VI se suba a este carro y con sus discursos legitime esta narrativa ya no debería entrar en la política “normal”. Porque eso, ni más ni menos, es lo que hay detrás de su discurso televisivo del 3-O. Blanqueamiento de la monarquía, búsqueda de atención, intento de hacer olvidar Corinnas y elefantes… las razones dan igual, pero las consecuencias de este discurso y esta narrativa son claras: si pactar con los nacionalistas es anatema, solo va a gobernar el PP (que por otra parte sí pactará sin problemas con los nacionalistas cuando lo necesite, como hizo en 1996 o en 2016, y ha intentado ahora a ver si saltaba la liebre). Al menos si seguimos con el sistema electoral por provincias, pero los beneficios que este otorga al PP y PSOE son tan grandes que no lo cambiarían ni aunque el Cid Campeador y Pablo Iglesias Posse se levantasen al unísono del sepulcro a pedírselo. Es la fortaleza del PP en las provincias poco pobladas la que le ha permitido sobrevivir al asalto de Cs y ahora de Vox.
Ahora, ¿cómo reaccionar a las intervenciones del jefe de estado en la política? Porque la nominación de Núñez Feijóo por parte del rey no fue nada inocente: al nominar a un candidato sin posibilidad real (salvo que un par de “socialistas buenos” hubiesen dado una sorpresa mayúscula), se puso en marcha el plazo para una repetición de las elecciones, y eso a su vez ha impuesto una fecha límite para las negociaciones entre el PSOE y los nacionalistas. Y no es lo mismo negociar bajo una cuenta atrás. Las atribuciones de Felipe VI obviamente no son las de Carlos X... pero las que tiene parece estar usándolas, y el resultado tiende a ser consistentemente uniforme.
(Este es un buen momento para recordar que, en el día de su proclamación, Felipe VI se despertó en la Zarzuela, su padre le impuso allí el fajín de Capitán General de las Fuerzas Armadas… y ya después se pasó a jurar la Constitución. Esto es anecdótico porque el BOE entró en efecto a medianoche y la Constitución la había jurado ya con 18 años, pero quizás el juramento debería venir antes de que le dejemos los trastos de matar. La monarquía es en un 95% gestión de símbolos, y ese fue muy claro. Pero bueno, al menos la juró: su padre nunca lo hizo, arguyendo, con una impecable lógica borbónica que habría aprobado Luis XVIII, que él vino antes y su legitimidad como rey no deriva de la Constitución. ¡Si acaso, al revés!)
En una república los socialistas probablemente apretarían los dientes y aguantarían, porque en cuatro años a más tardar habrá otro jefe del Estado. Pero los reyes llegan sin fecha de caducidad, y no hay garantías de que con Leonor vaya a haber un cambio. Si a consecuencia de estas intervenciones acaba llegando un gobierno de la derecha (ya sea ahora, en dos, o en cuatro años… y Sánchez aún no ha logrado la investidura), y los socialistas fuesen incapaces de batirla por miedo a pactar con los enemigos de la monarquía de octubre, se inauguraría una larga hegemonía de derechas. Puede que incluso de décadas, si sus dirigentes no se meten en estúpidas aventuras imperiales como hizo Aznar.
Y eso es mucho tiempo. Toda una generación de jóvenes socialistas, que ahora tienen entre digamos 20 y 35 años, podrían encontrarse con que, tras varios años echando horas en el partido, ellos nunca van a tocar poder porque al monarca le ha dado por jugar a la política. Y por mucha conformidad con el sistema que siempre han exhibido los socialistas, el instinto de conservación siempre será más fuerte, y puede que esa “generación perdida” de socialistas descubra de repente su corazoncito republicano. Y a saber qué ocurre si ese dique quiebra. Por eso Juan Carlos I nunca habría hecho ese discurso en aquel octubre de hace seis años. Ya decía Vito Corleone eso de “ten cerca a tus amigos, pero más cerca a tus enemigos”. La monarquía de julio duró 18 años y Luis Felipe murió en el exilio inglés, por cierto.