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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Música para afrontar el regreso a la rutina

8/09/2019 - 

VALÈNCIA. Volver de vacaciones y que un músico que te gusta mucho saque disco nuevo es una buena noticia. Eso antes podía ser incluso un  acicate, un flotador al que aferrarse en medio de la desgana que produce el volver a la rutina. Ya son demasiadas cosas las que funcionaban  antes y ya no sirven de tanto ahora. La ilusión por los discos nuevos ya no es la de antaño, cuando uno era tan inocente que pensaba: “Toca volver al trabajo pero en unas semanas saldrá ese disco maravilloso”. Recuerdo, por ejemplo, la expectación  que hubo en 2001 con el primer álbum de The Strokes y cuyo lanzamiento acabó coincidiendo con el 11-S. De pronto, aquel jolgorio tan grande por un grupo neoyorquino sonó, al menos durante unos días, a broma pesada.

Septiembre es quizá el más extraño de todos los meses. De él se puede esperar cualquier cosa. Es el mes en el que la playa se queda paulatinamente desierta a pesar de que apetece más que nunca seguir allí, porque el calor no es agobiante y la temperatura del agua se mantiene amable. Cuesta mucho despedirse de las vacaciones y del verano, que para mí son lo mismo porque vivo en una playa y la vida cambia cuando llega el verano. Así que a medida que me hago más viejo, cuando se acaba el estío me encomiendo a lo que venga. ¿Bon Iver? No sé yo si esos discos son buenos para escuchar cuando se acaba lo bueno. ¿Bat For Lashes? Me gustaba más al principio, lo reconozco; ahora, le pasa como a toda la música que llega envuelta en sintetizadores polifónicos, necesito mi tiempo para traspasar la superficie, tan parecida a tantas cosas de ahora y de antes, y llegar al fondo de la cuestión. ¿Iggy? Pues Iggy. Los discos de Iggy Pop pueden ser una bendición o una broma pesada. El nuevo no es ni una cosa ni otra, pero hace buena compañía mientras cuento las horas que quedan hasta que los días se acorten todavía más.

Bon Iver.

¿Puede un disco salvarte la vida igual que antes? Es una de esas preguntas idiotas que me hago en verano ya que tengo más tiempo para pensar en tonterías. En realidad, es una pregunta que me puedo hacer también en vísperas de San Valentín o el Día de la Madre. La haga cuando la haga, la respuesta  no es más que un charco de melancolía. Los años de creer en ese tipo de milagros pasaron hace mucho. Lo dice alguien especializado en crear refugios utilizando el talento ajeno. A partir de cierto momento, la vida te la salvan los medicamentos, el dinero, la buena fortuna, puede que incluso el amor. Pero nunca faltarán elementos que sean curativos. Un disco que llega en el momento adecuado. Un libro leído justo cuando hacía falta leerlo porque, como escribía no hace mucho Antonio Muñoz Molina, “no nos importaría tanto la literatura si no aprendiéramos de ella tantas cosas que de otro modo no podríamos saber”. Y no olvidemos las series, ese nuevo diluvio universal que sobre todo parece afectar a los mismos que antes iban al cine, a quienes van a muchos conciertos pero ya no compran discos, y a quienes también espero que sigan comprando libros aunque se inflen a ver series.

En cualquier caso, yo había venido aquí a hablar del final de las vacaciones, con ese pudor que produce el hecho de saber que no existe tema más manido, especialmente en estas fechas. Perdón, a hablar de la banda sonora ideal para el fin de las vacaciones, si es que algo así puede existir. Me había quedado en Iggy Pop, que es como un viejo amigo. Creo que lo elijo sobre todo por eso, por camaradería, porque, salvando las distancias, los dos estamos viejos y algo cansados de tener que trabajar aunque nos guste mucho nuestro trabajo. ¿Durante cuánto tiempo puede gustarle a uno su trabajo cuando las circunstancias hacen que cada vez sea más complicado  o menos apetecible hacerlo? A Iggy le duele todo el cuerpo por la caña que le ha dado a durante el último medio siglo. A mí me duele constatar que mi trabajo se ha quedado tan viejo como yo y que cada vez hay menos gente que lo necesita como lo necesité yo en su día. A Iggy empecé a hacerle caso allá por 1978, cuando leí que había sacado un disco llamado New Values que, a pesar de la reticencia del crítico, a mí me pareció que tenía muy buena pinta. Creo que sobre todo fue por la portada, aquella foto en la que salía escorado, el torso desnudo, rodeado por un grupo de bailarinas de ballet fuera de foco, él estirándose como si fuera otra bailarina más. En aquellos tiempos, lo que decía un crítico musical era importante y, yo diría que hasta podía salvarte la vida.


Si se busca, siempre se encuentra música que te haga el boca a boca al terminar las vacaciones. Mi disco favorito de los últimos días es el de un tal Velvet Negroni. Neon Brown es uno de esos álbumes que ni se llevarán críticas superlativas ni abrirán las secciones de críticas de discos de ninguna publicación. O sea, el disco ideal para descubrir si uno siente que, al escuchar alguna de sus canciones, necesita seguir adelante. La música grabada –que a mí es la que siempre me ha importado porque perdura por encima de la memoria- es hoy una coyuntura laboral para el artista, pero eso no quita para que sigan existiendo almas que vuelquen hasta la último gramo de sus zozobras en las canciones que hacen. Velvet Negroni no es el único recién llegado que transmite eso, pero sí que es el que ha sacado álbum en el momento idóneo. Ese que marca el fin del verano, la incertidumbre de un año nuevo, la saudade que genera el saber que uno ya no va a estar tan cerca de sí mismo como lo ha estado en los últimos meses.

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