Desde la segunda investidura de Pedro Sánchez, han sido habituales los choques entre el actual gobierno y la Corona. Es bien sabido que al rey no le gusta la presencia en el gobierno de partidos republicanos. Al gobierno, por contra, no le gusta lo que percibe como gestos del rey susceptibles de usarse en la confrontación política. Y la oposición, por su parte, está encantada con dichos gestos, porque los interpreta como puro sentido común y defensa del sistema político actual. Esto ha llevado a los partidos de la oposición a manifestar con cada vez mayor frecuencia su lealtad a la institución monárquica como piedra angular de nuestra democracia. También, a denunciar al gobierno por intentar atrapar al rey y coartar su libertad, como en su reciente ausencia de la ceremonia de entrega de despachos a la última promoción de jueces en Barcelona.
La “libertad” del rey, sin embargo, es bastante problemática de encajar en un régimen democrático. El rey es una persona que ocupa un cargo público (y no uno cualquiera, sino el más importante de todos, la jefatura del estado) de forma vitalicia y por derecho de nacimiento, y en virtud de dicho cargo está incluso por encima de la ley: su persona “no está sujeta a responsabilidad” (la Constitución no aclara hasta donde llega esa inmunidad, aunque en los casos que llegan a los tribunales contra el rey emérito se está interpretando siempre de la manera más amplia posible). La única forma en que esto pudiese ser, no ya deseable, sino meramente aceptable en un estado democrático, es que a cambio de estos privilegios el rey renunciase a usarlos. Que lo tenga todo, pero no pueda hacer absolutamente nada. O por decirlo de otro modo: que en una democracia el rey no puede tener ninguna libertad.
Eso hace que cualquier mínimo gesto suyo pueda convertirse en problemático. En situaciones normales, el gobierno refrendaría sus gestos y asumiría toda la responsabilidad. ¿Pero qué ocurre con gestos contrarios al gobierno? Lo estamos empezando a ver. El rey emérito, en cambio, siempre tuvo más cuidado con los gestos públicos. Se dirá que él no tenía que lidiar con ministros republicanos, pero los socialistas ganadores en 1982 venían de renunciar al marxismo, a la república y a la autodeterminación de los pueblos apenas unos años antes. Más bien, parecen diferencias personales.
El rey emérito creció en el extranjero y con ciertas estrecheces (entiéndase por “estrecheces” ser el más pobre de un exclusivo internado suizo donde se educan los hijos de la realeza y de las mayores fortunas del planeta), y siempre fue consciente de que la causa última del exilio y la mala fortuna familiar era que su abuelo, el rey Alfonso XIII, se había echado en brazos del dictador Primo de Rivera. Por eso, su obsesión suprema siempre fue asegurar al precio que fuera la pervivencia de la monarquía (y no “traer la democracia”), aliándose con quien hiciera falta, pero sin ponerse nunca abiertamente en contra de nadie. Sin embargo, la vida de su hijo fue muy diferente. Desde que tiene memoria, Felipe VI ha sido educado en la creencia de que su padre, como rey, era la persona más importante de España, y siendo consciente de que algún día él mismo también lo sería. Para él la monarquía siempre ha existido, no concibe otra cosa. Pero una vez que llegó al trono, ha visto que en realidad poco puede hacer. Es un señor de mediana edad atrapado para siempre en un trabajo (y un matrimonio, cabe añadir) que igual no es como se lo esperaba. No cuesta mucho imaginárselo rumiando por Palacio, viendo los cuadros de Felipe II, de Carlos III, de Alfonso XII… y pensando que lo más emocionante de la semana es que le toca inaugurar una escuela de primaria. La viva imagen de una persona profundamente frustrada, que en cuanto vio una oportunidad de dar un poco de lustre a su cargo decidió no desaprovecharla.
Su discurso del 3 de octubre de 2017, dos días después del referéndum de autodeterminación y de la actuación policial que lo acompañó, fue el principio (en ese momento ni siquiera había cargos contra Puigdemont o Junqueras, ni se había producido aún la “república de los ochos segundos”). Otros gestos han seguido desde entonces. Con el resultado esperable: cada vez más, el rey es percibido como un rey “de parte”, y eso es lo peor que le puede ocurrir. La mística del cargo es, precisamente, que solo un monarca puede tratar por igual a todos sus súbditos, ya sean los realistas más entusiastas o los más visceralmente republicanos (entre otras cosas, porque dentro de poco puede tener que firmarles los indultos). Que un presidente de la república se revele “de parte” es sobrellevable para los perjudicados, porque pueden contar con que en pocos años haya otro. En un rey es inaceptable, porque ese rey seguirá en el cargo varias décadas más.
Esa percepción se ve reforzada, además, por una reivindicación cada vez mayor por parte de algunos partidos. Cuesta creer que la Casa del Rey no pueda poner fin a tales reivindicaciones mediante una discreta llamada, o impedir que Froilán de Marichalar y Borbón acudiera a la manifestación de Colón. Cierto que solo son gestos, pero la Casa del Rey es básicamente la gestión de gestos, símbolos y lenguaje. Porque tampoco el lenguaje es inocente: la propia Constitución dice que “la forma de estado es la monarquía parlamentaria”, pero los nuevos monárquicos a menudo prefieren la expresión “monarquía constitucional”. Aparte de las reminiscencias históricas (así describía Primo de Rivera su régimen), es preocupante una concepción del sistema político regida exclusivamente por dos instituciones cuya legitimidad democrática se limita a un referéndum realizado hace 42 años (y que en el caso de la monarquía ni siquiera fue tal, por mucho que lo afirmen sus defensores: el referéndum del 6 de diciembre de 1978 no era una votación entre monarquía y república, sino entre dos monarquías diferentes, la franquista y la parlamentaria; la monarquía en si misma nunca fue negociable). Sobre todo, porque se pretende que esto esté por encima de cualquier cosa que pueda querer –y votar- la ciudadanía a día de hoy.
Esto se materializa en el uso de la judicatura para impugnar, ralentizar o entorpecer cualquier iniciativa incómoda, lo que en Estados Unidos se conoce como “lawfare”. Una judicatura en cuyos más altos tribunales son mayoría los vocales y miembros nombrados a propuesta del Partido Popular, pero con mandatos ya caducados. El del CGPJ, en concreto, caducó en diciembre de 2018. Dicho de otra forma: el “gobierno de los jueces”, cuya legitimidad democrática se retrotrae al Congreso surgido de las elecciones generales de 2011, lleva casi dos años ejerciendo en funciones, y Pablo Casado se niega a renovarlo. Que queda muy feo, pero es perfectamente legal. El propio Casado lo justifica como una respuesta proporcional al pacto de Sánchez con Podemos y los nacionalistas, y para la que seguramente se sienta apoyado por los gestos del monarca, pero que contribuye a escalar la tensión política. Que ni el rey ni su entorno vean los peligros de esta deriva le hace pensar a uno que -a pesar de toda la preparación- el padre va a resultar más listo que el hijo…